La C.E,S.A, montó una fábrica río arriba años atrás. El Senderines sólo había ido allá una vez, la última primavera, y cuando observó cómo la máquina aquélla trituraba entre sus feroces mandíbulas troncos de hasta un metro de diámetro con la misma facilidad que si fuesen barquillos, pensó en los lucios y empezó a temblar. Luego, la C.E.S.A. soltaba los residuos de su digestión en la corriente, y se formaban en la superficie unos montoncitos de espuma blanquiazul semejantes a icebergs. A el Senderines no le repugnaban las espumas pero le recordaban la proximidad de los lucios y temía al río. Frecuentemente, el Senderines, atrapaba alguno de aquellos icebergs y hundía en ellos sus bracitos desnudos, desde la orilla. La espuma le producía cosquillas en las caras posteriores de los antebrazos y ello le hacia reír. La última Navidad, Canor y él orinaron sobre una de aquellas pellas y se deshizo como si fuese de nieve.
Pero su padre seguía conminándole con los ojos. A veces el Senderines pensaba que la mirada y la corpulencia de Dios serían semejantes a las de su padre.
– La balsa está muy sucia, padre -repitió sin la menor intención de persuadir a Trinidad, sino para que cesase de mirarle.
– Ya. Los lucios andan por debajo esperando atrapar la tierna piernecita de un niño. ¿A que es eso?
Ahora Trinidad acababa de llegar borracho como la mayor parte de los sábados y roncaba desnudo sobre las mantas. Hacía calor y las moscas se posaban sobre sus brazos, sobre su rostro, sobre su pecho reluciente de sudor, mas él no se inmutaba. En el camino, a pocos pasos de la casa, el Senderines manipulaba la arcilla e imprimía al barro las formas más diversas. Le atraía la plasticidad del barro. A el Senderines le atraía todo aquello cuya forma cambiase al menor accidente. La monotonía, la rigidez de las cosas le abrumaba. Le placían las nubes, la maleable ductilidad de la arcilla húmeda, los desperdicios blancos de la C.E.S.A., el trigo molido entre los dientes. Años atrás, llegaron los Reyes Magos desde el pueblo más próximo, montados en borricos, y le dejaron, por una vez, un juguete en la ventana. El Senderines lo destrozó en cuanto lo tuvo entre las manos; él hubiera deseado cambiarlo. Por eso le placía moldear el barro a su capricho, darle una forma e, inmediatamente, destruirla.
Cuando descubrió el yacimiento junto al chorro del abrevadero, Conrado regresaba al pueblo después de su servicio en la Central:
– A tu padre no va a gustarle ese juego, ¿verdad que no? -dijo.
– No lo sé -dijo el niño cándidamente.
– Los rapaces siempre andáis inventando diabluras. Cualquier cosa antes que cumplir vuestra obligación.
Y se fue, empujando la bicicleta del sillín, camino arriba. Nunca la montaba hasta llegar a la carretera. El Senderines no le hizo caso. Conrado alimentaba unas ideas demasiado estrechas sobre los deberes de cada uno. A su padre le daba de lado que él se distrajese de esta o de otra manera. A Trino lo único que le irritaba era que él fuese débil y que sintiese miedo de lo oscuro, de los lucios y de la Central. Pero el Senderines no podía remediarlo.
Cinco años antes su padre le llevó con él para que viera por dentro la fábrica de luz. Hasta entonces él no había reparado en la mágica transformación. Consideraba la Central, con su fachada ceñida por la vieja parra, cono un elemento imprescindible de su vida. Tan sólo sabía de ella lo que Conrado le dijo en una ocasión:
– El agua entra por esta reja y dentro la hacemos luz; es muy sencillo,
Él pensaba que dentro existirían unas enormes tinas y que Conrado, Goyo y su padre apalearían el agua incansablemente hasta que de ella no quedase más que el brillo. Luego se dedicarían a llenar bombillas con aquel brillo para que, llegada la noche, los hombres tuvieran luz. Por entonces el «bom-born» de la Central le fascinaba. Él creía que aquel fragor sostenido lo producía su padre y sus compañeros al romper el agua para extraerle sus cristalinos brillantes. Pero no era así. Ni su padre, ni Conrado, ni Goyo, amasaban nada dentro de la fábrica. En puridad, ni su padre, ni Goyo, ni Conrado «trabajaban» allí-, se limitaban a observar unas agujas, a oprimir unos botones, a mover unas palancas. El «bom-bom» que acompañaba su vida no lo producía, pues, su padre al desentrañar el agua, ni al sacarla lustre; el agua entraba y luego salía tan sucia como entrara. Nadie la tocaba. En lugar de unas tinas rutilantes, el Senderines se encontró con unos torvos cilindros negros adornados de calaveras por todas partes y experimentó un imponente pavor y rompió a llorar. Posteriormente, Conrado le explicó que del agua sólo se aprovechaba la fuerza; que bastaba la fuerza del agua para fabricar la luz. El Senderines no lo comprendía; a él no le parecía que el agua tuviera ninguna fuerza. Si es caso aprovecharía la fuerza de los barbos y de las tencas y de las carpas, que eran los únicos que luchaban desesperadamente cuando Goyo pretendía atraparlos desde la presa. Más adelante, pensó que el negocio de su padre no era un mal negocio porque don Rafael tenía que comprar el trigo para molerlo en su fábrica y el agua del río, en cambio, no costaba dinero. Más adelante aún, se enteró de que el negocio no era de su padre, sino que su padre se limitaba a aprovechar la fuerza del río, mientras el dueño del negocio se limitaba a aprovechar la fuerza de su padre. La organización del mundo se modificaba a los ojos de el Senderines; se le ofrecía como una confusa maraña.
A partir de su visita, el «bom-born» de la Central cesó de agradarle. Durante la noche pensaba que eran las calaveras grabadas sobre los grandes cilindros negros, las que aullaban. Conrado le había dicho que los cilindros soltaban rayos como las nubes de verano y que las calaveras querían decir que quien tocase allí se moriría en un instante y su cuerpo se volvería negro como el carbón. A el Senderines, la vecindad de la Central comenzó a obsesionarle. Una tarde, el verano anterior, la fábrica se detuvo de pronto y entonces se dio cuenta el niño de que el silencio tenía voz, una voz opaca y misteriosa que no podía resistirla. Corrió junto a su padre y entonces advirtió que los hombres de la Central se habían habituado a hablar a gritos para entenderse; que Conrado, la Ovi, y su padre, y Goyo, voceaban ya aunque en torno se alzara el silencio y se sintiese incluso el murmullo del agua en los sauces de la ribera.
El sol rozó la línea del horizonte y el Senderines dejó el barro, se puso en pie, y se sacudió formalmente las posaderas. En la base del cerro que hendía al sol se alzaban las blancas casitas de los obreros de la C.E.S.A. y en torno a ellas se elevaba como una niebla de polvillo blanquecino. El niño contempló un instante el agua de la balsa, repentinamente oscurecida en contraste con los tesos de greda, aún deslumbrantes, en la ribera opuesta. Sobre la superficie del río flotaban los residuos de la fábrica como espumas de jabón, y los cínifes empezaban a desperezarse entre las frondas de la orilla. El Senderines permaneció unos segundos inmóvil al sentir el zumbido de uno de ellos junto a Sí. De pronto se disparó una palmada en la mejilla y al notar bajo la mano el minúsculo accidente comprendió que había hecho blanco y sonrió. Con los dedos índice y pulgar recogió los restos del insecto y los examinó cumplidamente; no había picado aún; no tenía sangre. La cabecera de la cama del niño constituía un muestrario de minúsculas manchas rojas. Durante el verano su primera manifestación de vida, cada mañana, consistía en ejecutar a los mosquitos que le habían atacado durante el sueño. Los despachurraba uno a uno, de un seco palmetazo y luego se recreaba contemplando la forma y la extensión de la mancha m la pared y su imaginación recreaba figuras de animales. Jamás le traicionó su fantasía. Del palmetazo siempre salía algo y era aquélla para él la más fascinante colección. Las noches húmedas sufría un desencanto. Los mosquitos no abandonaban la fronda del río y en consecuencia, el niño, al despertar paseaba su redonda mirada ávida, inútilmente, por los cuatro lienzos de pared mal encalada.
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