Madden volvió a asentir con la cabeza. Empezaba a hacerse a la idea. En todo caso, estaba más cualificado para aquel trabajo que la mayoría de los candidatos que se presentaran al puesto. Y hasta podía ser divertido.
«Hace falta un interés especial en los muertos para trabajar en un sitio como éste», le había dicho Joe Caldwell padre después de la entrevista. Su parsimonia resultaba desagradable. Era como si siempre estuviera esperando que ocurriera algo más importante. Quizá a que la gente se muriera, aunque Madden revisaría más adelante esta opinión. Caldwell medía el tiempo por los minutos que pasaban entre sus delgados cigarrillos liados a mano. Casi se veía el lento discurrir de los segundos por su cabeza, la conciencia de cuánto tardaban en pasar los días que iban desgastándolo, la tosca frente eternamente preparada para que el reloj que no necesitaba (tal era su habilidad para contar el tiempo) marcara el paso de otro segundo doloroso.
Madden, dijo, había pasado la entrevista con nota. El mejor candidato al que había entrevistado, y también el único.
– A la mayoría de la gente no le gusta este trabajo -dijo-. Tenemos mala reputación. He tenido aprendices que echaban la pota. Tú no te marearás, ¿no?
Miraba furtivamente a Madden, que negó con la cabeza.
– Sí, bueno. Eso ya lo veremos, ¿eh? -Caldwell padre se subió las mangas de la americana de director, que le venía grande, y dejó que volvieran a resbalar por sus brazos tatuados.
Madden intentaba reponerse aún de la brevedad de la entrevista, que había transcurrido más o menos así: «¿Tú eres el que quiere ser aprendiz? ¿Sí? ¿Cuándo puedes empezar?»
Una vez despachadas las formalidades, Caldwell lo llevó a recorrer lo que ahora se llamaba «el cuarto frío». Era bastante viejo, dijo, pero funcional. Además, el trabajo era dinero regalado.
– Los metes aquí, les limpias el culo y vuelves a sacarlos -dijo-. Y listo. Aunque a veces te tocan algunos hechos polvo. Yo he llegado a tirarme aquí un par de días, cosiendo y dando puntos. Siempre hay gente así de egoísta.
Madden no sabía qué quería decir.
– ¿Cómo? -preguntó.
– ¡Bah! Lo mejor es que se mueran en la cama, o en el hospital. Esos suelen estar de una pieza. Pero luego están todos esos cretinos que se caen de los andamios. -Le guiñó un ojo-. He perdido la cuenta de los que se caen de los andamios -añadió. Luego se subió las mangas torvamente y volvió a dejarlas caer. Tenía una buena mata de pelo gris, con una especie de penacho por delante, aunque Madden no adivinaba qué edad podía tener-. Los quemados también tienen lo suyo -dijo-. Un abuso, eso es lo que es. Esperar que yo me las vea con eso. ¿Sabes cuál es mi lema, hijo? No, claro. Mi lema es: si el cretino está ya quemado, a la hoguera con él. -Se rió con un silbido lento, como si nunca se cansara de oírse decir aquello, y Madden se fijó en que la parte de arriba de su dentadura postiza se deslizaba un poco cuando se reía, de forma que Caldwell tenía que mover bruscamente la mandíbula para colocarla en su sitio.
Madden sonrió demasiado tarde, como de costumbre.
– Total, ya que están achicharrados, que los quemen, ¿no?
Madden sonrió otra vez, no del todo convencido de que fuera lo correcto. Se estaba preguntando si habría algo más que aquel viejo lunático pudiera enseñarle. Seguramente muchas cosas.
– Bueno -dijo Caldwell-. Hay otro chaval que viene media jornada, un tal Teuchter, estudiante, como tú, así que somos tres. Esto es muy importante. -Levantó una lata vieja para guardar té a granel-. Ésta es la lata del dinero para el té. Todos aportamos algo. Esta semana me toca a mí, así que invito yo. ¿Qué te apetece?
– ¿De beber?
– Eso he dicho, ¿no?
– Eh, té, por favor. Si se va a hacer usted una taza.
– Yo no voy a hacer nada. El nuevo eres tú. Así que empieza con la tetera.
Lanzó a Madden otra larga mirada.
– Era una broma. -Guiñó un ojo-. Ten -dijo, y se sacó del bolsillo de la chaqueta una botella de cuarto de litro-. Esto asienta el estómago. -Dio un tiento a la botella y se la pasó a Madden, que también bebió, aunque no le hacía gracia la idea de compartir ningún espacio bucal con aquel sucio personaje.
– Por nosotros -dijo Caldwell. Después cogió la botella otra vez y se la llevó a los labios-. Son cuatro gatos y están todos muertos.
Joe Caldwell padre era un verdadero pozo de información dudosa, opiniones, conjeturas, mitos y datos por contrastar. Poseía cierta clase de genio como receptáculo de disparates apócrifos y sin gracia. Era entretenido en pequeñas dosis y administraba su sabiduría en cantidades del tamaño de pepitas, a lo largo de muchos años. Madden se puso una bata y, como no supo ofrecer ninguna excusa razonable para no empezar a trabajar en el acto, se unió a Caldwell inmediatamente después de la entrevista. Aquel primer día, en el cuarto frío, Caldwell guardó silencio. Pisaba con sigilosa reverencia y la brutalidad despreocupada de su forma de hablar y de sus actos parecía reconcentrada por la atmósfera de aquel lugar, semejante a la de un templo. Mostró a Madden la sala y le indicó con voz queda dónde estaban los armarios de los utensilios, el fregadero, el lavabo y la mesa para autopsias (una mesa excelente, de acero inoxidable, hecha a medida: el objeto más moderno del establecimiento). Caldwell pareció sentir la necesidad de poner las manos sobre ella y miró a Madden con una especie de sonrisa culpable, como si lo hubieran sorprendido robando dinero de su propia lata de té. Todas aquellas mesas tenían cuatro rasgos en común, dijo en voz baja mientras sus manos revoloteaban sobre la superficie inmaculada de la mesa. Alargó luego el brazo como si fuera a coger un melocotón particularmente suculento del árbol de un huerto vecino, y volvió a retirarlo.
– Están las dimensiones, muchacho. Todas las mesas miden lo mismo: dos metros quince de largo por… ¿a que no lo adivinas? Uno con cinco de ancho. Uno con cinco, imagínate. ¿Tienes idea de por qué? -Caldwell se rascó el penacho de pelo, se subió las mangas y dejó al descubierto el azul desvaído de sus tatuajes marineros.
– No -dijo Madden-. ¿Por qué un metro cinco? ¿Por algo en particular?
– Ni puta idea -respondió Caldwell-. Creía que tú podrías decírmelo; como vas a la universidad y todo eso…
Madden sacudió la cabeza. No había nada en su limitado conocimiento del temario de la facultad que explicara por qué aquellas mesas medían lo que medían. Con dos metros quince había de sobra para un escocés medio. Aunque supuso que, si les llegaba algún noruego, quizá tuvieran problemas.
– Creo que es por las gordas -dijo Caldwell-. Para pájaros más anchos de lo normal y eso. Para que no rebosen por los lados. Claro que yo también estoy bien alimentado. -Arrugó el ceño y se puso a buscar su botella. Madden declinó el ofrecimiento-. Mi mujer, esa sí que estaba bien gorda. Rolliza y eso… ya sabes…
Trazó una especie de silueta en el aire mientras buscaba la palabra o la frase justa.
– ¿De formas generosas? -dijo Madden.
– Eso mismo. De formas generosas. A mí me gustan así. Que haya donde agarrarse, ¿eh?
Madden le dio la razón. No solo parecía lo correcto, sino que aquella opinión tampoco estaba muy lejos de la suya. Una mujer debía ser gorda, o al menos no flaca. Una mujer malnutrida podía ser proclive a la enfermedad o el agotamiento, podía enfermar y morir, y entonces, ¿quién cuidaría de los niños? No estaba seguro de qué había de verdad en sus convicciones, pero estas tenían a su favor el basarse en la lógica y la ciencia. Además, era lo que creía su padre, y, con independencia de las otras cosas que pudiera sentir por la hembra de la especie, Madden sentía que, en aquel aspecto, su padre tenía razón. Las mujeres flacas, decía su padre, eran «afeminadas». Parecían chicos. «Masculinas», se abstenía de decir Madden, «las mujeres flacas parecen masculinas».
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