Miguel Delibes - La mortaja

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Esta recopilación de nueve cuentos de MIGUEL DELIBES constituye una excelente piedra de toque para el conocimiento de las claves de su obra. Si en «El amor propio de JuanitoOsuna» encontramos una primera tentativa del monólogo interior que prefigura la técnica utilizada posteriormente en «Cinco horas con Mario», los dos ejes espaciales del mundoliterario de Delibes el campo castellano y la vida provinciana se aprecian en «El conejo» y «El perro», por un lado, y «El patio de vecindad» y «Navidad sin ambiente», por otro. Lacapacidad para el costumbrismo se hace patente en «El sol», la presencia de lo sobrenatural en «La fe», y «Las visiones» es un prodigio de dominio del lenguaje popular. Por último, lascuatro constantes que el propio autor ha reconocido en su obra la naturaleza, la muerte, la infancia y el prójimo se conjugan de manera obsesiva en el cuento que da título al volumen,LA MORTAJA, uno de los mejores relatos cortos de la literatura española.

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– ¡Ahí va! -dijo, entonces, el hombre y volvió a rascarse obstinadamente la cabeza. Le miraba ahora el niño de refilón. Súbitamente dejó de rascarse y añadió:

– La vida es eso. Unos viven para enterrar a los otros que se mueren. Lo malo será para el que muera el último.

Los brincos de las llamas alteraban a intervalos la expresión de su rostro, El Pernales se agachó para arrimar al fuego una brazada de pinocha. De reojo observaba al niño. Dijo:

– El Pernales es un pobre diablo, ya lo sabemos todos. Pero eso no quita para que a cada paso la gente venga aquí y me diga: «Pernales, por favor, échame una mano», como si Pernales no tuviera más que hacer que echarle una mano al vecino. El negocio del Pernales no le importa a nadie; al Pernales, en cambio tienen que importarle los negocios de los demás. Así es la vida.

Sobre el fuego humeaba un puchero y junto al pilar del puente se amontonaban las esquirlas blancas, afiladas como cuchillos. A la derecha, había media docena de latas abolladas y una botella. El Senderines observaba todo esto sin demasiada atención y cuando vio al Pernales empinar el codo intuyó que las cosas terminarían por arreglarse:

– ¿Vendrás? -preguntó el niño, al cabo de una pausa, con la voz quebrada.

El Pernales se frotó una mano con la otra en lo alto de las llamas. Sus ojillos se avivaron:

– ¿Qué piensas hacer con la ropa de tu padre? -preguntó como sin interés-.

Eso ya no ha de servirle. La ropa les queda a los muertos demasiado holgada; no sé lo que pasa, pero siempre sucede así.

Dijo el Senderines:

– Te daré el traje nuevo de mi padre si me ayudas.

– Bueno, yo no dije tal -agregó el hombre-. De todas formas si yo abandono mi negocio para ayudarte, justo es que me guardes una atención, hijo. ¿Y los zapatos? ¿Has pensado que los zapatos de tu padre no te sirven a ti ni para sombrero?

– Sí-dijo el niño-. Te los daré también.

Experimentaba, por primera vez, el raro placer de disponer de un resorte para mover a los hombres El Pernales podía hablar durante mucho tiempo sin que la colilla se desprendiera de sus labios.

– Está bien -dijo. Tomó la botella y la introdujo en el abombado bolsillo de su chaqueta. Luego apagó el fuego con el pie:

– Andando -agregó.

Al llegar al sendero, el viejo se volvió al niño:

– Si invitaras a la boda de tu padre no estarías solo -dijo-. Nunca comí yo tanto chocolate como en la boda de mi madre. Había allí más de cuatro docenas de invitados. Bueno, pues, luego se murió ella y allí nadie me conocía. ¿Sabes por qué, hijo? Pues porque no había chocolate.

El niño daba dos pasos por cada zancada del hombre, que andaba bamboleándose como un veterano contramaestre. Carraspeó, hizo como si masticase algo y por último escupió con fuerza. Seguidamente preguntó:

– ¿Sabes escupir por el colmillo, hijo?

– No -dijo el niño

– Has de aprenderlo. Un hombre que sabe escupir por el colmillo ya puede caminar solo por la vida.

El Pernales sonreía siempre. El niño le miraba atónito; se sentía fascinado por los huecos de la boca del otro.

– ¿Cómo se escupe por el colmillo? -preguntó, interesado. Comprendía que ahora que estaba solo en el mundo le convenía aprender la técnica del dominio y la sugestión.

El hombre se agachó y abrió la boca y el niño metió la nariz por ella, pero no veía nada y olía mal. El Pernales se irguió:

– Está oscuro aquí, en casa te lo diré.

Mas en la casa dominaba la muda presencia de Trino, inmóvil, sobre la cama. Sus miembros se iban aplomando y su rostro, en tan breve tiempo, había adquirido una tonalidad cérea. El Pernales, al cruzar ante él, se descubrió e hizo un borroso ademán, como sí se santiguara.

– ¡Ahí va! -dijo-. No parece él; está como más flaco.

Al niño, su padre muerto le parecía un gigante. El Pernales divisó la mancha que había junto al embozo.

– Ha reventado ¿eh?

Dijo el Senderines:

– Decía el doctor que sólo se mueren los flacos.

– ¡Vaya! -respondió el hombre-. ¿Eso dijo el doctor?

– Sí -prosiguió el niño.

– Mira -agregó el Pernales-. Los hombres se mueren por no comer o por comer demasiado.

Intentó colocar los pantalones en la cin tura del muerto sin conseguirlo. De repente reparó en el montoncito de yerbas con la luciérnaga:

– ¿Quién colocó esta porquería ahí? – dijo

– ¡No lo toques!

– ¿Fuiste tú?

– Sí.

– ¿Y qué pinta eso aquí?

– ¡Nada; no lo toques!

El hombre sonrió.

– ¡Echa una mano! -dijo-. Tu padre pesa como un camión.

Concentró toda su fuerza en los brazos y por un instante levantó el cuerpo, pero el niño no acertó a coordinar sus movimientos con los del hombre:

– si estás pensando en tus juegos no adelantaremos nada -gruñó-. Cuando yo levante, echa la ropa hacia arriba, si no no acabaremos nunca.

De pronto el Pernales reparó en el despertador en la repisa y se fue a él derechamente.

– ¡Dios! -exclamó-. ¡Ya lo creo que es bonito el despertador! ¿Sabes, hijo, que yo siempre quise tener un despertador igualito a éste?

Le puso o a sonar y su sonrisa desdentada se distendía conforme el timbre elevaba su estridencia. Se rascó la cabeza.

– Me gusta -dijo-. Me gusta por vivir.

El niño se impacientaba. La desnudez del cuerpo de Trinidad, su palidez de cera, le provocaban el vómito. Dijo:

– Te daré también el despertador si me ayudas a vestirle.

– No se trata de eso ahora, hijo -se apresuró el Pernales-. Claro que yo no voy a quitarte la voluntad si tienes el capricho de obsequiarme, pero yo no te he pedido nada, porque el Pernales si mueve una mano no extiende la otra para que le recompensen. Cuando el interés mueve a los hombres, el mundo marcha mal; es cosa sabida.

Sus ojillos despedían unas chispitas socarronas. Cantó la codorniz en el trigo y el Pernales se aquietó. Al concluir el ruido y reanudarse el monótono rumor de la Central, guiñó un ojo.

– Este va a ser un buen año de codornices -dijo-. ¿Sentiste con qué impaciencia llama la tía?

El niño asintió sin palabras y volvió los ojos al cadáver de su padre. Pero el Pernales no se dio por aludido.

– ¿Dónde está el traje y los zapatos que me vas a regalar? -preguntó-. El Senderines le llevó al armario.

– Mira -dijo.

El hombre palpaba la superficie de la tela con sensual delectación.

– ¡Vaya, si es un terno de una vez! -dijo-. Listado y color chocolate como a mí me gustan. Con él puesto no me va a conocer ni mi madre.

Sonreía. Agregó:

– La Paula, allá arriba, se va a quedar de una pieza cuando me vea, Es estirada como una marquesa, hijo. Yo la digo:

«Paula, muchacha, ¿dónde te pondremos que no te cague la mosca?» Y ella se enfada. Jí, ji, ji.

El Pernales se descalzó la vieja sandalia e introdujo su pie descalzo en uno de los zapatos.

– Me bailan, hijo. Tú puedes comprobarlo. -Sus facciones, bajo la barba, adoptaron una actitud entre preocupada y perpleja-: ¿Qué podemos hacer?

El niño reflexionó un momento.

– Ahí tiene que haber unos calcetines de listas amarillas -dijo al cabo-. Con ellos puestos te vendrán los zapatos más justos.

– Probaremos -dijo el viejo.

Sacó los calcetines de listas amarillas del fondo de un cajón y se vistió uno. En la punta se le formaba una bolsa vacía.

– Me están que ni pintados, hijo.

Sonreía. Se alzó el zapato y se lo abrochó; luego estiró la pierna y se contempló con una pícara expresión de complacencia. Parecía una estatua con un pedestal desproporcionado.

– ¿Crees tú que Paula querrá bailar conmigo, ahora, hijo?

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