Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Caldwell parecía incómodo, no le gustaba que lo tomaran demasiado en serio.

– No tengo ni idea, la verdad -dijo. Se subió otra vez las mangas y se rascó el penacho de pelo-. Es posible. Pero también hay otros modos. Qué coño, yo no soy poli. Que se ocupen de averiguarlo ellos.

Madden se concentró en Carmen, pensativo. Su cabello había perdido su brillo y estaba enmarañado y embadurnado de alguna sustancia viscosa, seguramente el contenido de la poza de agua estancada en la que había sido descubierto su cadáver, junto a los bajíos del Kelvin. Madden había oído decir que la policía recibió una llamada anónima.

– Enséñeme esa llave -dijo-. Enséñeme cómo cree que lo hicieron.

Caldwell cruzó el antebrazo sobre el hueco del otro brazo, por la parte del codo.

– Ya te lo he enseñado. Es así -dijo-. Quizá.

– No -dijo Madden-. ¿Podría hacer una demostración conmigo? Quiero decir usándome como maniquí.

Caldwell se encogió de hombros y se colocó los dientes en su sitio.

– Siéntate, entonces. Puedo intentarlo -contestó, y le indicó que se acercara-. Será muy rápido, si lo hago bien -dijo-. Y sin dolor. -Se situó detrás de Madden, puso el antebrazo izquierdo cruzado sobre su tráquea y lo trabó en el hueco del codo del otro brazo.

Madden sintió en la nuca la palma de su mano derecha y luego una opresión, no pudo respirar y tosió, levantó las manos hacia el miembro que lo ahogaba, un horror súbitamente recordado se apoderó de él. Pero luego negras luciérnagas flotaron ante sus ojos y ya no hubo nada.

Se frotó la garganta dolorida. La asfixia había llegado tan rápidamente que le había producido solo un malestar sumamente pasajero. Luego había perdido el conocimiento. Era tal y como decía Joe. Luces fuera. Zas. Se acabó lo que se daba.

No tenía ninguna noción del instante en que había ocurrido. No recordaba nada.

Después, Joe se disculpó profusamente, dijo que no debería haberlo hecho, que era peligroso. Y, de todos modos, quizá no hubiera sucedido así. Madden, sin embargo, sabía que sí. No le cabía ninguna duda de que era así como se había hecho. Podía verlo suceder delante de él. La chica que caminaba por el sendero junto al río; el asaltante que salía de entre los matorrales, una mano que se cruzaba sobre su garganta. El brazo que se trababa en el hueco del codo y los ojos de ella que se volvían vidriosos antes de que tuviera tiempo de emitir algún sonido. Luego, el cuerpo arrastrado hasta la maleza, donde fue violada mientras aún le duraban los espasmos. Si tal cosa era posible. ¿Podía violarse a un cuerpo muerto? Ciertamente no era probable que ofreciera mucha resistencia.

Había sido un día muy largo y aún no había acabado, pero Madden decidió renunciar a la acostumbrada rebusca de comida en casa de sus padres y darse un festín. Se había ganado una cena a base de pescado: podía considerarlo un sustituto de su salario. Atajó hasta Dumbarton Road a través de las casas de vecinos y siguió las luces brillantes, dejando que lo guiaran hasta las patatas fritas y el bacalao rebozado. Estaba hambriento. El olor a fritura lo invadió como una ola caliente y le sonaron las tripas en señal de reconocimiento, hacía mucho tiempo que no tomaba una comida decente. Ningún hombre en período de crecimiento podía vivir indefinidamente de sobras de fiambre y galletas. Estaba muerto de hambre. Los resucitados como él, aquellos que tenían la suerte de dar otro mordisco a la manzana, necesitaban sustento. Quizá más incluso que los que aún tenían que morir por primera vez. Y, en lo tocante a muertos, se había portado mejor que la mayoría. Si alguna vez se le concedía el derecho a elegir la forma de su ejecución, aquel sería el modo que escogería. Limpio y rápido. Prácticamente indoloro. Una buena muerte.

11

Las patatas fritas estaban mustias y rancias y el aire frío de la noche había solidificado la grasa en las yemas de sus dedos cuando subió las escaleras del portal del bloque de sus padres. Retrocedió cuando salieron del edificio dos policías de uniforme. Uno era medio metro más alto que él sin contar la gorra: una altura que lo colocaba claramente en posición ventajosa. El policía le puso una mano en el hombro y aquel gesto llenó a Madden de espanto, como si estuviera a punto de ser arrastrado escaleras arriba y colgado del patíbulo allí mismo.

– ¿Hugh Madden? -dijo el policía en tono que no admitía discusión. Madden se habría dado pena a sí mismo si se hubiera visto obligado a decir: «No, agente, se equivoca usted de hombre». Pero asintió con la cabeza y procuró sofocar el impulso de gritar y echar a correr a oscuras, cojeando y sin mirar atrás. Seguiría simplemente hacia adelante hasta que se cayera por el borde del mundo-. Nos gustaría hablar un minuto contigo, hijo -dijo el agente. Tenía la cabeza grande y en forma de nabo, la nariz ancha y plana de un boxeador y las orejas de un jugador de rugby. Por su estatura y su corpulencia daba la impresión de poseer unas capacidades físicas impresionantes venidas hasta cierto punto a menos. Habría sido un atleta en la escuela, quizá demasiado aficionado ahora a su pinta de cerveza y su empanada.

El hombre más bajo que iba con él (obviamente, el que mandaba) se apoyó contra el capó del coche de policía mientras fumaba un cigarrillo. No había dicho nada aún, pero saltaba a la vista que intentaba producir cierta impresión.

– Sí, agente -dijo Madden. No costaba nada ser amable-, ¿en qué puedo ayudarles?

El más bajito tiró la colilla de su cigarrillo y la pisó.

– Nos preguntábamos si te apetecería dar una vuelta con nosotros, Hugh -dijo al tiempo que abría la portezuela de atrás del vehículo y le hacía una seña para que entrara. Madden notó que el asiento estaba cubierto de cajetillas de tabaco y botellas vacías. En la etiqueta de una botella se leía: «India Pale Ale».

– Tengo que estar pronto en casa de mi madre -dijo Madden, y al instante se dio cuenta de lo patético que parecía. A fin de cuentas, ya no tenía diez años.

– No te preocupes por tu mamá, hijo -dijo el alto con una sonrisa-. Seguro que no le importa que nos ayudes en nuestras investigaciones.

Madden montó en el asiento trasero del coche y apartó con desagrado los paquetes vacíos y las botellas. El policía grandullón se sentó en el asiento del conductor y el más bajo, cuya cara cruzaba una fea cicatriz entre el pómulo y la quijada, ocupó el asiento del acompañante. Madden esperó a que uno de los dos dijera algo. El bajito se volvió desmañadamente en el asiento.

– Bueno, Hugh -dijo, sonriendo con aire serio pero afable-, ya habíamos estado antes en casa de tu madre, pero debimos de perderte por los pelos. Da la casualidad de que al final dio lo mismo. Ya sabes por qué queríamos hablar contigo, ¿no?

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Madden.

– Estábamos investigando el asesinato de una conocida tuya -dijo el de la cicatriz. Madden se removió en su asiento: le picaban las piernas y las nalgas-. Solamente somos parte interesada, señor Madden. Tenemos ciertas pistas que seguir, cierta información…

El de la cicatriz parecía a disgusto en su uniforme de policía; la gorra, antes de que se la quitara para embutirse en el coche, le caía demasiado baja sobre las orejas y el bigote, que se había dejado crecer en un intento evidente por disimular la desfiguración de su cara, era ralo y estropajoso.

Se inclinó hacia Madden y lo miró con intensidad. Madden deseó por una vez estar arriba, en casa, encerrado a salvo en su habitación, con sus mapas y sus dibujos anatómicos y sus ratas, o recibiendo aún el sermón de Caldwell al amparo del cuarto frío. ¿Dónde estaba Gaskell? ¿Dónde estaba todo el mundo? Tenía ganas de llorar, el nudo se iba tensando en torno a su cuello.

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