Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– ¿Dónde has estado? -preguntó su madre mientras sacaba brillo a un plato con un paño de cocina. Su cara tenía el mismo aire herido que de costumbre, y el pelo, castaño y canoso, le caía en mechones escapados del moño prieto en que se lo recogía. Madden pasó a su lado cojeando, entró en la cocina y se sirvió un vaso de agua del grifo. Se bebió el agua fresca a sorbos, no engulléndola, sino deteniéndose entre traguito y traguito como si quisiera recordarse su sabor.

– Tuve un accidente -dijo con el vaso en la mano-. Me hice daño en el pie. -Levantó unos centímetros la extremidad vendada, a sabiendas de lo tonto que debía de parecer con el vendaje blanco y almohadillado, por cuyo extremo asomaban los dedos de su pie. Su madre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Dónde está papá? -le preguntó él.

– Ha salido.

– ¿A buscarme?

– Al bar.

– Ah.

– Pensó que debías de haber matado a alguien y te habías escondido -dijo ella mientras seguía pasando el paño alrededor del plato con un chirrido.

Madden bebió más agua.

– Lo pensó después de que viniera la policía.

Madden se quedó callado, a la espera de que se le presentara una solución. El paño seguía rechinando alrededor del plato.

– ¿Has matado a alguien, hijo? -le preguntó ella.

– No. Tuve un accidente, ya te lo he dicho.

– Sí, te hiciste daño en el pie. Ya lo veo. ¿Qué te pasó?

Madden dejó el vaso.

– ¿Cuándo estuvo aquí la policía? -preguntó-. ¿Qué querían?

Su madre cogió otro plato del escurridor.

– Dijeron que querían hablar contigo. Con relación a un asunto muy serio. ¿Te has metido en un lío?

– ¿Qué asunto? -Madden sentía en el pecho un vago agarrotamiento; el latido palpable de su corazón-. ¿De qué querían hablar conmigo?

– ¿Has ido a algún sitio adonde no debías ir, Hugh? Eso es peligroso. Ya lo sabes. No debes ir a ninguna parte con extraños. Fue una de las cosas que te enseñamos cuando eras pequeño. -Su madre soltó de pronto una risita y se tapó con la mano los dientes ennegrecidos-. Ya sabes -dijo-. Las niñas sin pololos no deben subirse a los árboles… ¿Te has subido a un árbol, Hugh? ¿Has estado be-su-que-án-do-te con alguien?

El agarrotamiento empeoraba; se iba extendiendo a sus labios, a sus músculos faciales.

Su madre se tambaleó levemente al colocar el plato en el escurridor.

Madden dio un paso hacia ella, la agarró por las solapas y la zarandeó con fuerza.

– ¿Dónde está? -dijo, y su madre se deslizó hacia el suelo, bajo él. Se negaba a registrarla: se quedaría allí hasta que le diera la botella- ¡Dámela! -dijo, y ella empezó a reírse otra vez-. Dámela, mamá. -El pie le dolía ahora, sentía su pálpito-. Mira -dijo con toda la calma que pudo-, dame la botella antes de que venga papá. Ya sabes lo que pasa si te encuentra así. Ya lo sabes.

Ella se sentó en el suelo, encogida, con las rodillas al aire.

– Tu padre tenía razón, ¿sabes? -dijo sin hacerle caso-. Eres un… un afeminado…

Madden sintió que la rabia saltaba a su frente. La miró y soltó su delantal para que se deslizara por completo hasta el suelo. Estaba temblando. Cogió un plato del escurridor y lo sostuvo sobre su cabeza.

Ella miró el plato y empezó a reírse otra vez.

– Vamos -dijo, sobria de pronto-. ¡A que no te atreves!

Madden temblaba. El plato temblaba también. Lo sostenía sobre la cabeza de su madre y ella clavaba sus ojos en él, despreocupada del plato, y sus ojos lo desafiaban. Madden podía hacerlo; podía golpearla con el plato. Habría sido una solución. Pero lo bajó lentamente, hasta que quedó colgando de su mano, a su lado.

– Espera a que vuelva tu padre -dijo su madre con bastante calma-. Espera y verás.

Madden se apartó de ella y se acercó a la ventana de encima del fregadero. Algo dentro de él se precipitaba hacia la oscuridad, sin ver nada.

– ¿Qué quería la policía? -preguntó, con el cuerpo apoyado sobre la pila de loza-. ¿Para qué querían verme?

Ella se agarró al armario con una mano, estiró una pierna, se impulsó hacia arriba y empezó a levantarse. Madden vio lo pequeña que se había vuelto la habitación: en otro tiempo había sido para él del tamaño del mundo. Había sido una inmensa caverna, la habitación más grande de todas. Allí, detrás de su madre, estaba el entrante de la pared que una vez había sido su lugar de recreo. Era un entrante muy pequeño y la mesa grande que lo ocupaba (heredada de un vecino de aquel mismo portal, ya muerto) hacía que pareciera casi minúsculo. Eran tan generosos los muertos, tan considerados. Madden se preguntaba si habrían conseguido todos los muebles de la casa del mismo modo. Posiblemente. Un día, su madre se fue a pedir una taza de leche y volvió con una mesa de caoba. Una ganga. La leche, sin embargo, faltaba. Los demás vecinos debieron llevarse lo que quedaba de los despojos.

– Querían hablar contigo -dijo otra voz. Madden se dio la vuelta. Era su padre. Estaba de pie, con la gorra todavía puesta, más grande que cualquier otra cosa que hubiera en la cocina, a pesar de su estatura. Su madre se puso a trastear por allí con nerviosismo-. Querían hablar contigo sobre un asunto policial -dijo su padre-. La desaparición de no sé quién.

– Trae, deja que te quite la chaqueta -dijo su madre, cuya cara se había puesto muy colorada-. Ay, está empapada…

El padre de Madden la miró con furia y le apartó la mano cuando intentó desabrocharle los botones.

– ¡Déjalo! -dijo.

Madden se encontró sin nada que decir. Su padre fijó la mirada en él y él no pudo hacer otra cosa que bajar los ojos y quedarse mirando su pie herido.

Su padre lo miraba con ira apenas reprimida.

– Te hace gracia, ¿eh? -dijo-. ¿Te divierte que la policía haya venido a mi casa (¡a mi propia casa!) a hacerme preguntas sobre mi hijo (¡mi puñetero hijo!) en mi propia casa?

Madden no tenía respuesta. Se estaba imaginando un zapato, plantado como una bandera en un palo clavado en tierra, y se distraía observando los dibujos del cuero troquelado.

– ¡Di algo! -gritó su padre, dándose una palmada en la pierna. Tenía el cuerpo rígido y tieso como un sargento de instrucción en un desfile.

– Ay, papá, no pasa nada… -dijo su madre.

– ¡Cállate! -bramó él a menos de un palmo de su cara. Madden y ella dieron un leve respingo. Ella se quedó callada en el acto. Su padre alargó el brazo de pronto y la cogió, tiró de su delantal y ella retrajo los brazos para defenderse y forcejeó con él por la posesión del objeto que escondía, pero él era muy fuerte. Encontró la botella pequeña y chata. Quedaba en ella poco más de un dedo de ginebra. El semblante de su madre se hundió, derrotado. Se llevó las manos a la cara y se la tapó como si fuera una niña jugando al «cucu tras». No lloraba.

– Vete a la cama, mamá -dijo el padre de Madden-. Vete a la cama ahora mismo.

Ella se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró calladamente la puerta a su espalda. El padre de Madden lo miraba y respiraba trabajosamente por la nariz. Durante largo rato, se quedó allí parado, respirando. Cuando volvió a hablar, su voz sonó firme y parsimoniosa.

– No me importa lo que hayas hecho, ni dónde hayas estado, ¿me entiendes, hijo? Me trae sin cuidado. Pero no permitiré que traigas otra vez a la policía a mi casa. No lo permitiré. ¿Entendido?

Madden asintió con la cabeza.

– Ésta ha sido la primera y la última vez. Así que te doy un mes. -Esperaba, al parecer, que sus palabras surtieran algún efecto visible sobre Madden.

– ¿Un mes? -repitió éste, perplejo.

– Un mes -dijo su padre, y solo entonces se quitó la gorra y comenzó a desabrocharse la chaqueta-. Después, te quiero fuera de aquí.

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