Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Licinio examinó al hombre con desconfianza y le hizo señas de que se adelantara otro paso para que la luz lo iluminara totalmente. El hermano tenía cara de luna y llevaba la tonsura estrafalaria de los monjes irlandeses, consistente en llevar la parte anterior de la cabeza afeitada, a lo largo de una línea que iba de oreja a oreja, y el cabello largo detrás.

– ¿Hermano «Ayn-Dina»? -dijo, intentando repetir el nombre que le había dado el monje.

El hombre sonrió afirmando amablemente.

– ¿Qué hacéis por aquí a esta hora? -inquirió el joven oficial.

– Aquél es mi despacho, tesserarius - se explicó, señalando el edificio que tenía detrás.

– ¿Habéis estado en el patio pequeño de allá? -preguntó Licinio, alzando su espada en dirección al oscuro callejón.

El monje de cara redonda parpadeó y se mostró sorprendido.

– ¿Por qué habría de haber estado allí?

Licinio suspiró irritado.

– He perseguido a alguien por ese callejón hace tan sólo un momento. ¿Decís que esa persona no erais vos?

El monje negó con la cabeza enérgicamente.

– He estado en mi escritorio hasta que me fui del despacho. Entré en el patio y me abordasteis cuando atravesaba la puerta.

Licinio envainó la espada y, perplejo, se pasó la mano por la frente.

– ¿Y no habéis visto vos a nadie más, a alguien corriendo?

De nuevo el monje movió la cabeza con énfasis para indicar que no.

– Nadie antes de que me llamarais vos para que me identificara.

– Entonces, perdonad hermano, y haced lo que tengáis que hacer.

El monje regordete se detuvo un momento, inclinó la cabeza en señal de gratitud y luego se escabulló por el patio; sus sandalias de cuero golpeaban contra el suelo mientras avanzaba hacia la entrada abovedada que daba a las calles de la ciudad.

Uno de los guardias que estaba en la puerta principal, un decurión, había atravesado el patio para ver qué era aquel ruido.

– ¡Ah, Licinio! Sois vos. ¿Qué pasa?

El tesserarius hizo una mueca mostrando preocupación.

– Había alguien merodeando en el patio pequeño de allá, Marco. Le di el alto y lo perseguí hasta aquí. Pero creo que me ha esquivado.

El decurión llamado Marco se rió en voz baja.

– ¿Por qué razón perseguíais a alguien, Licinio?

¿Qué tiene de extraño que haya alguien en el patio pequeño a esta hora o a cualquier hora?

Licinio miró con acritud a su compañero, sintiendo amargura por el mundo y, en particular, por la guardia que le había tocado aquella noche.

– ¿No lo sabéis? La domus hospitalis, los aposentos de los huéspedes, está situada allí. Y su santidad tiene invitados especiales; obispos y abades de los extraños reinos sajones. Me dijeron que montara una guardia especial, pues al parecer los sajones tienen enemigos en Roma. Me dijeron que interrogara a cualquiera que se comportara de forma sospechosa en las cercanías de los aposentos de los invitados.

Los otros custodes resoplaron desdeñosos.

– Yo creía que los sajones aún eran paganos. -Se detuvo y entonces señaló con la cabeza el sitio por donde había desaparecido el monje-. ¿A quién interrogabais ahora mismo si no era ese sospechoso que decís?

– Un monje irlandés. El hermano «Ayn-dina», según me dijo. Resulta que salía de su despacho, por allí, y yo pensé que tal vez había visto al hombre que yo perseguía. De todas formas, no ha visto a nadie.

El decurión sonrió burlonamente.

– Esa puerta no da a ningún despacho, sino al almacén del sacellarius, el tesorero de su santidad. Lleva cerrada con candado desde hace años y con toda seguridad desde que yo hago guardia aquí.

Echando una mirada sorprendida a su compañero, Licinio agarró la antorcha más cercana, la sacó del soporte de metal y fue hasta la puerta de donde el monje había dicho que salía. Los cerrojos y candados oxidados confirmaron lo que afirmaba el decurión. El tesserarius Licinio renegó en un lenguaje totalmente impropio de un miembro de la guardia del palacio de su santidad.

* * *

El hombre estaba sentado encorvado sobre la mesa de madera, con la cabeza inclinada sobre una hoja de vitela, y tenía la boca apretada formando una línea fina que denotaba concentración. A pesar de la posición de su cuerpo, resultaba obvio que era un hombre alto. Llevaba la cabeza descubierta y se le veía la tonsura de religioso en la coronilla de la cabeza, rodeada de mechones de cabello de un color negro como el azabache, acorde con su piel morena y sus ojos oscuros. Sus rasgos denotaban que había vivido de forma habitual en un clima cálido. Eran finos, con la nariz aguileña y prominente, la propia de un patricio romano. Los pómulos se marcaban claramente bajo la carne hundida. El rostro tenía alguna cicatriz, tal vez un recuerdo de los estragos de la viruela contraída en su niñez. Los labios estrechos tenían un color rojo que parecía casi artificial.

Estaba quieto y en silencio, inclinado sobre su trabajo.

Dejando aparte la tonsura, también su vestimenta revelaba su vocación religiosa. Llevaba la m appula, una tela blanca con fleco, los campagi, unos borceguíes negros, y udones, calcetines blancos, prendas todas estas heredadas de la magistratura imperial del senado romano, y que ahora lo distinguían como miembro con rango superior del clero romano. Mucho más distintivos resultaban la túnica fina de seda escarlata y el ornamentado crucifijo de oro incrustado de piedras preciosas que asimismo proclamaban que era más que un simple clérigo.

El suave tintineo de una campana interrumpió su concentración y levantó la mirada con expresión irritada.

Una puerta se abrió en un extremo del amplio y fresco salón de mármol y entró un joven monje con un hábito marrón burdo y sencillo. El recién llegado cerró cuidadosamente la puerta tras él; luego, cruzando los brazos dentro de las amplias mangas, se dirigió con rapidez hacia la mesa donde estaba sentado el hombre; sus zapatillas planas golpeaban contra el suelo de mosaico del salón y sonaban a hueco mientras él avanzaba, casi como un pato.

Beneficio tuo -dijo el monje inclinando la cabeza y pronunciando la frase ritual.

El hombre mayor se reclinó y suspiró sin responder; hizo una señal al monje con la mano para que expusiera su asunto.

– Con su permiso, venerable Gelasio, hay una joven hermana en la cámara de fuera que exige ser recibida.

Gelasio levantó las negras cejas en señal de amenaza.

– ¿Exige? ¿Una joven hermana, dice?

– De Irlanda. Ha traído la regla de su monasterio para que el Santo Padre la reciba y bendiga y trae algunos mensajes personales de Ultan de Armagh a Su Santidad.

Gelasio sonrió levemente.

– ¿Así que los irlandeses buscan la bendición de Roma aunque discutan las prácticas romanas? ¿No resulta una curiosa contradicción, hermano Dono?

El monje consiguió encogerse de hombros con los brazos todavía cruzados dentro de sus enormes mangas.

– Yo sé poco de esos lugares lejanos, salvo que creo que la gente sigue la herejía de Pelagio.

Gelasio frunció los labios.

– ¿Y la joven hermana exige… ? - volvió a hacer énfasis en la palabra por segunda vez.

– Lleva cinco días esperando que la reciban, venerable Gelasio. El lío burocrático, sin duda.

– Bien, dado que la hermana nos trae noticias del arzobispo de Armagh deberíamos recibirla al momento, sobre todo porque nuestra joven hermana ha hecho un largo camino hasta Roma. Sí, veámosla a ella y a la consueta que trae y oigamos sus argumentos como si el Santo Padre fuera a recibirla. ¿Tiene esta joven hermana un nombre, hermano Dono?

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