Miguel Delibes
La mortaja
El valle, en rigor, no era tal valle sino una polvorienta cuenca delimitada por unos tesos blancos e inhóspitos. El valle, en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas. Al finalizar mayo comenzaba a descender de los cerros de greda un calor denso y enervante, como una lenta invasión de lava, que en pocas semanas absorbía las últimas humedades del invierno. El lecho de la cuenca, entonces, empezaba cuartearse por falta de agua y el río se encogía sobre sí mismo y su caudal pasaba en pocos días de una opacidad lora y espesa a una verdosidad de botella casi transparente. El trigo, fustigado por el sol, espigaba y maduraba apenas granado y a primeros de junio la cuenca únicamente conservaba dos notas verdes: la enmarañada fronda de las riberas del río y el emparrado que sombreaba la mayor de las tres edificaciones que se levantaban próximas a la corriente. El resto de la cuenca asumía una agónica amarillez de desierto. Era el calor y bajo él se hacía la siembra de los melonares, se segaba el trigo, y la codorniz, que había llegado con los últimos fríos de la Baja Extremadura, abandonaba los nidos y buscaba el frescor en las altas pajas de los ribazos. La cuenca parecía emanar un aliento fumoso, hecho de insignificantes partículas de greda y de polvillo de trigo. Y en invierno y verano la casa grande, flanqueada por el emparrado, emitía un «bom-bom» acompasado, casi siniestro, que era como el latido de un enorme corazón.
El niño jugaba en el camino, junto a la casa blanca, bajo el sol, y sobre los trigales, a su derecha, el cernícalo aleteaba sin avanzar, como si flotase en el aire, cazando insectos. La tarde cubría la cuenca compasivamente y el hombre que venía de la falda de los cerros, con la vieja chaqueta desmayada sobre los hombros, pasó por su lado, sin mirarle, empujó con el pie la puerta de la casa y casi a ciegas se desnudó y se desplomó en el lecho sin abrirlo. Al momento, casi sin transición, empezó a roncar arrítmicamente.
El Senderines, el niño, le siguió con los ojos hasta perderle en el oscuro agujero de la puerta; al cabo reanudó sus juegos.
Hubo un tiempo en que al niño le descorazonaba que sus amigos dijeran de su padre que tenía nombre de mujer; le humillaba que dijeran eso de su padre, tan fornido y poderoso. Años antes, cuando sus relaciones no se habían enfriado del todo, el Senderines le preguntó si Trinidad era, en efecto, nombre de mujer. Su padre había respondido:
– Las cosas son según las tomes. Trinidad son tres, dioses y no tres diosas, ¿comprendes? De todos modos mis amigos me llaman Trino para evitar confusiones.
El Senderines, el niño, se lo dijo así a Canor. Andaban entonces reparando la carretera y solían sentarse al caer la tarde sobre los bidones de alquitrán amontonados en las cunetas. Más tarde, Canor abandonó la Central y se marchó a vivir al pueblo a casa de unos parientes Sólo venía por la Central durante las Navidades.
Canor, en aquella ocasión, se las mantuvo tiesas e insistió que Trinidad era nombre de mujer corno todos los nombres que terminaban en «dad» y que no conocía un solo nombre que terminara en «dad» y fuera nombre de hombre, No transigió, sin embargo:
– Bueno -dijo, apurando sus razones-. No hay mujer que pese más de cien kilos, me parece a mí. Mi padre pesa más de cien kilos.
Todavía no se bañaban las tardes de verano en la gran balsa que formaba el río, junto ala central, porque ni uno ni otro sabía sostenerse sobre el agua. Ni osaban pasar sobre el muro de cemento al otro lado del río porque una vez que el Senderines lo intentó sus pies resbalaron en el verdín y sufrió una descalabradura. Tampoco el río encerraba por aquel tiempo alevines de carpa ni lucios porque aún no los habían traído de Aranjuez, El río no sólo daba por entonces barbos espinosos y alguna tenca, y Ovi, la mujer de Goyo, aseguraba que tenían un asqueroso gusto a cieno, A pesar de ello, Goyo dejaba pasar las horas sentado sobre la presa, con la caña muerta en los dedos, o buscando pacientemente ovas o gusanos para encarnar el anzuelo. Canor y el Senderines solían sentarse a su lado y le observaban en silencio. A veces el hilo se tensaba, la punta de la caña descendía hacia el río y entonces Goyo perdía el color e iniciaba una serie de movimientos precipitados y torpes. El barbo luchaba por su libertad pero Goyo tenía previstas alevosamente cada una de sus reacciones. Al fin el pez terminaba por reposar su fatiga sobre el muro y Canor y el Senderines le hurgaban cruelmente en los ojos y la boca con unos juncos hasta que le veían morir.
Más tarde los prohombres de la reproducción piscícola, aportaron al río alevines de carpa y pequeños lucios. Llegaron tres camiones de Aranjuez cargados de perolas con la recría, y allí la arrojaron a la corriente para que se multiplicasen. Ahora Goyo decía que los lucios eran voraces como tiburones y que a una lavandera de su pueblo uno de ellos le arrancó un brazo hasta el codo de una sola dentellada. El Senderines le había oído contar varias veces la misma historia y mentalmente decidió no volver a bañarse sobre la quieta balsa de la represa. Mas una tarde pensó que los camiones de Aranjuez volcaron su carga sobre la parte baja de la represa y bañándose en la balsa no habla por qué temer. Se lo dijo así a Goyo y Goyo abrió mucho los ojos y la boca, como los peces en la agonía, para explicarle que los lucios, durante la noche, daban brincos como títeres y podían salvar alturas de hasta más de siete metros. Dijo también que algunos de los lucios de Aranjuez estarían ya a más de veinte kilómetros río arriba porque eran peces muy viajeros. El Senderines pensó, entonces, que la situación era grave. Esa noche soñó que se despertaba y al asomarse a la ventana sobre el río, divisó un ejército de lucios que saltaban la presa contra corriente; sus cuerpos fosforescían con un lúgubre tono cárdeno, como de fuego fatuo, a la luz de la luna. Le dominó un oscuro temor. No le dijo nada a su padre, sin embargo. A Trinidad le irritaba que mostrase miedo hacia ninguna cosa.
Cuando muy chico solía decirle:
– No vayas a ser como tu madre que tenía miedo de los truenos y las abejas. Los hombres no sienten miedo de nada.
Su madre acababa de morir entonces. El Senderines tenía una idea confusa de este accidente. Mentalmente le relacionaba con el piar frenético de los gorriones nuevos y el zumbido incesante de los tábanos en la tarde. Aún recordaba que el doctor le había dicho:
– Tienes que comer, muchacho. A los niños flacos les ocurre lo que a tu madre.
El Senderines era flaco. Desde aquel día le poseyó la convicción de que estaba destinado a morir joven; le sucedería lo mismo que a su madre. En ocasiones, Trinidad le remangaba pacientemente las mangas de la blusita y le tanteaba el brazo, por abajo y por arriba:
– íBah! ¡Bah! -decía, decepcionado.
Los bracitos del Senderines eran entecos y pálidos. Trino buscaba en ellos, en vano, el nacimiento de la fuerza. Desde entonces su padre empezó a despreciarle. Perdió por él la ardorosa debilidad de los primeros años. Regresaba de la Central malhumorado y apenas si le dirigía la palabra. Al comenzar el verano le dijo:
– ¿Es que no piensas bañarte más en la balsa, tú?
El Senderines frunció el ceño; se azoró:
– Baja mucha porquería de la fábrica, padre -dijo.
Trino sonrió; antes que sonrisa era la suya una mueca displicente:
– Los lucios se comen a los niños crudos ¿no es eso?
El Senderines humilló los ojos. Cada vez que su padre se dirigía a él y le miraba de frente le agarraba la sensación de que estaba descubriendo hasta sus pensamientos más recónditos,
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