Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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Las oficinas de la Bland Line que cubre el trayecto entre Tánger y Gibraltar se encuentran en la dársena número nueve. El viento del sudoeste ha cesado desde la puesta de sol y el mar es una lámina quieta. En los alrededores del malecón la oscuridad resulta menos intensa por el resplandor de algunas lámparas de queroseno: casetas pardas con los tejados de hojalata, terraplenes en construcción, tuberías de cemento, planchas de hierro oxidadas, cajas mal apiladas junto a las paredes de los hangares cubiertas de redes verdes y azules rematadas en pequeñas boyas de corcho. Todo impregnado de olor a pescado y aceite de engrasar. Kerrigan se da cuenta de que la humedad de la espera ha agrietado con marcas de salitre la piel de sus zapatos. Avanza sobre un pavimento de raíles curvados, hasta llegar a un edificio de ladrillo en forma de L. Se detiene ante la puerta, acaricia suavemente el pomo tratando de detectar el punto exacto en el que está atravesado el pestillo e introduce una lima por el agujero de la cerradura hasta hacer saltar las astillas de madera. Encaja dos dedos por el hueco arañándose los nudillos y con un movimiento cauteloso logra levantar la presilla de hierro. Dentro el armazón metálico de una taquilla brilla como azufre a la débil luz de la linterna. El periodista repasa los anaqueles uno por uno hasta que repara en un grueso dossier identificado con una etiqueta adhesiva: Spaniens Wirtschaftskräfte. Extrae cuidadosamente la carpeta y alumbra las páginas interiores con impaciencia. En el margen superior de las hojas apaisadas de papel amarillo pautado reconoce el sello de la balanza que identifica la firma Moses Hasssan. Son recibos dirigidos indistintamente a T. Hoffman o K. Wilmer o H &W S.A., en Hamburgo, Berlín y Tánger. Examina las cifras y los números de registro que figuran en la columna correspondiente a importaciones. Junto a cada apunte hay una marca oblicua a lápiz y a pie de página: pedido confirmado por T. H. o K. W .y la fecha. Piensa que lo que está viendo corrobora definitivamente lo que Ismail le había insinuado respecto a que el principal cometido de la firma marroquí consistía en gestionar la financiación del comercio extraoficial con Alemania realizado desde Tánger y asumir la fluctuación del cambio y los riesgos crediticios aceptados por la empresa H &W sobre el material exportado irregularmente.

Pero lo que no acaba de entender es el papel que juega Gran Bretaña en todo el asunto. Entre los numerosos legajos grapados a la cara interior de la tapa, llama su atención un papel de fotocalco escrito completamente en inglés. Se trata de un informe confidencial realizado por técnicos británicos de la Sociedad de Metales No Ferruginosos sobre el potencial en expansión de la minería española del wolframio, bismuto, mercurio y antimonio. Kerrigan se permite un respiro para reflexionar. La única explicación que se le ocurre es que, ante la dificultad para el cobro en efectivo de los pedidos, el gobierno alemán haya decidido evaluar si las reservas mineras podían justificar la extensión de un crédito sobre las mismas y, para no levantar sospechas, hubiera pedido el informe a la agencia inglesa. Y quién sabe si esos y otros informes habrían servido a los ingenieros alemanes para confeccionar los diagramas de las nuevas bombas que habían estado llegando durante los últimos meses al puerto de Tánger. En algún lugar de la ciudad se ocultaba aquella fuerza dormida condensada en cilindros de ácido pícrico que al liberarse por efecto de una detonación harían explosionar la carga de TNT, amatol y polvo de aluminio. Garcés le había sugerido la posibilidad de que los artefactos llevaran en la espoleta un segundo multiplicador oculto, lo que aumentaría considerablemente su potencial destructivo así como el riesgo en la desactivación. Tal vez los técnicos de la Dirección de Investigaciones Científicas del Instituto Pasteur lograran averiguar el posible esquema mecánico de los nuevos proyectiles. Más difícil aún le parecía a él desentrañar los enmarañados conductos de la maquinaria de una guerra, una trama anónima y acuciante que cientos de hombres, como incansables insectos, se encargaban de tejer con hilos invisibles.

Kerrigan se deja ganar por un sentimiento de desánimo, como si la larga línea de hechos no pudiese alcanzar nunca el punto final de una evidencia clara. Está aún embebido en estas reflexiones, delante del archivador, cuando oye el estrépito de un cajón volteado en la estancia contigua y un ruido de pasos. Coloca rápidamente los documentos en el mismo lugar y apaga la linterna. Todo está oscuro, sólo cada dos minutos unos destellos verdes procedentes de la farola del dique principal iluminan intermitentemente el suelo. Antes de que pueda darse cuenta, Kerrigan siente que el peso de una mole se le echa encima. Es un cuerpo grande y pesado en el que, a la luz de las ráfagas verdosas, vislumbra un rostro cetrino con el cráneo completamente rapado y unos ojos tan desorbitados e irreales que parecen los de un buey El corresponsal del London Times se pregunta dónde ha visto esa cara antes. Al retroceder, siente la punzada repentina de una patada que lo empuja de riñones contra el filo metálico del archivador y le hace encorvarse. La oscuridad se vuelve absoluta por momentos, como la espesura de una selva. Kerrigan siente sus movimientos pesados igual que si nadara contra una corriente entorpecida de maleza que lo empuja, una y otra vez, contra un cuerpo que no puede ver, contra una respiración muy próxima que se acerca como un alud, profiriendo en cada embestida un alarido animal. Con veinte años el corresponsal del London Times había ganado un trofeo en el campeonato local de boxeo de Birmingham, pero de eso hace más tiempo del que alcanza a recordar. Resbala, cae de rodillas, se levanta enredándose torpemente en el otro para no caer de nuevo. Durante una décima de segundo ve el reflejo de una hoja acerada muy cerca de su costado. Antes de sentir el pinchazo, un cosquilleo le recorre de arriba abajo toda la espina dorsal, como si una cobra le subiera por la espalda. En el momento no percibe el dolor, pero sabe que una puñalada a tan poca distancia puede ser definitiva. Consigue hurtar el vientre a un segundo embate protegiéndose con el brazo. El miedo activa sus resortes instintivos. Levanta la pierna derecha y la estira de medio lado, lanzándola con rapidez. La patada logra hacer saltar la navaja de la mano del otro. Después intenta sacar su arma del bolsillo, pero se queda sin respiración con el puño de su contrincante alojado en la boca del estómago y los tímpanos vibrando. Retrocede unos pasos tratando de recobrar aire en los pulmones, todavía encogido intenta un cabezazo, que hace crujir la nariz de su adversario con un sonido de silla rota. Lo ve incorporarse borrosamente, como si emergiera de la niebla, sujetándose la cara, y después ya no lo ve, sólo siente un impacto directo en la mandíbula. Kerrigan paladea en la boca un sabor acre como de hierro oxidado. El gusto de la sangre despierta en él una animalidad dormida. Alza un poco el codo para coger impulso y lanza el brazo con toda su alma, en diagonal. Una vez, otra vez, furioso, enceguecido, sin descanso, queriendo borrar cualquier rastro de mirada humana en aquellos ojos que lo miran con estupor, aterrados y quietos. Es el cansancio el que le devuelve un hilo de lucidez. Entonces se hace instintivamente a un lado para eludir el peso de la caída del otro cuerpo al desplomarse, desmadejado y boqueando. El corresponsal del London Times se inclina sobre él para registrarlo: un librillo de papel de fumar junto al envoltorio de las semillas de cáñamo, una cédula de identificación marroquí a nombre de Sidi Jussef, una bolsa de tela cosida al interior del blusón con marcos, algunas monedas marroquíes y varias tarjetas de presentación de la empresa H &W. Ahora Kerrigan se acuerda de haberlo visto por el Marxan, en compañía de Klaus Wilmer. Al voltearle el cuerpo sobre un costado, lo oye quejarse. El corresponsal del London Times se queda un rato escuchando sus gruñidos de bestia apaleada, mirando el movimiento torpe de sus piernas incapaces de ponerse en pie. Después le sacude una última patada, esta vez casi sin fuerza pero con suficiente puntería para dejarlo boca abajo retorciéndose y gimiendo, sin vigor ya para debatirse. Sólo en ese momento es consciente de lo cerca que ha estado de no poder contarlo. A menudo le ocurre que la sensación de peligro se le manifiesta, como ahora, a tiro pasado. Kerrigan intenta serenarse, recuperar el ritmo de la respiración. Se pasa la mano por el pelo, alisándolo hacia atrás. Ahora empieza a sentir el borboteo rápido de la herida abdominal. A tientas, apoyándose en las paredes, busca la forma de salir de allí, fatigosamente, igual que si despertara de una anestesia. Se aleja de la dársena oscilando, dando tumbos entre los vagones abandonados, tropezando con los raíles, rehuyendo la iluminación de los escasos hangares. Oye muy cerca el estampido de las olas que baten contra la línea negra del espigón con un brillo de fósforo. Baja a saltos por la pendiente sin dejar de mirar atrás, atraviesa la pasarela hacia el puerto pesquero para continuar bajo los armazones de las grúas hasta introducirse furtivamente en la medina por el pasadizo que comunica con la puerta de Bab el Bahr. Nota la carne del mentón aplastada contra el hueso y el tajo del costado derecho goteándole por dentro del pantalón, pegándole la tela al cuerpo como si fuera una segunda piel adherida a los músculos. El dolor que le aguijonea las costillas está impregnado de una cierta costra melancólica que le hace sentir la necesidad repentina de arrimarse a la vida, de acogerse a sus posibilidades sin pretender entenderlas, sólo aferrándose a los vínculos más inmediatos: un cigarrillo, una noche sin luna con estrellas diminutas y lejanas, el gusto cálido de una copa de bourbon. Esas pequeñas cosas en las que nunca se ha parado a pensar que pueden estar sucediendo por última vez y que quizá nunca han estado tan a punto de no volver a ocurrir jamás como esa misma noche en que el azar lo devuelve milagrosamente vivo a las calles que ascienden en cuesta, sin faroles, con sus paredes desconchadas y los postigos cerrados y las torres de los minaretes despuntando rosadas por encima de las sombras. Un náufrago en la vejiga azul de la ciudad.

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