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Susana Fortes: El amante albanés

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Susana Fortes El amante albanés

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Alguien puede alejarse de la persona que ama abrumado por un sentimiento indebido o puede esperar una respuesta durante toda la vida. Pero nadie es capaz de renunciar al amor sin destruirse de algún modo a sí mismo. Una mujer con un extraño poder de seducción suscita sin saberlo el desafío de un amor prohibido en el que la propia pasión acaba por convertirse en una arma del destino para saldar las cuentas del pasado.

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Susana Fortes El amante albanés 2003 I La detonación sonó a las seis menos - фото 1

Susana Fortes

El amante albanés

© 2003

I

La detonación sonó a las seis menos cuarto de la madrugada, en medio del silencio de la casa. Todas las villas que hay entre el bulevar de los Mártires y la carretera de Elbasan fueron construidas antes de la guerra y son de las escasísimas viviendas en Tirana que están rodeadas por jardines. Habían pasado dos horas largas desde entonces, pero la atmósfera todavía continuaba impregnada de un olor denso y opresivo, no a pólvora, sino a aire muy apretado. Ismaíl abrió la ventana y aspiró el relente de la mañana, una especie de neblina gris que se elevaba por encima de los arcos del seto y sobre los montículos de hojas rojas del otoño apiladas en jaulas de rejilla. Dos policías de uniforme permanecían apostados junto a la verja principal, y un inspector de paisano observaba la mansión y tomaba fotografías desde distintos ángulos. Había demasiadas ventanas que daban a ese lado del jardín: las dos cristaleras abalconadas del primer piso, donde dormía el viejo Zanum, como se conocía en toda Albania al padre de Ismaíl; o la galería contigua que utilizaba como despacho y donde solía encerrarse a trabajar desde muy temprano; a la derecha se encontraban las habitaciones que habían tenido de niños Ismaíl y su hermano Viktor. También estaban las cuatro ventanas de abajo, acabadas en arco, que correspondían, las de] ala este, al salón y a la biblioteca, y las del oeste, a las antiguas dependencias del servicio. Eso sin contar con el mirador de la torre.

Sin embargo, había algo en aquel amanecer que no existía antes, un ambiente de gravidez como el causado por esos sueños de los que uno no es capaz de despertar. La estridencia del estampido había interrumpido de golpe el transcurso normal del tiempo. Cuando Ismaíl oyó el disparo, no se incorporó en seguida, sino que se quedó durante unos instantes petrificado, sin atreverse siquiera a levantarse de la cama, dominado por una sensación de pesadez e inmovilidad. En esas décimas de segundo experimentó una premonición que llegó a su mente antes incluso que la propia conciencia del sonido.

Según el primer informe, la muerte fue provocada por lesión cardiaca mediante herida de bala. Un proyectil de revólver, uno sólo, y no dos, como se anduvo diciendo después arriba y abajo. El cadáver había sido hallado en el lecho con un pijama de color beige, las sábanas estaban algo revueltas, como arrugadas por un sueño demasiado intranquilo o quizá por la imposibilidad misma del sueño; sin embargo, curiosamente, la mancha de sangre no era muy extensa. La bala, disparada con el cañón del arma pegado a la piel, atravesó el corazón y salió por la espalda con una leve inclinación, traspasó también el colchón y rebotó después en los listones de madera del suelo. De ser cierta la versión que mantenían algunos sobre la existencia de dos impactos habría que reemplazar la hipótesis del suicidio por la de asesinato, pues quien se mata a sí mismo no puede disparar dos veces.

Los cipreses comenzaron a oscilar levemente con sus puntas negras. Se avecinaba de nuevo un cambio de tiempo. Ismaíl continuaba bajo el efecto del Orplíadol que le habían administrado y tenía una percepción ralentizada de la realidad. Veía el cielo por encima del cristal como una cúpula de florecimientos de yeso, sin embargo, su memoria permanecía intacta. Había pasado la noche inquieto, se acordó del silencio de la mujer y de su melena ondulada recogida con una cinta. Le había costado desatar el nudo de la nuca; después, toda la cabellera quedó esparcida sobre el almohadón del sofá. Estaban en la biblioteca, medio desnudos, doblados en dos, con la luz apagada. La claridad nocturna entraba a través de los arcos del ventanal como en un templo. Podría haberse orientado por todo el cuarto únicamente con la fosforescencia de la piel. Estaba tendido junto a ella, pero los ojos de la mujer continuaban cautelosos, como si estuviesen protegiendo algo. Sin embargo, él intentaba abarcarlo todo con la mirada. Le rozó con los dedos la barbilla y los labios. Después bajó la cabeza y pasó su lengua despacio por cada una de las costillas, hasta el pecho. Sabor a sal.

Recorrió centímetro a centímetro aquella piel erizada, dejando un rastro húmedo. Estaba inclinado. sobre el cuerpo de la mujer con la boca mojada, buscando a ciegas la manera de entrar. Pero fue ella quien levantó las rodillas para conducirlo y acoplarse a sus caderas con un movimiento envolvente mientras lo miraba con una seriedad hipnótica. Le había cambiado la cara con el placer, se le hincharon los labios, sus facciones adquirieron una gravedad parecida al abandono, se quejaba con los ojos entornados. Ismaíl a duras penas podía contenerse, la domaba a un ritmo cada vez más violento, como si la odiara, pero en realidad lo que odiaba era la incertidumbre. Tenía el rostro oculto entre el cabello de ella para ahogar los gemidos. Cuando sintió los primeros latidos impetuosos de la sangre en la ingle, pensó que iba a desvanecerse.

No se movieron al final. Permanecieron así, todavía acoplados, sin querer desprenderse el uno del otro, respirando, recuperando poco a poco el aliento. Entonces les pareció oír algo muy leve, como la carrera de un animal pequeño en el jardín. Fue sólo un momento. Después, otra vez el silencio. Ismaíl se abrochó los pantalones y se acercó a la ventana. Los árboles parecían rociados de escarcha por el relumbre lunar. Todo estaba en calma, como acolchado de silencio.

Al cabo de unos minutos salió al balcón todavía con la camisa abierta, dio dos zancadas y se encaramó como otras veces hasta la terraza de su cuarto. Aunque no pensará en ella, sabía que podía cerrar los ojos y evocar hasta el menor de sus gestos, el detalle mas pequeño, un lunar detrás del lóbulo de la oreja izquierda, los dedos como estrellas de mar con las puntas rosas de las yemas, el peso leve de su muñeca cuando dejaba la mano olvidada sobre el sexo de él. Tantas noches de insomnio, tendido en la oscuridad, mirando el techo, con la sensación imposible de estar al filo de algo, pero no ocurría nada, ni siquiera le asaltaba el sueño, o sólo venía cuando ya estaba amaneciendo. Presintió la entrada gradual de la luz a través de las rendijas de las persianas. Pero sólo supo que había llegado a dormirse cuando lo despertó la detonación del disparo.

Ahora, un automóvil oficial maniobraba delante de la mansión, haciendo crujir la grava de la senda, suavemente curvada. Ismaíl continuó inmóvil, apoyado en el bordillo del alféizar, respirando con aire ausente, como si nada de lo sucedido tuviese que ver con él. Lo embargaba la sensación de haber permanecido inmerso en la vida de otros, en tramas que se remontaban más de veinte años atrás. Miró el cielo, que se anunciaba más oscuro hacia el este, y penso que de un momento a otro iba a llover.

II

La villa de los Radjik tenía un aire de palacio tirolés, sobre todo por el tejadillo de exótica silueta -cónico o hexagonal-, rematado en una cofa acristalada que coronaba la torre central y se elevaba por encima de los árboles como un faro. A lo lejos, Tirana y sus luces. La Rotonda, que era como llamaban todos al cuarto de la torre, era uno de esos espacios que se mantenía al margen de la vida cotidiana, quizá por la incomodidad de su acceso a través de una estrecha escalera de caracol, quizá porque la instalación eléctrica no llegaba hasta arriba o quién sabe si por alguna otra razón. En todas las casas antiguas suele haber un lugar así.

Ismaíl solía pasar allí mucho tiempo, hasta que la oscuridad se le agolpaba en la ventana y entonces tenía que encender una linterna pequeña con acanaladuras cromadas que proyectaba un redondel de luz sobre la pared y acentuaba todavía más el carácter de círculo encantado que poseía todo el recinto. Una grieta bajaba desde el techo en diagonal y cerca de la ventana se desgajaba en una red de pequeños afluentes. Su trazado recordaba el curso del Drina, que rodea con su caudal negro toda Albania, hasta el lago de Ohrid. Del mismo modo que cualquier río contiene el rumor denso de la historia, acaso también aquella grieta escondiera el eco de otras voces anteriores a la suya. En una ocasión, Ismaíl encontró sobre el suelo, junto al zócalo gris, un diminuto ovillo de membrillo seco, muy apretado, que quizá alguien utilizó alguna vez como mecha.

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