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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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El interfono lo despertó con un suave estribillo de Mozart, un alegro para clarinete, violín, viola y violonchelo. Aquella música, una pieza ligera y sutil, le había parecido apropiada para reemplazar el áspero timbrazo que antes se usaba en la funeraria. Lo dejó pitar (seguramente una palabra equivocada para el caso) unos instantes mientras se quitaba con los dientes la saliva que se había acumulado en las comisuras de su boca pegajosa. Por fin contestó. Era Joe hijo, naturalmente. Madden cerró los ojos y se representó su imagen, oyó su acostumbrado sorbido entre palabra y palabra.

– ¿Estás despierto? ¿Por qué tardabas tanto?

– Um, tengo algo difícil entre manos.

– ¿Ah, sí? Pues tienes visita. El gallo con faldas.

Madden movió las mandíbulas, confuso.

– ¿Quién? ¿A qué te refieres?

– Ya sabes. El travestí. La novia del muerto.

¿Se refería a Eugenio Bustamante? Madden no había conocido aún a los parientes de aquel desgraciado. Más bien confiaba, como siempre, en ahorrarse aquel trago.

Oyó reír a Joe al otro lado de la línea. Un chisporroteo nasal.

– No me digas que no te fijaste -dijo.

A Madden le fastidiaba ligeramente haber pasado por alto algún dato crucial que fuera evidente para otros. Sobre todo, para Joe hijo.

– ¿Fijarme en qué? -preguntó a regañadientes, arrancándose las palabras con desgana casi insuperable.

– El tío de la mesa de disección -dijo Joe sin dejar de reír-. Por eso las hijas del viejo no quieren tener nada que ver con ella. Debí darme cuenta nada más verla. O verlo. Lo que sea.

– Mira -dijo Madden-, no sé de qué estás hablando. ¿A quién te refieres?

– ¿Que a quién me refiero? -repitió Joe hijo-. Me refiero, señor mío, a la tal Tess Kincaid, la esposa del difunto Lawrence Kincaid.

– ¿Va a bajar ya? -preguntó Madden.

– Por ella ya estaría ahí. Pero es él el que va a bajar. Madden miró a Kincaid, que seguía sobre la mesa de autopsias.

– ¿Insinúas que…? ¿Qué es lo que insinúas?

Joe soltó un bufido burlón.

– Estoy diciendo que la mujer del viejo mea de pie, eso es lo que estoy diciendo. Es un tío.

– Un tío.

– Como te lo digo. Por lo visto la conoció en unas vacaciones. Vivieron juntos los últimos seis meses. Se casaron un par de semanas antes de que él estirara la pata. Nadie en el juzgado sabía que era un hombre. Imagínate, ¿eh? Ahora andan de líos legales. Ella dice que es transexual y que está a punto de operarse. Kincaid le dejó la casa y una bonita suma de dinero. Para las hijas, nada. Un desaire, por no haber tragado con el asunto. Dicen que, si la esposa es un transexual a punto de operarse, legalmente era un hombre cuando se casaron. Así que de boda legal, nada de nada. Una historia cojonuda, ¿eh? Ni inventada, tú.

Madden se rascó la cabeza. Se sentía obligado a reír, pero no podía. Por alguna razón, el chiste sobre Tess Kincaid (o como se llamara en realidad) parecía atañerlo a él también.

– ¿Madden? ¿Sigues ahí?

Madden suspiró, se frotó los ojos y volvió a ponerse las gafas sobre la nariz.

– Estoy aquí -dijo-. Dile que baje.

Quitó el dedo del botón y cogió otra vez la botella, pero la encontró vacía. Daba igual. Siempre guardaba dos o tres en el maletín negro de médico. Cogió otra. Se acercó a Kincaid y lo miró de arriba abajo. Luego le tapó la cara con la sábana. El dramatismo del momento que se avecinaba exigía un desvelamiento para mostrar en todo su esplendor el trabajo que había hecho con el cuerpo. Bebió un trago de la botella y oyó los pasos de la mujer de Kincaid bajando por la escalera. Obviamente, Tess compartía su desagrado por los ascensores, lo cual resultaba muy poco femenino, supuso Madden.

Joe hijo extendió una mano para conducirla al interior de la sala y ella evitó premeditadamente encontrarse con la mirada de Madden al entrar. Las gafas tintadas de rosa seguían velando sus ojos. Madden la veía ahora bajo otra luz, una luz teñida por el whisky, una especie de torvo resplandor que embrutecía lo que antes había tomado por belleza, que la hacía parecer demasiado grande, desgarbada incluso, con sus mallas apretadas de terciopelo color turquesa y sus zapatos de tacón de corcho. Todo en ella era de pronto una aberración: desde sus pies demasiado grandes hasta su ligera torpeza de movimientos y la nuez casi imperceptible de su garganta, que le daba el aire de una serpiente enorme en el acto de deglutir a algún infortunado mamífero.

Joe hijo lo miraba implorante, como si temiera que dijera algo horrible, o contara un chiste subido de tono.

– Tess, ya conoce al señor Madden -dijo-. Queríamos disculparnos por el malentendido del otro día. No sabe cuánto lo sentimos…

Tess Kincaid levantó una mano y Joe cerró la boca.

– No sé si lo dice de verdad -dijo ella-. Puede que fuera un error. Se preguntarán ustedes por qué salía con un hombre tan mayor, claro. Es natural, supongo. Ya está todo olvidado. Solo quiero ver el cuerpo de mi marido una vez más.

– Desde luego -dijo Madden, consciente de la mirada de Joe y de la ligera pastosidad de su voz, que no intentaba ocultar-. Si hace el favor de acompañarme a la mesa de autopsias, puede verlo ahora mismo.

Mientras la conducía a la mesa, fue consciente por un instante de que Joe se rascaba el sobaco y se olía rápidamente los dedos.

– He estado trabajando en él todo el día -dijo Madden- y creo que le gustará mucho el resultado. Es una de mis mejores obras, creo. Sí, eso creo.

Joe se acercó también y los tres se detuvieron ante el cuerpo tapado con una sábana. Madden dejó que pasara un momento solemne antes de carraspear y decir:

– ¿Quiere verlo ya, Tess?

Ella se subió las gafas sobre el puente de la nariz y tomó aliento.

– Sí -dijo-. Ahora es buen momento, ¿no? Déjeme verlo.

Madden dejó pasar otro momento dramático y a continuación retiró la sábana mientras observaba las caras de Joe hijo y Tess Kincaid para ver su reacción.

– Santo cielo -dijo Joe en voz muy baja. Miró hacia otro lado, cruzó un brazo sobre el pecho y se llevó la otra mano a la boca.

– Tiene buen aspecto, ¿verdad, Tess? -preguntó Madden con una amplia sonrisa. Ella también se había llevado una mano a la boca-. Bonito como un cuadro, ¿no es cierto?

De la boca de Tess Kincaid escapó un pequeño gemido. Luego se dio la vuelta y se dirigió a las escaleras. Iba sollozando audiblemente cuando llegó a ellas, y subió los peldaños de dos en dos, como haría un hombre.

– ¡Tendrán noticias de mi abogado por esto! -dijo, volviéndose-. ¡Y esta vez va en serio!

Madden miró amorosamente la cara de Kincaid: las mejillas enrojecidas por el colorete, el pintalabios aplicado al tuntún, las pestañas cargadas de rímel. No le quedaba más remedio que admitir que algunas de las pinturas con las que tenía que trabajar no estaban muy de moda últimamente, pero tenía la sensación de que eso carecía de importancia. Le había costado algún trabajo pintarle las uñas de las manos y los pies, y no había podido hacer casi nada por disimular la decoloración que se iba extendiendo por la parte de arriba de los muslos y el vientre. Quizá debería haberlo vestido.

Joe hijo se volvió hacia él. No dijo nada durante un rato.

– Está bastante guapo, ¿no te parece? -dijo Madden tranquilamente mientras limpiaba un poco de pintalabios que se había salido del labio superior del buen doctor y había manchado los bordes de su bigote.

Joe sacudió la cabeza.

– Se acabó -dijo-. Te vas de aquí. Has acabado en Caldwell. Si no has acabado tú primero con Caldwell. Si no nos has arruinado tú primero de una puta vez.

Su rictus reflejaba en silencio el del doctor: Madden le había cosido la boca y los labios en una mueca burlona, una especie de sonrisa maliciosa y torcida.

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