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Susana Fortes: El amante albanés

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Susana Fortes El amante albanés

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Alguien puede alejarse de la persona que ama abrumado por un sentimiento indebido o puede esperar una respuesta durante toda la vida. Pero nadie es capaz de renunciar al amor sin destruirse de algún modo a sí mismo. Una mujer con un extraño poder de seducción suscita sin saberlo el desafío de un amor prohibido en el que la propia pasión acaba por convertirse en una arma del destino para saldar las cuentas del pasado.

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¿De qué parte de su cerebro vendrían esas escenas de nitidez obsesiva? ¿Era su imaginación o su memoria la que las traía hasta su mente en una vaharada confusa de conversaciones escuchadas hacía muchísimo tiempo? El tiempo remoto al que pertenecían los primeros sonidos: el peculiar chirrido de unas ruedas sobre la gravilla del jardín o los aldabonazos de hierro en la puerta trasera de la mansión. El doctor Gjorg acostumbraba a entrar en la casa con total familiaridad por la puerta de servicio que daba paso directamente a la cocina.

Solía dejar sobre la mesa el maletín en el que guardaba una linterna cilíndrica, jeringuillas, agujas hipodérmicas, que desinfectaba a fuego en una bandeja metálica envuelta en llamaradas azules que despedían un intenso olor etílico, y el fonendoscopio, cuyo tacto frío todavía recordaba Ismaíl en la piel de su propia espalda. Pero no fue ese recuerdo el que lo hizo estremecerse de arriba abajo con un escalofrío, sino otro que venía extrañamente unido a él y también al vaho del alcohol destilado y al sonido de una puerta que se cerraba, tras la cual recordó haber oído el jadeo de una respiración tan violenta y afanosa como la de un animal moribundo en un establo. Ismaíl se revolvió entre las sábanas, moviendo la cabeza a un lado y a otro, hasta que por fin se incorporó bruscamente sobre la cama, sobresaltado, con la frente empapada de sudor, aturdido todavía sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba. «Una pesadilla», pensó. Afuera, tras el rectángulo de la ventana, empezaba a despuntar un amanecer violáceo y el viento zarandeaba con fuerza las ramas de los castaños.

Durante muchos años pensó que su madre había muerto de una enfermedad de la que no se hablaba por algún motivo que él siempre había atribuido a la aprensión que en Albania rodea todo lo relacionado con los muertos, y también acaso a otra razón más piadosa, la de no ahondar en la herida que siempre supone la desaparición de un ser querido. Cuando alguna vez se le había ocurrido preguntar, siempre había obtenido la misma respuesta brumosa, hasta que él mismo comprendió que debía dejar de hablar de Ella con esa intuición natural que desarrollan los niños para desenvolverse en el mundo de los adultos. Lo que se ha admitido desde siempre adquiere una categoría de verdad inalterable. No se cuestiona con el paso del tiempo o resulta muy difícil hacerlo. De hecho, Ismaíl no empezó a recelar de las explicaciones que siempre le habían dado hasta que la noticia de la exhumación del cadáver trajo a su mente imágenes nubladas por un remolino de pesadilla. Fue entonces cuando le vino a la memoria una frase perdida en una nebulosa tan densa que en ella no había apenas detalles que le permitieran situarla en el tiempo, palabras sueltas… Estaba jugando solo en la mesa de la cocina con la colección de soldados bolcheviques. Hanna, con un delantal blanco por encima del vestido, tarareaba una de sus canciones húngaras, como solía hacer mientras secaba los cubiertos. Oyó la voz de Ella que llegaba desde el exterior, mezclada con un cascabeleo de risa, una risa inconsciente y muy joven. Entró en la cocina, con los dientes relucientes y el abrigo salpicado de copos de nieve, llevaba los guantes y el gorro de piel todavía puestos. Saludó a Hanna y se acercó a darle un beso al niño, tenía las mejillas coloradas por el frío. Pero la criada no respondió al saludo, o lo hizo de un modo muy extraño. Dijo algo así como «¿No le parece que está llevando esto demasiado lejos?». «Vamos, Hanna», protestó Ella con un mohín, mientras se quitaba los guantes y colocaba las manos por encima de la plancha de hierro de la cocina para desentumecerlas. Alguna frase más debieron de intercambiar, pero Ismaíl sólo recordaba la última que pronunció Hanna, no por su significado, que entonces no podía alcanzar a entender, sino por el tono de advertencia y velada amenaza que encerraba y que no respondía a la forma en que debería expresarse una persona del servicio por más confianza que se le diera. Dijo: «Si esto sigue, nos va a traer la desgracia, señora», y después se pasó el dedo pulgar por la boca, como hacían supersticiosamente los campesinos de su país para conjurar los malos espíritus, como había hecho también el enterrador de Sharré en la taberna. Tal vez fue ese ademán precisamente el que salvó la frase del olvido, a los niños los impresionan los gestos, son muy teatrales.

Durante todo el día, Ismaíl buscó el momento apropiado para hablar con Viktor. No quería mencionarle el asunto de la exhumación todavía, pero sí necesitaba hacerle algunas preguntas. No fue fácil propiciar la conversación, porque su hermano parecía cada vez más ocupado en los asuntos oficiales desde que había entrado en el gabinete de su padre al servicio del partido. Pero al fin, a media tarde, logró abordarlo a solas en la biblioteca.

En los últimos tiempos, Viktor había cambiado también físicamente, aunque aún guardaba un gran parecido con Ismaíl en las facciones, la misma boca sensual heredada de la madre, que en su rostro adquiría una expresión un tanto fría y desdeñosa. Había en él algo espeso, solidificado antes de tiempo, que le hacía parecer mayor de lo que era. Todavía conservaba una musculatura recia en la espalda, pero por delante su torso empezaba a abarrilarse.

Estaba bastante más grueso quizá por efecto de la vida sedentaria y acaso también de la matrimonial.

Es algo que le ocurre con frecuencia a los hombres casados, existe una palabra de origen turco para designar ese proceso que todavía permanece en el dialecto montañés y que podría traducirse como empatronar, o hacerse patrón.

Ismaíl lanzó una mirada al retrato que colgaba de un panel de la pared. Era un rostro joven y algo ensimismado, la cabeza ligeramente ladeada, apoyada en una mano, la frente alta, los labios sensuales, pero demasiado oscuros, de un color casi púrpura.

– Tenía la boca amoratada, como las personas que sufren dolencias cardíacas -dijo Ismaíl en voz alta, pero el tono era íntimo, como si estuviera hablando para sí mismo. Después, volviéndose hacia su hermano, le preguntó-: ¿Te acuerdas de Ella?

Viktor levantó la cabeza del informe que tenía entre las manos, sorprendido. No esperaba la pregunta.

– Sí, bueno… a veces -respondió-. Ha pasado mucho tiempo.

– Fíjate -continuó Ismaíl, señalando la parte superior del cuadro-, la piel de las sienes es traslúcida y azulada. -Y se volvió de frente hacia su hermano para preguntarle-: ¿Tú sabes de qué murió exactamente?

– Siempre tuvo una salud delicada -respondió Viktor un poco atropelladamente-. Pero además, ¿a qué viene eso ahora?

– No sé… se me ha ocurrido de pronto. No todas las muertes son iguales. Hay muertes peores que otras, ¿no crees? Hay muertos que mueren por su propia mano o inducidos, y otros que mueren contra su voluntad por arma blanca o de fuego, o envenenados…

– Pero ¿qué tonterías estás diciendo? -lo interrumpió Viktor.

– Si estaba enferma, ¿por qué nunca fue a un hospital?

– Sabes tan bien como yo que la atendía el doctor Gjorg en casa, igual que a ti cuando tuviste la pleuresía.

– ¿Y por qué no hemos vuelto a ver al doctor Gjorg desde entonces? ¿No te parece muy extraño? -insistió Ismaíl.

– Lees demasiadas novelas -dijo Viktor, recostándose hacía atrás en el sillón y mirándolo ahora con cierto aire paternalista de reprobación, pero sus ojos se habían vuelto opacos, como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por que su expresión no delatase más de lo que era consciente de querer decir.

A Ismaíl no le gustó aquella mirada.

VIII

Iba con la cabeza apoyada en la ventanilla. La vibración del motor en los cristales lo ayudaba a no pensar. Los autobuses de línea que cubrían el trayecto Tirana-Fier pertenecían a un modelo de vehículo antiguo y desprendían un fuerte olor reconcentrado a goma y combustible. La carretera tenía frecuentes desniveles a causa de las torrenteras, descendía en una hondonada y luego volvía a ascender. Así, kilómetro tras kilómetro, atravesaron un puente, pasaron por un grupo de colinas pizarrosas de aspecto fantasmal, de cuyas laderas colgaban algunas casas diseminadas que aparecían y desaparecían a la vuelta de cada curva y dejaron atrás una base de instalaciones militares cuyo color se confundía con la vegetación. Viajaban despacio.

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