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Susana Fortes: La huella del hereje

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Susana Fortes La huella del hereje

La huella del hereje: краткое содержание, описание и аннотация

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El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión. Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

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Mucha gente estaba convencida de que los restos que iban a adorar los miles de peregrinos que hacían el camino cada año no eran los del apóstol, sino los de un mártir gallego de ideas heterodoxas llamado Prisciliano. Un obispo pan teísta ajusticiado por herejía hacía más de quince siglos en Tréveris a la edad de treinta y tres años, el Cristo español. Según la tradición, cuatro años después de que lo decapitaran, un grupo de seguidores gallegos exhumó el cadáver para darle sepultura en su tierra. Lo demás era vox pópuli. No en vano se decía que el monacato en pleno y la casi totalidad de los ilustrados gallegos pertenecían o habían pertenecido a una sociedad secreta que seguía los mandamientos heréticos. Castro, como la mayoría de los santiagueses, había oído muchas historias al respecto, pero no era un tipo crédulo, y desde luego no ponía la mano en el fuego por ningún hombre aunque fuera santo. Hacía tiempo creía en cosas, la bondad hacia el prójimo, el perdón de los pecados, el amor universal y cosas así. Al fin y al cabo, había estudiado el bachillerato en los hermanos maristas, pero entonces era sólo un adolescente ingenuo y de buen corazón. Ahora tenía cincuenta y dos años y la vida le había retorcido bastante el colmillo. Al menos lo suficiente para no fiarse ni de Cristo. Sabía perfectamente que el éxito de cualquier investigación policial radicaba en no dar nada ni a nadie por descontado.

Desde la ventana se fijó en un hombre corpulento que cruzaba la plaza con el paraguas abierto y el paso apurado. Reconoció a Arias por la manera de andar como un campesino de tierra de montes. A Castro le gustaba mirar a la gente a distancia. La mayor parte de sus conocimientos sobre la condición humana le venía de haber pasado muchas horas dedicado a la observación. Se sentaba en una terraza igual que en el palco de un teatro, mirando el ir y venir de las personas como en una representación a escala. Sus gestos, sus costumbres, sus conversaciones… A fuerza de vigilar durante mucho tiempo los movimientos de cualquier sospechoso, llegó a saber calcular como en una partida de ajedrez cada uno de sus pasos.

Alguien caminaba ahora mismo por la ciudad libre de toda sospecha, emboscado bajo los soportales, cruzando impunemente las calles, entre iglesias de piedra con capiteles románicos y pórticos y canalones cubiertos de musgo con gárgolas obscenas y motivos eróticos muy explícitos: arpías, dragones alados, brujas, demonios, arcángeles y condenados arrojados a las llamas del infierno tras sus excesos orgiásticos. Podía tratarse de cualquiera, un honrado padre de familia, un profesor, un delincuente, un estudiante de los muchos que llenaban las tabernas del Franco al salir de la facultad con su alboroto juvenil y algo bronco.

«No sé quién coño eres -pensó Castro para sus adentros-, pero voy a por ti.» Toc, toc… Un ligero toque en la puerta lo sacó de sus cavilaciones.

Arias traía todavía puesta, debajo del anorak, la bata blanca de cuando estaba en el depósito. Caminaba arrastrando un poco los pies, con andares lentos.

– Creí que ya te habrías ido a casa -dijo.

Castro hizo un gesto vago con las palmas de las manos hacia arriba.

El forense sonrió con complicidad. Sacó el paquete de cigarrillos y se sentó en el borde de la mesa.

– Me han dicho los chicos que habéis conseguido un margen de veinticuatro horas antes de comunicarlo a la prensa.

– No quiero ni pensar en el circo mediático que se va a montar -respondió Castro mientras se acomodaba en su sillón giratorio y cruzaba las manos tras la nuca. El comisario no tenía precisamente una buena opinión de los periodistas. Pensaba que, con sus cámaras, sus micrófonos, sus cables y sus antenas, lo único que hacían era entorpecer el trabajo-. Lo siento por la familia. No los van a dejar en paz…

– ¿Ya habéis hablado con los padres?

Castro movió los hombros bebiendo a sorbos cortos la coca-cola que tenía encima de la mesa, sin articular palabra. Su rostro reflejaba energía, algo persistente y hermético, pero mantenía la vista baja, perdida en ese lugar de la conciencia muy retirado hacia adentro donde un policía siempre está solo.

– Sí. Han identificado el cadáver -dijo con voz pausada.

Eso era lo que más odiaba de aquel trabajo. El momento de tocar al timbre de una casa y asistir a la expresión invariable de horror y de miedo que adquieren los rostros humanos cuando son alcanzados por un hachazo. La manera que tienen los cuerpos de encogerse dentro de sí mismos, los movimientos enguatados, como a cámara lenta, las manos en la cabeza, el grito como un aullido gutural, la negación muda con la cabeza, los pasos hacia atrás, incrédulos, el retraimiento del cuerpo hasta caer desmadejado en el sofá. Un sofá barato, estampado con flores japonesas. Castro recordaba su propia voz en un tono muy bajo, semejante al que se utiliza en un velatorio o en la antesala de un enfermo grave, y casi no la reconocía. Recordaba las caras arrasadas de los padres, incrédulas al principio. Ella, de unos cincuenta años, sin dejar de sollozar y de balbucear cosas incongruentes. Llevaba unos zapatos feos, de cordones, de esos que usan las mujeres con los huesos de los pies deformados. Él, algo mayor, mirando absorto las baldosas del suelo. Vestía una chaqueta de lana marrón muy gastada. Castro pensó que debía de ser un hombre que pasaba muchas horas sentado con los codos apoyados en la mesa. Un pueblo pequeño como la horma de un zapato, situado a menos de treinta kilómetros de Santiago, donde debían de conocerse todos, con una bonita iglesia parroquial y un balneario de aguas termales. Una casa como tantas, con fotos enmarcadas de la primera comunión de la niña y paños de ganchillo encima del televisor y ceniceros con la concha del peregrino. Gente humilde.

Castro alargó la mano hacia el paquete de Winston que Arias había dejado encima de la mesa y encendió un cigarrillo. Hacía tres meses que había dejado de fumar, pero de pronto experimentó una repentina necesidad de nicotina.

– ¿Hay alguna posibilidad de que la rotura del bazo se produjera de forma natural? -preguntó.

– Ninguna -respondió el forense-. A veces puede romperse la membrana que lo recubre y producirse una pérdida gradual de sangre, pero en ningún caso una hemorragia mortal tan inminente. Ésta sólo se explica por un impacto muy violento, un golpe, un accidente de coche…, algo así. También pudo haber sido atacada con un objeto contundente envuelto en tela -dijo, aunque no tenía ni idea de por qué un asesino iba a querer amortiguar el golpe envolviendo el arma homicida con un trozo de tela.

– ¿Y podría haberse producido el impacto en otro lugar y luego haber trasladado el cuerpo hasta la catedral?

El forense aspiró una bocanada profunda. Hablaban con distancia profesional. Establecían conjeturas pero lo hacían fríamente, evitando pensar en el cadáver helado y recosido de Patricia Pálmer, que yacía en un frigorífico de aluminio en el instituto anatómico forense.

– No lo creo. Entre el golpe y la hemorragia no debió de transcurrir mucho tiempo, unos minutos como mucho. Además, ten en cuenta que a la hora que barajamos para la muerte todavía hay gente por la calle. Precisamente es cuando los bares del Franco suelen estar más llenos. Alguien los habría visto.

– O sea, que tú crees que fue una muerte violenta y que ocurrió en el mismo lugar donde apareció el cuerpo.

– Pues sí, parece lo más probable a la vista de lo que tenemos.

Castro soltó un bufido.

– No tenemos una mierda -dijo de malhumor.

– Los de la científica han tomado huellas dactilares de toda la capilla -replicó el forense-. Han rastreado el lugar en el que apareció el cuerpo palmo a palmo. Hay cabellos y rastros de ADN por todas partes…

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