¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.
(Juan Pablo II a los cardenales, 1994)
El “Hamburg”, una galeaza a remo y vela, de tres palos, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, dedicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el “Hamburg” un pequeño barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuadernas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico estipendio.
En la primera de estas tiendas, viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamanos de babor, oteaba con un anteojo el puerto que acababan de abandonar.
Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del “Hamburg” se reunía, graznando destempladamente, preparando el regreso a puerto.
Por la amura, sobre la silueta de tierra, la bruma comenzaba a rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos del cielo azul que la calma chicha de la madrugada auguraba. El hombre menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso de la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un marinero al embarcar y leyó de nuevo el breve mensaje que contenía: Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una del mediodía.
El capitán Berger.
El Doctor le había hablado con afecto del capitán en Valladolid.
Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad de lustros. El Doctor confiaba de tal modo en el capitán que hasta que no supo su propósito de regresar a España en el otoño no se determinó a autorizar el viaje a Alemania de su correligionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía mentalmente la imagen del Doctor, tan taciturno y medroso en los últimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de su estancia en Europa. La reciente prohibición de salvar las fronteras concernía, es cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero que decidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a una “discreta vigilancia”. El Doctor había dicho “discreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo Cipriano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo del viaje: sus repentinos cambios de medio de transporte, el miramiento en la elección de posada o de lugares de encuentro para sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.
Cipriano Salcedo se sentía orgulloso de que el Doctor le hubiera elegido a él para tan delicada misión. Su decisión le liberó de viejos complejos, le permitió pensar que todavía podía ser útil a alguien, que todavía existía un ser en el mundo capaz de confiar en él y ponerse en sus manos. Y el hecho de que este ser fuera un hombre sabio, inteligente y prudente como el Doctor satisfizo su incipiente vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto de rendir viaje; que durante la penúltima etapa, en el “Hamburg”, patroneado por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, y que los encargos del Doctor Cazalla habían sido cumplidos.
Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojo en su mano pequeña y velluda. Media docena de marineros descalzos transportaban hacia popa unos maderos y las correspondientes estachas para unirlos. Detrás de ellos, otros tres cargaban con una estructura de madera, adaptable a la popa de la nave, en la que podía leerse, en letras grandes y doradas: “Dante Alighieri”.
En pocos minutos, con una eficacia que revelaba una práctica habitual, el equipo descolgó los tablones por la popa y afianzó los cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la guindola, mientras el resto dejaba resbalar con cuerdas el gran cartel que los de abajo superpusieron al nombre de “Hamburg”. Desde el andamio colgante, ajustaron con puntas y pasadores la estructura con el nuevo nombre y de esta manera, en apenas media hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.
Dos horas más tarde, en la camareta del capitán, donde un marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el cambio de nombre era una elemental medida de precaución que se adoptaba cada vez que la nave frecuentaba países enemigos de la Reforma de Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado se mostrase dubitativo, el capitán Berger, que hablaba siempre con los ojos entrecerrados como si permanentemente escudriñase el horizonte, agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres que han vivido en el mar:
– El riesgo se evita fácilmente. El “Hamburg” tiene doble matrícula, en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son, pues, legítimos. Usar uno u otro depende de nuestra conveniencia.
Acababan de tomar asiento alrededor de la mesa y Cipriano Salcedo reparó por vez primera en el tercer comensal, su vecino en la otra tienda de toldilla, a quien el capitán Berger había presentado como don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, rasurado, vestido totalmente de negro, que reconoció haber pasado en Ginebra el último medio año.
Cuando el capitán inició la conversación, él guardó silencio y tan sólo levantó la vista del plato cuando aquél preguntó a Salcedo por el “Doktor”.
Cipriano Salcedo carraspeó.
Vaciló al empezar a hablar. Era la reliquia que le había dejado el miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus toses espasmódicas en las mañanas de invierno.
No era tartamudez sino un leve tropiezo en la sílaba inicial, como un titubeo intrascendente:
– E… el Doctor está bien de salud, capitán. Si es caso un poco más magro y desencantado, las cosas distan de ir bien allí. Teme que Trento devuelva el problema a su origen, que no consigamos nada.
Éste ha sido el motivo de mi viaje: informarme. Conocer de cerca la realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton y adquirir libros…
– ¿Qué clase de libros?
– De todo tipo, especialmente los últimos editados. Hace tiempo que no entran libros en España.
El Santo Oficio acentúa su vigilancia. En este momento está revisando el Índice de libros prohibidos. Leer esos libros, venderlos o difundirlos constituyen de por sí graves delitos.
Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con su vaga respuesta y, en vista de su silencio, añadió:
– La que murió fue la madre del Doctor. La enterramos en el Convento de San Benito con cierta pompa, guardando debidamente las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.
– ¿Doña Leonor de Vivero? -inquirió el capitán.
– Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en tiempos el alma del negocio en Valladolid.
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