Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Madden lo miró, se preguntó si se esperaba de él que dijera algo o no, y llegó a la conclusión de que sí.

– Entonces, está diciendo que estos instrumentos son… ¿qué?

– Muy sencillo -contestó Caldwell con suavidad-. Estas herramientas, fuera cual fuese su uso en el pasado, son herramientas igualitarias. Son una historia perdida. Mientras los nobles mataban y mutilaban, estas herramientas se usaban para una buena causa: en nombre del aprendizaje y de la ciencia, beneficiaban a todos, aunque ellas no lo sintieran (y, en mi opinión, no lo sienten). Y aunque sean instrumentos muy toscos comparados con la espada del samurái, son infinitamente más preciosos y bellos por su simplicidad. No están grabados, ni decorados. Hoy en día se fabrican por millares, pero aun así… aun así…

Caldwell miró pensativamente las cizallas y volvió a dejarlas en el armario.

– Estas cosas son un tesoro. Y no hay más que hablar.

Suspiró y paseó la mirada por la habitación, aunque por su expresión resultaba imposible saber si se enorgullecía de los pertrechos del negocio que había fundado (y que en aquellos tiempos, en los que Joe hijo no había aparecido aún en escena, se llamaba simplemente «Servicios funerarios Caldwell») o si sentía una insatisfacción difusa por la vida que le había tocado en suerte. Madden se preguntaba si aquella extraordinaria perorata no sería en realidad una especie de justificación que Caldwell sentía la necesidad de hacer ante sí mismo, una letanía que repetía a quienquiera que se prestara a oírla: un discurso que, más concretamente, venía a decir: «No soy lo que crees que soy». Sus ocurrencias, sus bromas bastardas, eran quizá su forma de encarar el comercio siniestro al que se dedicaba, y los iconos del cuarto frío eran elevados a una nueva significación por su deseo de cumplir con su tarea y, por tanto, de dotar de sentido su existencia. Madden comprendió entonces que, pese a sus modales, Joe padre tenía el alma de un romántico, aunque fuera un romántico proletario. En cuanto a sí mismo, Madden ignoraba si estaba de acuerdo con Joe padre o no. ¿Eran los servicios funerarios una ocupación propia de la clase media? Seguramente no: el trabajo era demasiado práctico. Se trataba casi siempre de una labor manual, estaba convencido de ello. Así que Joe tenía razón.

– Bueno -dijo Joe-. Así que aquí es donde hacemos las autopsias y el embalsamamiento, aunque no hay tanta demanda de esas cosas como podría pensarse. La mayoría de la gente quiere el ataúd cerrado. Pero, de vez en cuando, te viene uno que quiere echar un ojo al muerto. Las mujeres y eso, los hijos y las hijas. Así que hay que poner un poco de atención. Los cadáveres los tenemos ahí, en ese almacén del fondo. -Hizo una seña a Madden y abrió la pesada puerta, cerrada con llave.

– Tiene que estar entre nueve y cinco grados y medio. Ése es el límite, y te aconsejo que no te olvides de cerrar bien la puerta cuando acabes aquí. Hace uno o dos años tuve un ayudante que se dejó la puerta abierta un par de noches. Y algunos cadáveres se… eh… infestaron un poco.

– ¿Se infestaron? ¿De qué? -preguntó Madden.

Caldwell se rascó la cabeza y movió la mandíbula.

– De gusanos -dijo-. De gusanos, principalmente.

– Ah.

– Los cuerpos tienen que estar tendidos horizontalmente sobre las repisas -prosiguió tranquilamente-. Con un bloque de madera debajo de la cabeza. Después, se les echa una sábana limpia por encima y ya está. Uno encima del otro.

Madden vio un par de cadáveres allí dentro.

– Pero aquí nunca hay mucho lío -dijo Caldwell-. Ya te digo, se les limpia el culo y se los vuelve a sacar. Aunque ahora mismo tengo uno para una autopsia. ¿Quieres echarle un vistazo?

– Ah, sí -dijo Madden, más interesado-. ¿Quién es?

Caldwell se acercó a un cajón del armario y sacó una carpeta. Pasó las páginas, se puso el bolígrafo detrás de la oreja y canturreó un poco.

– Uno reciente -dijo-. Llegó hace un par de días. Está allí, en aquella repisa. Eso es, puedes sacarlo. Sí. Retira la sábana.

Madden hizo lo que le decía.

Caldwell se acercó y ambos miraron la cara desdibujada del cadáver.

– Sí. A esta la mató alguno -dijo Caldwell-. La policía la tuvo unos cuantos días, para las pruebas forenses y todo eso. Suele llevarles una tarde o así, pero a esta la asesinaron. A veces se quedan los cuerpos hasta que están a punto de reventar. Un poco flacucha, para mi gusto. Pero guapa, la chica. Dulces sueños, pajarito -dijo, y miró a Madden-. Creía que ibas a aguantar -añadió-. ¿Vas a potar o qué?

Madden negó con la cabeza.

– Estoy bien -dijo-. Es solo que… la conocía.

– ¿Ah, sí? -preguntó Caldwell, levantando las cejas, y volvió a subirse las mangas.

Madden asintió, pero declinó añadir nada más. El cuerpo de la repisa pertenecía a una chica italiana de segunda generación cuya familia era posiblemente de la zona de Barga, emigrantes, dueños de una cafetería en la costa oeste. En Ayr, en Troon, en algún sitio así.

Caldwell dijo que le explicaría algunos rudimentos: podía quedarse con él a echar un vistazo a aquel caso de asfixia. Se refería, por supuesto, a Carmen Alexander. El patólogo de la policía le había dado ya un repaso, naturalmente, le dijo a Madden, que escuchaba con admiración asqueada sus explicaciones sobre la autopsia. Carmen ostentaba ese rictus del que Madden había oído hablar muchas veces, pero que solo había visto en una ocasión.

No era una visión agradable. Ya no. Las encías, de las que tanto se avergonzaba, se habían vuelto de un tono azulado, y los labios estaban tensados hacia atrás. La lengua no sobresalía, como en el caso de un ahorcado o un ajusticiado por garrote vil, sino que estaba limpiamente metida dentro de la boca, escondida casi con timidez. Quedaba en su rostro, sin embargo, cierto resto de belleza. El espectro de una hermosura perdida ya, solo una sombra en alguna parte, junto a los ojos o la frente. En sus puños, cruzados sobre el pecho y lastimosamente apretados.

Estaba desnuda. Madden miró sus pechos, las grandes areolas rosadas de sus pezones, sus puntas erizadas. Bajo la superficie de su piel se perdían venas de un azul pálido, como ríos subterráneos. Madden empezó a sudar. Intentaba no verla, pero la imagen estaba ya allí:

Cogida por los brazos, sus boqueadas y sus gemidos acallados ya eternamente.

Madden no pudo evitar mirar su vello púbico, y se sorprendió de que no fuera castaño o rubio, ni siquiera pelirrojo. Pero era lógico. El color de su pelo era de bote. El vello de entre sus piernas delataba sus orígenes mediterráneos tan claramente como su apellido. Sin embargo, se había cambiado el apellido por Alexander. Era sorprendente, por tanto, que no se hubiera molestado en llevarlo todo a juego.

– ¿Ves dónde han hecho la incisión? -dijo Caldwell. No se había molestado en vestirse para la ocasión: la autopsia ya estaba hecha. Solamente se la estaba explicando a Madden. El cadáver iba a ser embalsamado, y el ataúd estaría abierto: Carmen había sido una chica muy guapa. Sus padres querían darle el último adiós. Además, eran católicos, dijo Caldwell. Los católicos se inclinaban más por los ataúdes abiertos y los velatorios públicos. Y, como solo era una niña, le harían alguna ceremonia especial en la universidad donde estudiaba. Una vergüenza, la verdad. A Caldwell no le sorprendería que se presentaran cientos de personas, gente que nunca la había conocido en vida.

– Esas cosas pasan -dijo-. Cuando la palma un chaval, se presenta todo dios.

Por eso, en parte, no la habían enterrado aún: aquellas cosas había que organizarías decorosamente, dar a todo el mundo ocasión de ir a echar un vistazo. Bueno, por eso y por el forense de la policía.

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