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Miguel Delibes: La mortaja

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Miguel Delibes La mortaja

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Esta recopilación de nueve cuentos de MIGUEL DELIBES constituye una excelente piedra de toque para el conocimiento de las claves de su obra. Si en «El amor propio de JuanitoOsuna» encontramos una primera tentativa del monólogo interior que prefigura la técnica utilizada posteriormente en «Cinco horas con Mario», los dos ejes espaciales del mundoliterario de Delibes el campo castellano y la vida provinciana se aprecian en «El conejo» y «El perro», por un lado, y «El patio de vecindad» y «Navidad sin ambiente», por otro. Lacapacidad para el costumbrismo se hace patente en «El sol», la presencia de lo sobrenatural en «La fe», y «Las visiones» es un prodigio de dominio del lenguaje popular. Por último, lascuatro constantes que el propio autor ha reconocido en su obra la naturaleza, la muerte, la infancia y el prójimo se conjugan de manera obsesiva en el cuento que da título al volumen,LA MORTAJA, uno de los mejores relatos cortos de la literatura española.

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A sus espaldas, Trino esperaba pacientemente, resignadamente, que cubriera su desnudez. A el Senderines empezaba a pesarle el sueño sobre las cejas. Se esforzaba en mantener los ojos abiertos y, a cada intento, experimentaba la sensación de que los globos oculares se dilataban y oprimían irresistiblemente los huecos de sus cuencas. Inmovilidad La inmovilidad de Trino, el zumbido de la Central, la voz del Pernales, el golpeteo de la codorniz, eran incitaciones casi invencibles al sueño. Mas él sabía que era preciso conservarse despierto, siquiera hasta que el cuerpo de su padre estuviera vestido.

El Pernales se había calzado el otro pie y se movía ahora con el equilibrio inestable de quien por primera vez calza zuecos. De vez en cuando, la confortabilidad inusitada de sus extremidades tiraba de sus pupilas y él entonces cedía, bajaba los ojos, y se recreaba en el milagro, con un asomo de vanidosa complacencia. Advirtió súbitamente la impaciencia del pequeño, se rascó la cabeza y dijo:

– ¡Vaaaya! A trabajar. No me distraigas hijo.

Se aproximó al cadáver e introdujo las dos manos bajo la cintura. Advirtió:

– Estate atento y tira del pantalón hacia arriba cuando yo le levante.

Pero no lo logró hasta el tercer intento. El sudor le chorreaba por las sienes. Luego, cuando abotonaba el pantalón, dijo, como para sí:

– Es la primera vez que hago esto con otro hombre.

El Senderines sonrió hondo. Oyó la voz del Pernales.

– No querrás que le pongamos la camisa nueva, ¿verdad, hijo? Digo yo que de esa camisa te sacan dos para ti y aún te sobra tela para remendarla.

Regresó del armario con la camisa que Trino reservaba para los domingos. Agregó confidencialmente:

– Por más que si te descuidas te cuesta más eso que si te las haces nuevas.

Superpuso la camisa a sus harapos y miró de frente- al niño. Le guiñó un ojo y sonrió.

– Eh, ¿qué tal? -dijo.

El niño quería dormir, pero no quería quedarse solo con el muerto.

Añadió el Pernales:

– Salgo yo a la calle con esta camisa y la gente se piensa que soy un ladrón. Sin embargo, me arriesgaría con gusto si supiera que la Paula va a aceptar un baile conmigo por razón de esta camisa. Y yo digo: ¿Para qué vas a malgastar en un muerto una ropa nueva cuando hay un vivo que la puede aprovechar?

– Para ti -dijo el niño a quien la noche pesaba ya demasiado sobre las cejas.

– Bueno, hijo, no te digo que no, porque este saco de poco te puede servir a ti, si no es para sacarle lustre a los zapatos.

Depositó la camisa flamante sobre una silla, tomó la vieja y sudada de la que Trino acababa de despojarse, introdujo su brazo bajo los sobacos del cadáver y le incorporó:

– Así -dijo-. Métele el brazo por esa manga…, eso es.

La falta de flexibilidad de los miembros de Trino exasperaba al niño. El esperaba algo que no se produjo:

– No ha dicho nada -dijo, al concluir la operación, con cierto desencanto.

El Pernales volvió a él sus ojos asombrados:

– ¿Quién?

– El padre.

– ¿Qué querías que dijese?

– La Ovi dice que los muertos hablan y a veces hablan los gatos que están junto a los muertos.

– ¡Ah, ya! -dijo el Pernales.

Cuando concluyó de vestir al muerto-, destapó la botella y echó un largo trago. A continuación la guardó en un bolsillo, el despertador en el otro y colocó cuidadosamente el traje y la camisa en el antebrazo. Permaneció unos segundos a los pies de la cama, observando el cadáver.

– Digo -dijo de pronto- que este hombre tiene los ojos y la boca tan abiertos como si hubiera visto al diablo. ¿No probaste de cerrárselos?

– No -dijo el niño.

El Pernales vaciló y, finalmente, depositó las ropas sobre una silla y se acercó al cadáver. Mantuvo un instante los dedos sobre los párpados inmóviles y cuando los retiró, Trinidad descansaba. Seguidamente le anudó un pañuelo en la nuca, pasándosele bajo la barbilla. Dijo, al concluir:

– Mañana, cuando bajes a dar aviso, se lo puedes quitar.

El Senderines se erizó.

– ¿Es que te marchas? -inquirió anhelante.

– ¡Qué hacer! Mi negocio está allá abajo, hijo, no lo olvides.

El niño se despabiló de pronto:

– ¿Qué hora es?

El Pernales extrajo el despertador del bolsillo.

– Esto tiene las dos; puede que vaya adelantado.

– Hasta las seis no subirá Conrado de la Central -exclamó el niño-. ¿Es que no puedes aguardar conmigo hasta esa hora?

– ¡Las seis! Hijo, ¿qué piensas entonces que haga de lo mío?

El Senderines se sentía desolado. Recorrió con la mirada toda la pieza. Dijo, de súbito, desbordado:

– Quédate y te daré… te daré -se dirigió al armario- esta corbata y estos calzoncillos y este chaleco y la pelliza, y… Y…

Arrojó todo al suelo, en informe amasijo. El miedo le atenazaba. Echó a correr hacia el rincón.

– … Y el aparato de radio -exclamó.

Levantó hacia el Pernales sus pupilas humedecidas.

– Pernales, si te quedas te daré también el aparato de radio -repitió triunfalmente.

El Pernales dio unos pasos ronceros por la habitación.

– El caso es -dijo- que más pierdo yo por hacerte caso.

Mas cuando le vio sentado, el Senderines le dirigió una sonrisa agradecida. Ahora empezaban a marchar bien las cosas. Conrado llegaría a las seis y la luz del sol no se marcharía ya hasta catorce horas más tarde. Se sentó, a su vez, en un taburete, se acodó en el jergón y apoyó la barbilla en las palmas de las manos. Volvía a ganarle un enervamiento reconfortante. Permaneció unos minutos mirando al Pernales en silencio. El «bom-bom» de la Central ascendía pesadamente del cauce del río.

Dijo el niño, de pronto:

– Pernales, ¿cómo te las arreglas para escupir por el colmillo? Ésa es una cosa que yo quisiera aprender.

El Pernales sacó pausadamente la botella del bolsillo y bebió; bebió de largo como si no oyera al niño; como si el niño no existiese. Al concluir, la cerró con parsimonia y volvió a guardarla. Finalmente, dijo:

– Yo aprendí a escupir por el colmillo, hijo, cuando me di cuenta que en el mundo hay mucha mala gente y que con la mala gente si te líras a trompazos te encierran y si escupes por el colmillo nadie te dice nada. Entonces yo me dije: «Pernales, has de aprender a escupir por el colmillo para poder decir a la mala gente lo que es sin que nadie te ponga la mano encima, ni te encierren.» Lo aprendí. Y es bien sencillo, hijo.

La cabecita del niño empezó a oscilar. Por un momento el niño trató de sobreponerse; abrió desmesuradamente los ojos y preguntó:

– ¿Cómo lo haces?

El Pernales abrió un palmo de boca y hablaba como si la tuviera llena de pasta. Con la negra uña de su dedo índice se señalaba los labios. Repitió:

– Es bien sencillo, hijo. Combas la lengua y en hueco colocas el escupitajo…

El Senderines no podía con sus párpados. La codorniz aturdía ahora. El grillo hacía un cuarto de hora que había cesado de cantar.

– … luego no haces sino presionar contra los dientes y…

El Senderines se dejaba arrullar. La conciencia de compañía había serenado sus nervios. Y también el hecho de que ahora su padre estuviera vestido sobre la cama. Todo lo demás quedaba muy lejos de él. Ni siquiera le preocupaba lo que pudiera encontrar mañana por detrás de los tesos.

– … y el escupitajo escapa por el colmillo por que…

Aún intentó el niño imponerse a la descomedida atracción del sueño, pero terminó por reclinar suavemente la frente sobre el jergón, junto a la pierna del muerto y quedarse dormido. Sus labios dibujaban la iniciación de una sonrisa y en su tersa mejilla había aparecido un hoyuelo diminuto.

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