Le volvió la espalda al niño y se dirigió al fondo de la habitación, El Senderines vaciló un momento: «Bueno», dijo. La Ovi salió detrás de él a lo oscuro. De pronto, el Senderines sentía frío. Había pasado mucho calor tratando de vestir a Trino y, sin embargo, ahora, le castañeteaban los dientes. La Ovi le agarró por un brazo; hablaba nerviosamente:
– Escucha, hijo. Yo no quería dejarte solo esta noche, pero me asustan los muertos. Ésta es la pura verdad. Me dan miedo las manos, los pies de los muertos, Yo no sirvo para eso.
Miraba a un lado y a otro empavorecida. Agregó:
– Cuando lo de mi madre tampoco estuve y ya ves, era mi madre y era en mí una obligación. Luego me alegré porque mi cuñada me dijo que al vestirla después de muerta todavía se quejaba. ¡Ya ves tú! ¿Tú crees, hijo, que es posible que se queje un muerto? Con mi tía también salieron luego con que si la gata estuvo hablando sola tendida a los pies de la difunta. Cuando hay muertos en las casas suceden cosas muy raras y a mí me da miedo y sólo pienso en que llegue la hora del entierro para descansar.
El resplandor de las estrellas caía sobre su rostro espantado y también ella parecía una difunta. El niño no respondió. Del ribazo llegó el golpeteo de la codorniz dominando el sordo estruendo de la Central.
– ¿Qué es eso? -dijo la mujer, electrizada.
– Una codorniz -respondió el niño,
– ¿Hace así todas las noches?
– Sí.
– ¿Estás seguro?
Ella contemplaba sobrecogida el leve oleaje del trigal.
– Sí.
Sacudió la cabeza:
– ¡Ave María! Parece como si cantara aquí mismo; debajo de mi saya.
Y quiso reír, pero su garganta emitió un ronquido inarticulado. Luego se marchó.
El Senderines pensó en Conrado porque se le hacia cada vez más arduo regresar solo al lado de Trino. Vagamente temía que se quejase si él volvía a manipular con sus piernas o que el sarnoso gato de la Central, que miraba talmente como una persona, se hubiera acostado a los pies de la cama y estuviese hablando. Conrado trató de tranquilizarle. Le dijo:
Que los muertos, a veces, conservan aire en el cuerpo y al doblarles por la cintura chillan porque el aire se escapa por arriba o por abajo, pero que, bien mirado, no pueden hacer daño.
Que los gatos en determinadas ocasiones parece ciertamente que en lugar de «miau» dicen «mío», pero te vas a ver y no han dicho más que «miau» y eso sin intención.
Que la noticia le había dejado como sin sangre, ésta es la verdad, pero que estaba amarrado al servicio como un perro, puesto que de todo lo que ocurriese en su ausencia era él el único responsable.
Que volviera junto a su padre, se acostara y esperase allí, ya que a las seis de la mañana terminaba su turno y entonces, claro, iría a casa de Trino y le ayudaría.
Cuando el niño se vio de nuevo solo junto a la balsa se arrodilló en la orilla y sumergió sus bracitos desnudos en la corriente. Los residuos de la C.E.S.A. resaltaban en la oscuridad y el Senderines arrancó un junco y trató de atraer el más próximo. No lo consiguió y, entonces, arrojó el junco lejos y se sentó en el suelo contrariado. A su derecha, la reja de la Central absorbía ávidamente el agua, formando unos tumultuosos remolinos. El resto del río era una superficie bruñida, inmóvil, que reflejaba los agujeritos luminosos de las estrellas. Los chopos de las márgenes volcaban una sombra tenue y fantasmal sobre las aguas quietas. El cebollero y la codorniz apenas se oían ahora, eclipsadas sus voces por las gárgaras estruendosas de la Central. El Senderines pensó con pavor en los lucios y, luego, el la necesidad de vestir a su padre, pero los amigos de su padre o habían dejado de serlo, o estaban afanados, o sentían miedo de los muertos. El rostro del niño o se iluminó de pronto, extrajo la cajita de betún del bolsillo y la entreabrió. El gusano brillaba con un frío resplandor verdiamarillo que reverberaba en la cubierta plateada. El niño arrancó unas briznas de hierba y las metió en la caja. «Este bicho tiene que comer -pensó-, si no se morirá también.» Luego tomó una pajita y la aproximó a la luz; la retiró inmediatamente y observó el extremo y no estaba chamuscado y él imaginó que aún era pronto y volvió a incrustarla en la blanda fosforescencia del animal. El gusano se retorcía impotente en su prisión. Súbitamente, el Senderines se incorporó y, a pasos rápidos, se encaminó a la casa. Sin mirar al lecho con el muerto, se deslizó hasta la mesilla de noche y una vez allí colocó la luciérnaga sobre el leve montoncito de yerbas, apagó la luz y se dirigió a la puerta para estudiar el efecto. La puntita del gusano rutilaba en las tinieblas y el niño entreabrió los labios en una semisonrisa. Se sentía más conforme. Luego pensó que debería cazar tres luciérnagas más para disponer una en cada esquina de la cama y se complació previendo el conjunto.
De pronto, oyó cantar abajo, en el río, y olvidó sus proyectos. No tenía noticias de que el Pernales hubiera llegado. El Pernales bajaba cada verano a la Cascajera a fabricar piedras para los trillos. No tenía otros útiles que un martillo rudimentario y un pulso matemático para golpear los guijarros del río. A su golpe éstos se abrían como rajas de sandía y los bordes de los fragmentos eran agudos como hojas de afeitar. Canor y él, antaño, gustaban de verle afanar, sin precipitaciones, con la colilla apagada fija en el labio inferior, el parcheado sombrero sobre los ojos, canturreando perezosamente. Las tórtolas cruzaban de vez en cuando sobre el río como ráfagas: y los peces se arrimaban hasta el borde del agua sin recelos porque sabían que el Pernales era inofensivo.
Durante el invierno, el Pernales desaparecía. Al concluir la recolección, cualquier mañana, el Pernales ascendía del cauce con un hatillo en la mano y se marchaba carretera adelante, hacia los tesos, canturreando. Una vez, Conrado dijo que le había visto vendiendo confituras en la ciudad, a la puerta de un cine. Pero Baudilio, el capataz de la C.E.S.A., afirmaba que el Pernales pasaba los meses fríos mendigando de puerta en puerta. No faltaba quien decía que el Pernales invernaba en el África como las golondrinas. Lo cierto es que al anunciarse el verano llegaba puntualmente a la Cascajera y reanudaba el oficio interrumpido ocho meses antes.
El Senderines escuchaba cantar desafinadamente más abajo de la presa, junto al puente; la voz del Pernales ahuyentaba las sombras y los temores y hacía solubles todos los problemas. Cerró la puerta y tomó la vereda del río. Al doblar el recodo divisó la hoguera bajo el puente y al hombre inclinándose sobre el fuego sin cesar de cantar. Ya más próximo distinguió sus facciones rojizas, su barba de ocho días, su desastrada y elemental indumentaria. Sobre el pilar del puente, un cartelón de brea decía: «Se benden penales para trillos.»
El hombre volvió la cara al sentir los pasos del niño:
– Hola -dijo-, entra y siéntate. ¡Vaya como has crecido! Ya eres casi un hombre. ¿Quieres un trago?
El niño denegó con la cabeza.
El Pernales empujó el sombrero hacia la nuca y se rascó prolongadamente:
– ¿Quieres cantar conmigo? -preguntó-. Yo no canto bien, Pero cuando me da la agonía dentro del Pecho, me pongo a cantar y sale.
– No -dijo el niño.
– ¿Qué quieres entonces? Tu padre el año pasado no necesitaba piedras. ¿Es que del año pasado a éste se ha hecho tu padre un rico terrateniente? Ji, ji, ji.
El niño adoptó una actitud de gravedad.
– Mi padre ha muerto -dijo y permaneció a la expectativa.
El hombre no dijo nada; se quedó unos segundos perplejo, como hipnotizado por el fuego. El niño agregó:
– Está desnudo y hay que vestirle antes de dar aviso.
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