Miguel Delibes - La mortaja

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Esta recopilación de nueve cuentos de MIGUEL DELIBES constituye una excelente piedra de toque para el conocimiento de las claves de su obra. Si en «El amor propio de JuanitoOsuna» encontramos una primera tentativa del monólogo interior que prefigura la técnica utilizada posteriormente en «Cinco horas con Mario», los dos ejes espaciales del mundoliterario de Delibes el campo castellano y la vida provinciana se aprecian en «El conejo» y «El perro», por un lado, y «El patio de vecindad» y «Navidad sin ambiente», por otro. Lacapacidad para el costumbrismo se hace patente en «El sol», la presencia de lo sobrenatural en «La fe», y «Las visiones» es un prodigio de dominio del lenguaje popular. Por último, lascuatro constantes que el propio autor ha reconocido en su obra la naturaleza, la muerte, la infancia y el prójimo se conjugan de manera obsesiva en el cuento que da título al volumen,LA MORTAJA, uno de los mejores relatos cortos de la literatura española.

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Intentó levantar el cadáver por la cintura, en vano. La codorniz cantaba ahora más cerca. El Senderines se limpió el sudor de la frente con la bocamanga. Hizo otro intento. «Cagüen» -murmuró-, De súbito se sentía impotente; presentía que había alcanzado el tope de sus posibilidades. Jamás lograría colocar los pantalones en su sitio, Instintivamente posó la mirada en el rostro del padre y vio en sus ojos todo el espanto de la muerte. El niño, por primera vez en la noche, experimentó unos atropellados deseos de llorar. «Algo le hace daño en alguna parte», pensó. Pero no lloró por no aumentar su daño, aunque le empujaba a hacerlo la conciencia de que no podía aliviarlo. Levantó la cabeza y volvió los ojos atemorizados por la pieza. El Senderines reparó en la noche y en su soledad. Del cauce ascendía el rumor fragoroso de la Central acentuando el silencio y el niño se sintió desconcertado. Instintivamente se separó unos metros de la cama; durante largo rato permaneció en pie, impasible, con los escuálidos bracitos desmayados a lo largo del cuerpo. Necesitaba una voz y sin pensarlo más se acercó a la radio y la conectó. Cuando nació en la estancia y se fue agrandando una voz nasal ininteligible, el Senderines clavó sus ojos en los del muerto y todo su cuerpecillo se tensó. Apagó el receptor porque se le hacía que era su padre quien hablaba de esa extraña manera. Intuyó que iba a gritar y paso a paso fue reculando sin cesar de observar el cadáver.

Cuando notó en la espalda el contacto de la puerta suspiró y sin volverse buscó a tientas el pomo y abrió aquélla de par en par.

Salió corriendo a la noche. El cebollero dejó de cantar al sentir sus pisadas en el sendero. Del río ascendía una brisa tibia que enfriaba sus ropas húmedas. Al alcanzar el almorrón el niño se detuvo. Del otro lado del campo de trigo veía brillar la luz de la casa de Goyo. Respiró profundamente. Él le ayudaría y jamás descubriría a nadie que vió desnudo el cuerpo de Trino. El grillo reanudó tímidamente el cri-cri a sus espaldas Según caminaba, el Senderines descubrió una lucecita entre los yerbajos de la vereda. Se detuvo, se arrodilló en el suelo y apartó las pajas. «Oh, una luciérnaga» -se dijo, con una alegría desproporcionada. La tomó delicadamente entre sus dedos y con la otra mano extrajo trabajosamente del bolsillo del pantalón una cajita de betún con la cubierta horadada. Levantó la cubierta con cuidado y la encerró allí. En la linde del trigal tropezó con un montón de piedras. Algunas, las más blancas, casi fosforescían en las tinieblas. Tomó dos y las hizo chocar con fuerza. Las chispas se desprendían con un gozoso y efímero resplandor. La llamada insolente de la codorniz, a sus pies, le sobresaltó. El Senderines continuó durante un rato frotando las piedras hasta que le dolieron los brazos de hacerlo; sólo entonces se llegó a la casa de Goyo y llamó con el pie.

La Ovi se sorprendió de verle.

– ¿Qué pintas tú aquí a estas horas? -dijo-. Me has asustado.

El Senderines, en el umbral, con una piedra en cada mano, no sabía qué responder. Vio desplazarse a Goyo al fondo de la habitación, desenmarañando un sedal:

– ¿Ocurre algo? -voceó desde dentro.

A el Senderines le volvió inmediatamente la lucidez. Dijo:

– ¿Es que vas a pescar lucios mañana?

– Bueno -gruñó Goyo aproximándose-. No te habrá mandado tu padre a estas horas a preguntar si voy a pescar mañana o no, ¿verdad?

A el Senderines se le quebró la sonrisa en los labios Denegó con la cabeza, obstinadamente. Balbució al fin:

– Mi padre ha muerto.

La Ovi, que sujetaba la puerta, se llevó ambas manos a los labios:

– ¡Ave María! ¿Qué dices? -dijo. Había palidecido.

Dijo Goyo:

– Anda, pasa y no digas disparates. ¿Qué esperas ahí a la puerta con una piedra en cada mano? ¿Dónde llevas esas piedras? ¿Estás tonto?

El Senderines se volvió y arrojó los guijarros a lo oscuro, hacia la linde del trigal, donde la codorniz cantaba. Luego franqueó la puerta y contó lo que había pasado. Goyo estalló; hablaba a voces con su mujer, con la misma tranquilidad que si el Senderines no existiese:

– Ha reventado, eso. ¿Para qué crees que tenemos la cabeza sobre los hombros? Bueno, pues a Trino le sobraba. Esta tarde disputó con Baudilio sobre quién de los dos comía más. Pagó Baudilio, claro. Y ¿sabes qué se comió el Trino? Dos docenas de huevos para empezar; luego se zampó un cochinillo y hasta royó los huesos y todo. Yo le decía: «Para ya.» Y ¿sabes qué me contestó? Me dice: «Tú a esconder, marrano.» Se había metido ya dos litros de vino y no sabía lo que se hacía. Y es lo que yo me digo, si no saben beber es mejor que no lo hagan. Le está bien empleado ¡eso es todo lo que se me ocurre!

Goyo tenía los ojos enloquecidos, y según hablaba, su voz adquiría unos trémolos extraños. Era distinto a cuando pescaba. En todo caso tenía cara de pez. De repente se volvió al niño, le tomó de la mano y tiró de él brutalmente hacia dentro de la casa. Luego empujó la puerta de un puntapié. Voceó, como si el Senderines fuera culpable de algo:

– Luego me ha dado dos guantadas ¿sabes? Y eso no se lo perdono yo ni a mi padre, que gloria haya. Si no sabe beber que no beba. Al fin y al cabo yo no quería jugar y él me obligó a hacerlo. Y si le había ganado la apuesta a Baudilio, otras veces tendremos que perder, digo yo. La vida es así. Unas veces se gana y otras se pierde. Pero él, no. Y va y me dice: «¿Tienes triunfo?» Y yo le digo que sí, porque era cierto y el Baudilio terció entonces que la lengua en el culo y que para eso estaban las señas. Pero yo dije que sí y él echó una brisca y Baudilio sacudió el rey pero yo no tenía para matar al rey aunque tenía triunfo y ellos se llevaron la baza.

Goyo jadeaba. El sudor le escurría por la piel lo mismo que cuando luchaba con los barbos desde la presa. Le exaltaba una irritación creciente a causa de la conciencia de que Trino estaba muerto y no podía oírle. Por eso voceaba a el Senderines en la confianza de que algo le llegara al otro y el Senderines le miraba atónito, enervado por una dolorosa confusión. La Ovi permanecía muda, con las chatas manos levemente crispadas sobre el respaldo de una silla. Goyo vociferó:

– Bueno, pues Trino, sin venir a cuento, se levanta y me planta dos guantadas. Así, sin más; va y me dice: «Toma y toma, por tu triunfo.» Pero yo sí tenía triunfo, lo juro por mi madre, aunque no pudiera montar al rey, y se lo enseñé a Baudilio y se puso a reír a lo bobo y yo le dije a Trino que era un mermado y él se puso a vocear que me iba a pisar los hígados. Y yo me digo que un hombre como él no tiene derecho a golpear a nadie que no pese cien kilos, porque es lo mismo que si pegase a una mujer. Pero estaba cargado y quería seguir golpeándome y entonces yo me despaché a mi gusto y me juré por éstas que no volvería a mirarle a la cara así se muriera. ¿Comprendes ahora?

Goyo montó los pulgares en cruz y se los mostró insistentemente a el Senderines, pero el Senderines no le comprendía.

– Lo he jurado por éstas -agregó- y yo no puedo ir contigo ahora; ¿sabes? Me he jurado no dar un paso por él y esto es sagrado, ¿comprendes? Todo ha sido tal y como te lo digo.

Hubo un silencio. Al cabo, añadió Goyo, variando de tono:

– Quédate con nosotros hasta que le den tierra mañana. Duerme aquí; por la mañana bajas al pueblo y avisas al cura.

El Senderines denegó con la cabeza:

– Hay que vestirle -dijo-. Está desnudo sobre la cama.

La Ovi volvió a llevarse las manos a la boca:

– ¡Ave María! -dijo.

Goyo reflexionaba. Dijo al fin, volviendo a poner en aspa los pulgares:

– ¡Tienes que comprenderme! He jurado por éstas no volver a mirarle a la cara y no dar un paso por él. Yo le estimaba, pero él me dio esta tarde dos guantadas sin motivo y ello no se lo perdono yo ni a mi padre. Ya está dicho.

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