Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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Algo más calmado, sube por la rue des Chrétiens hallando un vago alivio en la familiaridad de la calle, en la perspectiva recobrada de un espacio recorrido cientos de veces que, sin embargo, ahora se le presenta desenfocado por una transparencia movediza, como de humo. Tiene que avanzar pegado a las paredes para mantener el equilibrio. Su corazón late tan despacio que los veinticuatro escalones que lo separan de su apartamento se le antojan un intervalo inalcanzable. Hace acopio de todas las fuerzas que le restan y los asciende despacio, apoyándose en la barandilla, respirando irregularmente. Antes de introducir la llave en la cerradura, ve una raya amarilla de luz bajo la puerta, permanece inmóvil sólo un instante. El tiempo de saber que esa noche, al menos, no va a estar solo.

En el sillón, con el pelo suelto sobre los hombros y un cigarrillo y un libro entre las manos, Elsa Quintana lo mira sobresaltada con un gesto de alarma, que le agranda las pupilas y le hace llevarse las manos a la boca para reprimir el susto. «Dios mío», dice mientras él cierra la puerta a su espalda.

XXI

Ismail, Umbarak y Bin Kabina se mojan las manos y la cara con el agua de una cantimplora, la sorben por la nariz y se introducen los dedos mojados en los oídos. Después de las abluciones barren con el antebrazo una porción de arena, antes de inclinarse y arrodillarse hasta alcanzar el suelo con la frente, en dirección a La Meca, con el rostro vuelto hacia la neblina púrpura que perfila el cielo por el este. Recitan sus oraciones despacio, de forma ritual, como si fuera un cántico:

-¡Allahu ak bar! ¡Aschahahdu amia la ilaha ila Allah! [1]

Al final de cada verso el murmullo de la plegaria adquiere una tonalidad monótona, un sonido sordo que recuerda a cuando alguien está moliendo café en un mortero de cobre. Les rodea el silencio del desierto. A pocos metros del campamento se extiende la depresión de Iyil, una gran planicie de sal blanca y uniforme que daña los ojos como un campo de hielo. La hondonada principal está completamente seca, el nivel esporádico de relleno sólo se adivina por el cerco negro azulado que han dejado las aguas y por el depósito de sedimentos en la orilla, requemados ahora como ceniza. Hacia el sur se elevan cinco dunas de color yeso, las más elevadas de unos ciento veinte metros de altura, con los gradientes muy socavados. Hacia el oeste la tonalidad de la arena es más benigna y el escenario parece menos estéril. Garcés señala a su izquierda unos tríbulos secos como esqueletos.

– ¿Ves esa zahra?

– Parece completamente muerta -responde el teniente Arranz tocando con la punta de los dedos el leño quebradizo de la planta.

– Pues no lo está. Se necesitan muchos años de sequía para matarla. Bastaría con que cayeran unas gotas para que en unos días se volviera completamente verde y cuajada de ramas.

Garcés extiende la mirada por el paisaje de aspecto curiosamente ártico que los circunda.

– No ha debido de llover nada en todo el año -dice.

Con ayuda de una pala excava un agujero en la arena, para descubrir hasta dónde había podido calar la humedad, pero decide abandonar después de haber profundizado unos noventa centímetros sin encontrar ningún rastro.

El cielo tiene la palidez finísima de la madrugada. Bin Kabina da un tirón a las cuerdas y las paredes de la lona caen replegadas como la vela de un barco. Cada uno de los miembros de la expedición está atareado en alguna faena: cosiendo un parche al desgarrón de una tienda, limpiando los rifles, trenzando las fibras de saf que habían machacado la noche anterior, cargando las provisiones en la parte trasera de las camionetas, colocando los instrumentos cuidadosamente en las cajas: el contador Geiger, los termómetros diferenciales, dos brújulas, un sextante para las mediciones de coordenadas y un barómetro aneroide. Garcés es el encargado de realizar el trazado cartográfico y cronológico de la ruta. Sentado frente a la hondonada, con un cuaderno apoyado en las rodillas, va dibujando diversos croquis topográficos, consignando los aspectos más relevantes de lo que se ve a derecha e izquierda. Anota el itinerario, la latitud y longitud aproximada, los accidentes del terreno con la altura barométrica, hora y minuto de la observación, para después poder llevar al papel el alzado a escala 1/250.000.

La charca parece haber alcanzado en su momento de máxima cobertura una longitud de doscientos cincuenta metros y una anchura de treinta y cuatro - escribe en su diario de expedición-. En la cara sur de las dunas, sobre el suelo de yeso, localizamos un pozo poco profundo, medio oculto por arena en la boca, que puede ser una de las fuentes que alimenta el lago. El agua es salobre: sulfato de magnesio mezclado con calcio y sal común. En el centro de la depresión, junto a una zanja incrustada de cristales salinos encontramos otro pequeño manantial de agua más fresca, pero ni rastro del pozo dulce.

Cuando los vehículos se ponen en movimiento, en medio de un zumbido de motores, las crestas de las dunas comienzan a relumbrar tomando prestados los colores del sol naciente que empieza a siluetarse como un disco rojo aún muy débil. Tardan varias horas en atravesar un terreno llano de ser ir, agrietado y surcado de pequeñas zanjas. Van muy despacio para no dañar las ballestas de los coches. Hacia el mediodía el calor es tan intenso que las partes metálicas de las carrocerías no se pueden tocar con la mano desnuda. El suelo se hace más blando conforme avanzan y los camiones van dejando detrás una polvareda cuajada de partículas que brillan como esquirlas de oro.

Al atardecer llegan al poblado de Takjit, pequeñas cabañas en forma de cúpula, grupos de chozas construidas con hojas de palma, los rayos del sol sesgando las nubes alzadas por los rebaños de cabras a su regreso. Un grupo de niños juega en el suelo colocando excrementos de camello en pequeñas cuadrículas que forman una especie de tablero. Ismail y Umbarak caminan delante del grupo entre las miradas curiosas. Poco después todos los miembros de la expedición están acuclillados en círculo, descalzos, junto a varios hombres del poblado, bajo el baldaquino de una tienda. El jeque es un anciano de barba canosa que con gran parsimonia se dispone a llenar de kif una pequeña pipa sin mango tallada en piedra blanda. La enciende con pedernal y da tres profundas caladas antes de pasársela a Garcés que está sentado a su izquierda.

– ¿Qué noticias traéis? -pregunta el anciano.

– Las noticias son buenas -responde Ismail.

Independientemente de lo que hubiera que contar, esa era siempre la fórmula para iniciar la conversación con cualquier visitante, tan invariable como una letanía religiosa.

– La tierra se está volviendo vieja como el humo. No hay forraje y tenemos que cubrir grandes distancias con los camellos para abrevarlos.

Ismail traduce al español con gran solemnidad las palabras del jeque. Después en árabe explica que en el trayecto recorrido desde Iyil, no han encontrado huellas de órice, ni han visto saladillos en las dunas, ni relámpagos en el cielo. Lo que equivale a decir que deberán buscar los pastos en otra dirección.

Después de escuchar esto, el anciano habla de una razia de bandidos sobre una caravana de mercaderes acaecida hace cuatro meses.

– Tenéis suerte de estar vivos -dice-, ya que los hombres de Al-Mukalla no habrían dudado en mataros de haberos encontrado en las arenas.

Garcés piensa en lo rápidamente que los cambios que acontecen en Europa están invadiendo aquella parte olvidada del mundo, sometiéndola a una inseguridad añadida. Durante siglos el mundo occidental apenas se había interesado por el desierto, sin embargo ahora las bandas que recorrían ese territorio vasto y silencioso iban equipadas con fusiles ametralladores cuya descripción respondía a los MG 15 del ejército alemán. Algunos nómadas estaban entrando al servicio de jeques ambiciosos o de gobiernos que los utilizaban como soporte para mantener su posición en la competencia por el apoyo de las tribus. ¿Quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados en ese territorio nunca sujeto por piedras? Los proscritos viajaban libremente entre las aldeas, imponiendo peajes, seguros de una hospitalidad obligada que estaba en proporción a su fuerza. Hacía menos de dos semanas que los pastores habían divisado desde un montículo un aeroplano que dejaba tras de sí pequeñas nubes blancas.

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