Peter Tremayne
Una Mortaja Para El Arzobispo
2º Sor Fidelma
Yo declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte.
La República, Platón (427-347 a.C.)
Para Peter Haining, que me aconsejó en el bautizo; y también para Mike Ashley, el primer «converso» de sor Fidelma.
El escenario de este relato es la Roma de finales de verano del año 664 d.C.
Los lectores que desconozcan este período de la edad oscura han de saber que el concepto de celibato entre los religiosos cristianos, tanto en la Iglesia católica romana como en la que ha sido conocida como la Iglesia celta, distaba mucho de ser universal. Aunque siempre hubo ascetas que sublimaron el amor físico dedicándolo a una deidad, no fue hasta el concilio de Nicea, en el año 325 d.C. que se condenaron los matrimonios entre religiosos, aunque no se prohibieron. El concepto de celibato en la Iglesia romana provenía de las costumbres que practicaban las sacerdotisas paganas de Vesta y los sacerdotes de Diana. En el siglo V, Roma ya había prohibido a los clérigos que tenían el rango de abad y obispo dormir con sus mujeres y, poco después, incluso casarse. Roma intentaba disuadir al clero general de que se casara, pero no estaba prohibido. Es más, sólo la reforma papal de León IX (1049-1054 d.C.) llevó a cabo un intento serio de obligar al clero occidental a aceptar el celibato universal.
En la Iglesia oriental ortodoxa, los sacerdotes con rango inferior a abad y obispo conservaron el derecho a casarse hasta el día de hoy.
La condenación del «pecado de la carne» permaneció ajena a los conceptos de la Iglesia celta mucho tiempo después de que la postura de Roma se convirtiera en dogma. Ambos sexos convivían en abadías y monasterios que se conocían con el nombre de conhospitae, o casas dobles, donde hombres y mujeres vivían y educaban a sus hijos en el servicio de Cristo. Conocer este hecho resulta esencial para entender algunas de las tensiones que surgen en este relato.
La noche era cálida y fragante, pero de un perfume tan agobiante como sólo puede serlo una noche de verano romana. El patio del palacio de Letrán, envuelto en la penumbra, se llenaba de los aromas agridulces de las hierbas que crecían en los arriates bien cuidados de los bordes; el olor almizcleño del basilisco y la acritud del romero ascendían, casi sofocantes, en el aire irrespirable. El joven oficial de guardia de los custodes del palacio levantó la mano para enjugarse las gotitas de sudor concentradas en la frente bajo el casco de bronce. Aunque la atmósfera era entonces opresiva, pensó que al cabo de unas pocas horas agradecería la calidez del resistente sagus de lana, que le colgaba suelto de los hombros, pues cuando empezara a amanecer la temperatura descendería de forma repentina.
La única campana de la cercana basílica de san Juan dio las doce de la noche, la hora del ángelus. Al sonar la campana, el joven oficial musitó obedientemente la oración ritual: «Ángelus Domini nuntiavit Mariae… Los ángeles del Señor anunciaron a María…». Murmuró la plegaria de forma automática, sin poner sentimiento en las palabras ni prestar atención al significado de las frases. Tal vez porque su mente no estaba concentrada en la fórmula oyó el ruido.
Por encima del tañido de la única campana y el ruido del chorro de la fuentecita situada en el centro del patio, le llegaba otro sonido a sus oídos. Un rumor de cuero arrastrándose sobre el suelo empedrado. El joven custos frunció el ceño e inclinó la cabeza para identificar de dónde provenía el ruido. Estaba seguro de haber oído unos pasos pesados entre las oscuras sombras al otro extremo del patio.
– ¿Quién anda ahí? -inquirió.
No hubo respuesta.
El oficial de guardia extrajo con cuidado su espada corta de la vaina de cuero, era el gladius de hoja ancha con el que las famosas legiones de Roma, tiempo atrás, habían impuesto su voluntad imperial sobre los pueblos del mundo. Arrugó el entrecejo al pensar algo tan intrascendente. Ahora esta misma espada corta defendía la seguridad del palacio del obispo de Roma, el santo padre de la Iglesia universal de Cristo (Sacrosancta Laternensis ecclesia, omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput).
– ¿Quién anda ahí? Presentaos -volvió a exigir, con una voz que se hizo áspera al dar la orden.
Tampoco hubo respuesta, pero… sí; el oficial oyó unos pies que se arrastraban, luego unos pasos apresurados. Alguien se alejaba del patio, que parecía envuelto en una mortaja, y tomaba una de las callejuelas oscuras. El custos maldijo en silencio la negrura del patio pero, con zancadas rápidas, avanzó por el adoquinado y llegó hasta la entrada de la callejuela. En la penumbra vio una silueta de hombros cargados que se movía con rapidez.
– ¡Alto!
El joven oficial gritó lo más fuerte que pudo.
La figura empezó entonces a correr; sus sandalias planas de cuero golpeaban contra la piedra con sonoridad.
Dejando la dignidad a un lado, el custos empezó a correr calle abajo. Aunque que él era joven y ágil, su presa debía de serlo más, pues cuando el oficial llegó al final de la callejuela no quedaba ya rastro de ella. La callejuela daba a un patio más amplio, que, a diferencia del patio más pequeño de más atrás, estaba bien iluminado con varias antorchas. La razón de ello era simple; este patio estaba rodeado por las estancias de los administradores del palacio papal, en tanto que el pequeño era tan sólo la entrada a los alojamientos de los invitados.
El joven oficial se detuvo, entornó los ojos y examinó el gran rectángulo. En el extremo más alejado, junto a la entrada de uno de los edificios principales, vio a dos de sus compañeros custodes que estaban de guardia. Si los llamaba para pedirles ayuda, pondría en guardia a su presa. Pero no veía a nadie más. Empezó a atravesar el patio con el propósito de preguntar a los otros custodes si habían visto salir a alguien del callejón, cuando lo detuvo un ligero sonido detrás de él, a su izquierda.
Giró en redondo intentando ver algo en la penumbra.
Había una silueta oscura ante una de las puertas que daban al patio.
– Identificaos -ordenó secamente.
La figura se puso tensa y luego dio unos pasos adelante, pero no respondió.
– ¡Adelantaos e identificaos! -gritó el oficial, sosteniendo la espada preparada sobre su peto.
– En el nombre de Dios -dijo resollando una voz melosa-, ¡identificaos vos primero!
Sorprendido por la respuesta, el joven contestó.
– Soy el tesserarius Licinio de los custodes. ¡Ahora identificaos vos!
Licinio no podía evitar sentirse orgulloso de su rango, pues lo acababan de ascender. En el antiguo ejército imperial ese rango correspondía al oficial que recibía de su general la tablilla, o tessera, sobre la que estaba escrita la contraseña del día. Para los custodes del palacio de Letrán, era el rango del oficial de guardia.
– Soy el padre Aon Duine -respondió una voz que tenía el acento ceceante de un extranjero. El hombre dio otro paso adelante de manera que la luz vacilante de una antorcha cercana le iluminó el rostro. Licinio percibió que el hombre era ligeramente regordete y hablaba con el jadeo de alguien que tiene problemas respiratorios, o que acababa de hacer una carrera.
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