Susana Fortes - El amante albanés

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Alguien puede alejarse de la persona que ama abrumado por un sentimiento indebido o puede esperar una respuesta durante toda la vida. Pero nadie es capaz de renunciar al amor sin destruirse de algún modo a sí mismo. Una mujer con un extraño poder de seducción suscita sin saberlo el desafío de un amor prohibido en el que la propia pasión acaba por convertirse en una arma del destino para saldar las cuentas del pasado.

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Se quedó parada en la esquina de la calle, mirando las ruinas de un reciente estrago de morteros ligeros con los ojos acostumbrados de quien ve desastres todos los días. Aquél era su país, conocía sus sonidos, sus olores, sus colores, el azul blanquecino del cielo con el que había despuntado aquel día en una alba de nieblas cuya calma ficticia pronto se quebró. Por todo el frente de Aragón había decenas de chiquillos huérfanos que vagaban entre los escombros. Hacia el oeste, todo el aire estaba tintado de rojo por encima de los fantasmales olivos de Alfajarín con los troncos mordidos de metralla. La muchacha saltó del sillín y se encaminó hacia el soldado que la estaba mirando con la espalda apoyada contra un muro. Apenas cruzaron unas palabras. Después, ella se fue hacía el pilón público que había en la plaza del pueblo. Humedeció la tela del volante y con ella limpió la frente de aquel hombre serio y corpulento que hablaba un idioma tan extraño. Lo tuvo escondido en el cobertizo de una casa durante varios días. Al anochecer acudía con una escudilla de alubias y se quedaba callada mientras lo veía comer.

Los españoles eran valientes y echados para adelante, solía decir Zanum, pero carecían del sentido de la disciplina, por eso perdieron la guerra. Hasta los militantes del partido comunista tenían una tendencia innata a la discusión, cuestionaban las órdenes, ideológicamente podían defender los principios del materialismo histórico, pero de carácter eran todos anarquistas, llevaban en la sangre el virus del individualismo. Cuando sintió de verdad que la derrota era ya irremediable fue en el momento en el que se inició el traslado del cuartel general de las Brigadas a Barcelona. Crujidos, topetazos, vibraciones que hacían temblar los cristales y que no eran provocados por las ametralladoras ni por el estrépito de la aviación, sino por los camiones, esos camiones verdosos, grisáceos, tristísimos, que llevaban enormes bultos bajo sus lonas y avanzaban en medio del desbarajuste general, entre las hogueras en las que apresuradamente se quemaban archivos, cartas y ficheros, el aire negro lleno de mariposas de papel chamuscadas, carreteras hundidas… Fue entonces cuando vio parada en una esquina a la adolescente del vestido amarillo, olisqueando el aire como un cachorro en busca de calor y reconocimiento. No lo pensó dos veces. La tomó de la cintura y de un brinco la subió a la parte trasera de un camión.

Llegaron a Albania en otoño, un año largo después de cruzar los Pirineos. No estaban los tiempos para viajar por Europa. La guerra de España no había sido más que el ensayo general de otra guerra, la grande, la que nadie podía imaginarse otra vez. Recorrieron países sin correos cuyas fronteras cambiaban todos los días sobre un mapa pisado por botas bien embetunadas, fustas, correajes, banderas con la esvástica, escuadrones de bárbaros. Millares de hombres hambrientos arrastraban carros llenos de piedras de una cantera cercana a Buchenwald y después eran encerrados en un enorme rectángulo, tras alambradas electrificadas. En un pueblo de la región de Provenza, los alemanes habían fusilado a todos los hombres mayores de quince años con la excusa de que estaban dando apoyo a los partisanos, quinientos setenta y ocho en total. Las mujeres ni siquiera podían enterrar a sus muertos. Después incendiaron el pueblo: ruinas quemadas, tierra ennegrecida, un silencio sobrecogedor. En toda Europa había una gran humillación gravitando sobre los campos.

Lo primero que hizo el comandante al llegar a su país fue dejar a la niña a salvo en casa de unos parientes, en una aldea próxima a la frontera con Grecia. Después tomó el mando de las unidades civiles contra las tropas de ocupación nazi. Cinco años estuvo combatiendo. El día de la liberación fue a buscar a la muchacha española. Sonrió confuso al verla tan espigada, vestida con una camisa blanca y un pantalón de hombre metido por dentro de las katiuskas. Estaba de pie junto a un rodal de heno. La observó a distancia, asombrado de verla tan hecha, tan distinta de la chiquilla de caderas estrechas cuya imagen había llevado en la mente. El talle erguido, un palmo de piel desnuda en el escote como un rescoldo sonrosado bajo la camisa de faena que le ceñía el pecho, la imagen le recordó a algunos carteles propagandísticos del partido que representaban a jóvenes jornaleras socialistas portando gavillas de espigas. Pero lo que lo turbó como hombre no fue la dignidad de pedestal que podía tener la imagen, sino la profunda sensualidad agreste que emanaba de la muchacha de carne y hueso. Se le estremeció el cuerpo con un pálpito involuntario. Después se acercó más para mirarla a los ojos con ese gesto interrogador que los hombres reservan para las preguntas más íntimas. Ella no lo hizo esperar con la respuesta. Sonrió confusa, bajó la cabeza como cualquier joven campesina y dijo: «Sí.»

Ya había cumplido veinte años y hablaba correctamente albanés.

En tiempos de guerra, a menudo el amor se presenta de manera determinista e irremediable, como un designio del destino. Cuando el comandante y la muchacha española se encontraron uno frente a otro, entendieron que ya había llegado el momento de cumplirlo. Se casaron en la misma aldea, en medio de los festejos de la vendimia. Todos los campos rebosaban una luz de color granate.

Cuando llegaron a Tirana, la villa que acabaría por convertirse en su hogar era apenas una ruina. Durante mucho tiempo había sido usada como centro de transmisiones del ejército alemán y los últimos meses había sufrido, primero, el asedio de los partisanos y, después, el abandono y la humedad del invierno. Faltaban baldosas en el patio, a la barandilla de la escalera se le habían caído algunos barrotes, la torre se había convertido en una pajarera abierta. En la biblioteca faltaba un cristal de la ventana, el sofá y la mesa estaban tapados con una tela gris llena de polvo y numerosos estantes se habían combado por la humedad. En el exterior, la situación no parecía mucho mejor. Crecía la maleza entre los árboles y hacía mucho tiempo que no manaba el agua de la fuente de los delfines. Eran delfines mudos.

Ella pasó sobre los escombros con la falda recogida por encima de las rodillas. Iba de una estancia a otra tirando cuanto hallaba roto, tapando manchones, desenrollando alfombras. Empezó a limpiar y a ordenar con la pasión frenética que sólo puede asaltar a alguien que ha vivido demasiados trasiegos y que ha decidido por fin echar raíces. En una zona de suelo fértil, pegada al muro de la parte trasera, se puso a cultivar un pequeño huerto: cebollas y judías que trepaban por las estacas. Le pidió a su marido que podara los árboles del jardín, y un día de primavera se encontró con que había ya un enramado que formaba una cúpula de luz verde, el frescor de una catedral.

En el extremo del jardín había un antiguo cenador de mármol rosa muy ruinoso, con cuatro columnas rematadas en capiteles corintios que sostenían un paraván de estilo vienés. El comandante mandó reconstruirlo para agradar a su esposa. Aunque era un hombre sobrio, creía que, después de todo, tenía derecho a concederse algún lujo como miembro del nuevo Estado. De lejos, el templete daba la impresión de ser un pastel de nata derretido, pero Ella plantó una densa mata de hiedras para ocultar el efecto de tanto melindre arquitectónico sin contrariar abiertamente a su marido. No compartía el mismo sentido estético.

En las tardes veraniegas, cuando el cielo se deshacía, dejando por el oeste un rescoldo de reflejos cobrizos, al comandante Zanum le gustaba tomarse allí su última copa de rakí. Y mas tarde, cuando el doctor Gjorg empezó a frecuentar la villa con asiduidad, aquel lugar se convirtió en el reducto final de las tertulias en las que se hablaba tanto de viajes como del giro que estaban dando los acontecimientos políticos, en los que cada vez era más palpable la tirantez de las relaciones del régimen con Moscú. Viktor e Ismaíl jugaban al escondite entre los árboles, apurando los últimos minutos antes de que Hanna, la niñera húngara, se los llevara de la mano al cuarto para acostarlos. Poco a poco, las voces que se oían en el cenador iban quedando amortiguadas entre la vegetación y el tintineo de los vasos, y a veces quedaba también prendido en el aire el peculiar sonido de una risa cantarina de mujer, la misma risa que Ismaíl habría de recordar en sueños tantas veces después. Hubo un atardecer en que el comandante se quedó en el borde del jardín, a oscuras, con el farolillo que colgaba del techo apagado, hasta que su chaqueta negra no se distinguía ya de la noche. Permaneció allí sentado, tomando un vaso de aguardiente detrás de otro, abismado en sus pensamientos o en sus preocupaciones y temores, impregnado el aliento del fuerte olor a orujo. Pero esto Ismaíl no lo recordaba sino a través de su hermano, que observó a su padre desde algún lugar con ojos vigilantes y compasivos, como son los ojos de los niños cuando no duermen porque algo los inquieta e impide su sueño, una palabra dicha en un tono más alto que las demás, un gesto algo opaco y brumoso que no se puede entender pero que aun así, y quizá precisamente por eso, se queda fijado en la retina para siempre.

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