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Susana Fortes: El amante albanés

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Susana Fortes El amante albanés

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Alguien puede alejarse de la persona que ama abrumado por un sentimiento indebido o puede esperar una respuesta durante toda la vida. Pero nadie es capaz de renunciar al amor sin destruirse de algún modo a sí mismo. Una mujer con un extraño poder de seducción suscita sin saberlo el desafío de un amor prohibido en el que la propia pasión acaba por convertirse en una arma del destino para saldar las cuentas del pasado.

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Viktor se llevaba bien con su padre, a pesar de que era un hombre a veces hosco y poco dado a las manifestaciones de afecto. Le gustaba acompañarlo por las calles de Tirana en el coche oficial y percibir la admiración que la gente sentía por él. «Ahí va el gran Zanum con su hijo mayor», oía que decían, señalando el Gaz [1]negro de cuatro puertas. Había una mezcla de respeto y temor en el modo en que todo el mundo lo saludaba, y Viktor pensaba que ésa era la clase de trato que correspondía a un auténtico soldado, el mismo que él aspiraba a merecer algún día. Pero sabía que sólo la disciplina lo ayudaría a obtener ese rango. Por eso no puso ninguna objeción para asistir al internado militar al que también acudirían los hijos de otros altos funcionarios del partido. Lo único que sintió verdaderamente cuando tuvo que abandonar la villa fue despedirse de su hermano Ismaíl. Los dos niños permanecieron abrazados como si formaran un solo cuerpo ante las lágrimas de la madre, hasta que el gran Zanum dio al chofer la orden de partir, y el automóvil se perdió tras la verja de hierro, dejando sobre la gravilla las huellas dibujadas de los neumáticos.

Aunque los dos niños tenían caracteres distintos, y esa diferencia se acusaba cada vez más con el crecimiento, no podían vivir el uno sin el otro. Cuando ese invierno Ismaíl contemplaba el jardín cubierto de nieve en el que contrastaban los troncos negros de los frutales, sentía una soledad profundísima que parecía emanar del silencio y lo hacía llorar ahogadamente en su cuarto, pero al instante, inexplicablemente, sentía que su hermano Viktor formaba parte de aquel silencio y permanecía también despierto en su habitación del internado. Ismaíl no sabría decir de dónde procedía esa certeza, pero era algo que se le antojaba tan incontestable que ni siquiera necesitaba hablar de ello con nadie.

Formaba parte de lo natural, era la forma que tenían de estar en contacto, un código nuevo. Cuando los fines de semana Viktor volvía a la villa con su uniforme azul marino de chaqueta de paño y pantalones largos, Ismaíl lo miraba como a un héroe, como a los soldados bolcheviques que una vez asaltaron el ferrocarril de Vologda, y trataba de acaparar su atención con los diminutos tesoros conquistados durante su ausencia: la guarida de un topo en la tierra del jardín, un lagarto aprisionado dentro de un tarro de cristal, una goma de borrar que olía a vainilla… Le gustaba que Viktor le contase cosas del internado, especialmente en lo referente a los deportes que practicaban muy temprano, antes de comenzar las clases de la mañana. Unos días hípica, otros, natación o atletismo. Pero lo que fascinaba realmente a Ismaíl eran los ejercicios de esgrima. Veía a su hermano practicar en la galería con la visera de red y el tórax vendado, manejando el florete con destreza, los pies separados, las rodillas ligeramente flexionadas, preparadas para el avance o el repliegue, el brazo arqueado desde la línea del hombro hasta el extremo de la hoja en posición de guardia. Ofensiva simple, explicaba Viktor, mostrándole a su hermano los pasos y los tres movimientos del florete hasta llegar a la estocada. Ismaíl’ lo escuchaba sin pestañear con una persistencia que, a pesar de los ligeros matices de rivalidad que incluía, como cualquier sentimiento admirativo, era de una intensidad conmovedora. Siguieron así unidos durante meses y sobre todo después de la repentina muerte de la madre. En aquella época, la villa se ensombreció por completo, igual que un campo cuando el sol se mete dentro de una nube. Entonces, el único foco de calor que quedaba en la casa era la habitación de los niños. Se comportaban como gemelos que, ante la orfandad, hubieran vuelto a las primeras leyes del útero.

VI

Pasaron inviernos enrejados de lluvias que envolvían la carretera de Elbasan en auténticos lodazales, y veranos en que las paredes de la villa se ahuecaban de frescor mientras afuera fermentaba el sol. El doctor Gjorg había dejado de visitar la mansión de los Rad.¡k hacía tanto tiempo que Ismaíl casi no alcanzaba a recordar cuándo ni por qué había desaparecido de sus vidas. Lo echó de menos al principio, pero luego empezó a combatir la nostalgia con un vago resentimiento. Nunca entendió que no hubiese vuelto a aparecer por la villa después de la muerte de Ella, para reconfortarlos y sosegarlos en tales momentos. Desapareció sin dejar rastro, esfumado, borrado de la faz de la tierra, otra ausencia dentro de la ausencia.

Su padre, cada vez más inmiscuido en los asuntos del partido, parecía haberse desentendido del hijo pequeño, al que en realidad nunca le había prestado demasiada atención. Cuando no estaba revisando interminables legajos de informes confidenciales, se ponía a caminar obsesivamente de un lado a otro de la galería, con las manos a la espalda, abismado en los avatares de una política en constante mutación, paroxística, devoradora de sí misma, en la que los encumbrados de ayer pronto podían pasar a ser escoria y enemigos condenados a presidio o a muerte. Temía perder su posición dentro del aparato y veía enemigos por todas partes. Desde el fallecimiento de su esposa, la tristeza y el miedo gobernaban su vida. Sus pisadas retumbaban sobre los listones viejos de madera, constantes, un poco desacompasadas por la leve cojera que arrastraba, doce pasos de ¡da y doce pasos de vuelta. El viejo Zanum recorría de una pared a otra la galería de su estudio, iluminado con un quinqué que colgaba de la viga central y que permanecía encendido en las mañanas mortecinas. Sólo la llegada de Viktor, los fines de semana, lograba sacarlo de su mutismo, se afeitaba con esmero y vestido de negro bajaba al jardín a recibirlo. También Ismaíl revivía con la llegada de su hermano.

Pero Viktor crecía demasiado aprisa. Su mentón había perdido redondez para esculpirse en aristas que reflejaban una energía acrecentada por la disciplina, y su semblante empezaba a transformarse con una expresión nueva, casi imperceptible aún, pero en la que se adivinaba ya un sorprendente parecido con el padre, la imitación del porte de la cabeza, el modo de fijar los ojos. Al verlo adentrarse en el pasillo hacia el cuarto de baño y levantar un balde de agua para vaciarlo en la bañera, Ismaíl lo miraba con una mezcla de fascinación y tristeza, el torso de Viktor reflejaba una soberbia reciedumbre bajo los hombros como efecto de la educación espartana. Pero en la espalda musculada y en el bozo que su hermano empezaba a rasurarse todas las mañanas ante el espejo con una navaja barbera, Ismaíl sólo podía ver los síntomas que lo separaban del compañero de juegos de la infancia, aunque esto no lo percibía de un modo reflexivo, sino como una suerte de distancia que lo sumía en una profundísima zona de sombra. No decía nada, pero sentía que a su alrededor iban desapareciendo, uno detrás de otro, todos los límites seguros. Los domingos, cuando Viktor partía de nuevo hacia el internado, ya no lo abrazaba igual que antes al despedirse, había una tiesura nueva, un estricto envaramiento entre los cuerpos.

Para defenderse de la soledad, Ismaíl se refugió en los árboles y en la lectura. Había cumplido doce años y a esa edad empezó a construir su mundo imaginario. Cuando no se encontraba en la biblioteca leyendo las aventuras de Marco Polo o la saga de Scanderberg, desaparecía en el jardín. Su escondite preferido se hallaba en el interior de un castaño muy frondoso, rematado por una copa de brazos apretados. Trepaba ya con una agilidad felina adquirida en las lejanas excursiones al monte Dajú.

La horquilla cimera era amplia y estaba revestida por una capa mullida de musgo. Allí fue donde estableció su trono. Sentado a horcajadas sobre las ramas aprendió a divisar el mundo con una perspectiva nueva, diferente de la que se puede tener a ras del suelo. Imaginaba a lo lejos el cabo de los Perfumes, la ciudad celestial del viajero veneciano con sus doce mil puentes. Desde lo alto escuchaba el rumor del viento, lánguido a veces, y otras, creciente o arremolinado, que ascendía por un claro entre el follaje. Le gustaba especialmente asistir al nacimiento de una rama o al brote de una hoja tierna, cuya suavidad le recordaba tanto a la piel humana que no se atrevía ni a tocarla, tan necesitado estaba de acariciar y ser acariciado.

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