Susana Fortes
La huella del hereje
© 2011
En recuerdo del club de los cinco
Para mis hermanos: Alberto,
Xavier, Bel é n. Y Carlos
(in mem ó riam)
Existe la serpiente común o «de jardín», llamada así porque su aparición en este mundo tuvo lugar en un jardín del Eufrates. Desde aquella primera vez, sus proporciones han mermado considerablemente, pero su influencia en la tierra ha aumentado de un modo inexplicable. Se encuentra en todas partes y en numerosas variantes. A lo largo de los siglos el hombre siempre ha mantenido una vinculación muy estrecha con los ofidios. A su pesar. Lo que se dice una relación de amor-odio. El bicho tiene su propia leyenda. Han sido numerosos y a veces crueles los métodos de exterminio utilizados por los doctores de la Iglesia para aplastar a tan singular criatura dondequiera que asome la cabeza. Un esfuerzo inútil. La especie muda de piel varias veces al año, un rasgo biológico que la diferencia del resto de los seres vivos. Muchas culturas antiguas han relacionado este mecanismo con el renacimiento o la reencarnación. No cabe, sin embargo, ninguna duda acerca de su poder.
«¡Santísimo sacramento!» Ésa fue la exclamación utilizada por el padre Barcia mientras se echaba las manos a la cabeza, cuando descubrió un charco negro en las losas de mármol junto al altar mayor. Pero hasta que el potente foco de una linterna iluminó aquella esquina de la capilla nadie reparó en la muerta. Estaba apoyada contra el respaldo de madera del coro, con la cabeza doblada sobre el hombro en una torsión excesiva, como descoyuntada, el pelo echado hacia un lado. Melena larga y pelirroja. Tenía un pequeño hematoma violáceo en el cuello y los ojos abiertos. Sus facciones no estaban convulsionadas, como sería de esperar en alguien que experimenta terror u otra emoción intensa antes de morir, sino más bien todo lo contrario, su expresión era plácida. Si acaso un poco cansada. Parecía muy joven, no más de veinte años. Llevaba un piercing en la ceja izquierda. Por su indumentaria no aparentaba ser la clase de chica que uno podría imaginarse rezando el rosario en la catedral. Iba vestida de modo informal, como la mayoría de las estudiantes de esa edad. Chupa de cuero con cremalleras, falda corta, leggings de rayas rojas y unas zapatillas Converse muy usadas. Una costra de sangre seca le asomaba por la comisura de la boca, como si en el último momento le hubiera sobrevenido un vómito de sangre. La hemorragia debió de ser importante, a juzgar por el charco del suelo y los coágulos que habían salpicado la alfombra. Tal vez un mecanismo reflejo del cuerpo en el estertor final. La sangre también había manchado un reclinatorio y empapado por completo la camiseta de algodón con la cara del Che Guevara que la chica llevaba puesta.
– La han reventado por dentro -dijo el forense después de echarle el primer vistazo. El acento gallego delataba su origen rural. Cerrado pero sutil, como un dilema.
Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos, envuelto en un ancho anorak verde oscuro, con el pelo prematuramente blanco que le daba a su cabeza un aspecto escarpado de pedernal de cuarzo. Había algo en sus cejas que le confería un gesto socarrón. Más que un médico forense, parecía un labrador. Ojos pequeños y astutos, a menudo recelosos, como de campesino que barrunta el pedrisco, el aire campechano, la piel curtida del norte y unas manos anchas que acostumbraba a llevar siempre metidas en los bolsillos.
– Entonces, ¿la marca del cuello…? -preguntó el comisario.
– No sé. Lo que puedo decirte es que el estrangulamiento no provoca una hemorragia interna de estas características -contestó despegándose con un chasquido desagradable los guantes de goma-. Probablemente perdió el conocimiento antes del final -añadió en voz baja, como si, más que una opinión pericial, estuviera expresando un deseo privado, la esperanza de que el desvanecimiento le hubiera servido de anestesia y no hubiera sufrido mucho.
Arias no era un tipo impresionable. Por su oficio estaba acostumbrado a ver de todo. Pero la juventud de la muchacha, con aquella expresión como de princesa de cuento, le había tocado la fibra.
El comisario Lois Castro lo conocía lo suficiente para adivinar sus pensamientos. Aunque no era creyente, tampoco él se sentía bien allí dentro. Tenía cierta sensación de profanación, con sus policías moviéndose a sus anchas por aquel recinto sagrado con olor a incienso, tomando huellas y sacando fotografías desde todos los ángulos. Uno de los ábsides parecía hallarse en obras, con un andamio situado justo frente al retablo. Las voces de los agentes resonaban enaltecidas por el eco de los flashes bajo la bóveda de crucería. El comisario chistó una sola vez para que bajaran el tono, y los chicos obedecieron confusos. Castro era un tipo con autoridad. A ello contribuía sin duda su voz grave y su reputación de sabueso al cabo de la calle. Flaco, de huesos largos y cara de pocos amigos. Llevaba el pelo cortado a navaja y todavía mojado como la gabardina que conservaba echada sobre los hombros al tiempo que daba instrucciones a un lado y a otro mientras caminaba a grandes trancos de un extremo a otro de la capilla mayor de la catedral, presidida por una talla sedente del apóstol vestido de peregrino, con esclavina y bordón de plata.
– ¿Cuánto tiempo lleva muerta? -le preguntó al forense.
– Es pronto para saberlo -Arias se inclinó sobre el cuerpo con aire taciturno-, pero así a ojo yo le echaría unas diez horas aproximadamente.
El comisario extendió el brazo para consultar el reloj.
– Eso nos sitúa más o menos alrededor de las nueve de la noche de ayer.
El propio deán de la catedral había dado aviso a la comisaría a las siete de la mañana cuando se encontró de sopetón el cadáver mientras se preparaba para el primer oficio religioso del día. O bien la chica se había agazapado en algún escondite dentro de la catedral cuando los guardias de seguridad hicieron la ronda antes de cerrar las puertas o, por el contrario, logró entrar más tarde desde fuera, lo que en principio parecía menos probable. Tal vez alguien le hubiera franqueado la entrada al recinto por alguna razón, quizá su presunto asesino. No cabían muchas más posibilidades.
El padre Barcia todavía estaba allí, pequeño y ceñudo, con sus zapatones de cura viejo, la sotana raída y una expresión de cansancio extremo que igual podía deberse al susto que a la exasperación que le producía ver a tantos policías campando a sus anchas por sus dominios. Se hallaba en una esquina, con la espalda apoyada contra el muro de piedra, callado y ensimismado, como uno más de aquellos exvotos de cera que reposaban en las hornacinas de las ofrendas.
– Será mejor que se vaya a casa y se tome algo caliente -le ordenó amablemente Castro cuando reparó en él, dándole una suave palmada en el hombro. El alzacuello entorpecía el ligero temblor del mentón que el anciano no podía controlar. Además, tenía los ojos empañados por un velo de linfa, lo que acentuaba todavía más su aspecto de desamparo senil-. Me temo que hoy vamos a tener que cancelar los oficios -continuó el comisario-, ya le avisaremos para tomarle declaración.
Dos policías de uniforme habían precintado el crucero y la entrada de la capilla con cintas amarillas de plástico. Del mismo modo, habían cerrado el paso lateral por el deambulatorio de la girola, al que accedían los peregrinos para darle el tradicional abrazo al apóstol por la espalda. Menos mal que no era año santo. Al menos durante un par de días el culto en la catedral iba a verse seriamente afectado. No es que eso fuese a causar un gran incordio a la vida pastoral de la ciudad, pero tratándose de Santiago de Compostela, mejor no tentar al diablo. Al menos así pensaba Castro, por eso mandó al más diplomático de sus hombres a parlamentar con un pequeño grupo de mujeres mayores que, como cada mañana a la misma hora, se situaba en los bancos traseros de la nave lateral para oír misa.
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