Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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Salcedo pensó en Tellería y pasó por las cocinas. Un pinche grueso y rosado, con el torso desnudo y las tetillas rojizas, le dio dos manzanas para el pasajero español que se sentía indispuesto. Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas, a grandes mordiscos, sentado en el coy, a la luz del candil.

Tenía mejor aspecto que por la tarde y, al concluir, sopló la llama, se arrebujó en la manta y se despidió hasta la mañana siguiente.

Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fue que la costa francesa había desaparecido de la amura y un viento terral desmelenado sacudía las velas frenéticamente.

Hacía frío. Salvo una alargada franja azul a poniente, los nimbos grises entoldaban el cielo. Media docena de marineros descalzos baldeaban con bruzas y lampazos la cubierta de estribor y, a intervalos, vaciaban los cubos de golpe y el agua burbujeaba en los imbornales antes de perderse en el mar.

Paseó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo, pasó por las cocinas donde el marmitón de las tetillas rojas le facilitó una tisana para don Isidoro Tellería.

Lo encontró despierto, más entonado, pero se negó a levantarse.

Lo mismo le ocurrió a la hora del almuerzo -un caldo y dos manzanas- de lo que Salcedo dedujo que, así durase un mes la travesía, el sevillano permanecería tumbado en el coy sin moverse. Salcedo le acompañó un rato, sentado en el arcón, y casualmente descubrió el “Nuevo Testamento” de Pérez de Pineda, como libro de cabecera, junto al candil, a su lado.

Cipriano Salcedo dedicó la tarde a recorrer las dependencias del pequeño navío: el sollado de los remeros, vacío ahora, las sentinas de carga, la duneta, el puente, los pañoles, el castillo de mando… Apenas reposó la comida unos minutos. Había pasado mala noche y se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltaban temores infundados que se incrementaban cuantas más vueltas les daba en la cabeza. Recelaba que Vicente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle al muelle al día siguiente y él se encontrase solo, sin medio de transporte, en el amarradero, con un fardo de libros prohibidos en la mano. Después de cenar, se serenó contemplando la puesta de sol, aun resistiéndose a admitir que aquel astro brillante y húmedo que se acostaba en el mar fuese el mismo que Pedro Cazalla y él veían desaparecer tras los ardientes rastrojos desde los cerros de Pedrosa. Ya anochecido, se acodó en la popa, mirando distraído los dibujos de la estela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitán Berger. Lo vio alzarse, de repente, a su lado, las anchas manos en la baranda, inquiriendo con acento burlón:

– ¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista?

Cipriano Salcedo señaló con un dedo la tienda silenciosa. Luego se acodó de nuevo en el pasamanos e informó al capitán de sus motivos de preocupación. Le inquietaba la posibilidad de que su criado hubiera tergiversado sus instrucciones y no le aguardase en el puerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que, durante su ausencia, el Santo Oficio hubiese decretado nuevas normas para impedir la circulación de libros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le producían una profunda desazón.

El capitán Berger no pareció dar a sus temores excesiva importancia. Los guardas y alguaciles del Santo Oficio vigilaban la carga de los barcos, destripaban los toneles o los fardos si les parecían sospechosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al concluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedo levantó la cabeza hacia él:

– ¿Libros? -inquirió.

– Libros, claro.

– Diecinueve -respondió Salcedo y, abriendo un hueco entre sus manos, precisó-: Un fardo pequeño… pero lo arriesgado es el contenido: Lutero, Melanchton, Erasmo, dos “Biblias” y una colección completa del “Pasional”.

– Algo impensado le vino de pronto a la cabeza y añadió con alguna precipitación-: ¿Sabía usted que la censura de Biblias impuesta en Valladolid hace tres años supuso la recogida de más de cien ediciones distintas del libro de libros, la mayor parte de autores protestantes?

Los dientes del capitán Berger brillaban en la oscuridad al sonreír:

– Los capitanes de barco somos expertos en ese tema. Los últimos veinte años los hemos vivido en perpetuo sobresalto. De una de las “Biblias” de las que usted habla introduje doscientos ejemplares por el puerto de Santoña el año 28 en dos toneles. No pasó nada. Entonces los toneles eran una cosa inocente. Hoy meter un libro en una cuba es como fabricar un explosivo.

– Y ¿en qué momento cambió la situación?

– En el año 30 diez grandes cubas con libros llegaron al puerto de Valencia en tres galeazas venecianas. Fueron interceptadas y el descubrimiento puso en guardia al Santo Oficio. Lo más acre de Lutero, todo lo escrito en Wartburg, en docenas de ejemplares, estaba allí. La Inquisición montó un verdadero auto de fe. Los capitanes de las galeazas fueron apresados y en la plaza de la ciudad ardieron cientos de libros en una pira gigantesca, entre el griterío y el entusiasmo del pueblo analfabeto. Al Santo Oficio siempre le atrajeron los grandes alijos para montar con ellos un espectáculo popular.

La noche queda, de luceros brillantes, invitaba a la confidencia.

Salcedo no se movió. Esperaba que el capitán Berger prosiguiera.

Estaba seguro de que lo haría y lo esperaba mirándole el entrecejo:

– Las quemas de libros han sido en España pasatiempos habituales -dijo al fin-. De la quema de Salamanca todavía se está hablando.

La ciudad más culta del mundo quemando los vehículos de la cultura; no deja de ser un contrasentido.

Dos años más tarde hubo otra quema aparatosa en San Sebastián…

Pero no vaya usted a pensar que España tuviera la exclusiva. Miles de ejemplares de “La libertad del cristiano”, traducido al español, fueron incinerados en Amberes con toda pompa y solemnidad.

Yo estuve allí, viví el acontecimiento.

Salcedo emitió una apagada sonrisa:

– La Inquisición -dijo- se muestra cada día más intolerante.

Ahora exige a los confesores que obliguen a los penitentes a denunciar a los que ocultan libros prohibidos. Y al que se niega no se le absuelve. Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos de esta medida.

El capitán Berger, que había estado recostado en la barandilla, dio media vuelta y se acodó en ella:

– Tengo entendido -dijo- que cada vez que la Inquisición condena a un hombre por causa de un libro, este libro queda en entredicho. Y no me refiero solamente a obras anticristianas. El “Catálogo de Lovaina”, por ejemplo, prohibió hace seis años la “Biblia” y el “Nuevo Testamento” traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo español está condenado a desconocer el libro de libros.

Cipriano Salcedo miró de reojo al capitán antes de hacer esta observación:

– La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los cristianos viejos.

Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible el leve murmullo de la estela bajo las estrellas. Para el capitán Berger no pasó inadvertido el ademán de Cipriano Salcedo de aproximar el reloj a los ojos:

– Es tarde -anticipó.

– Son casi las dos, capitán -dijo Salcedo-. Una hora muy oportuna para retirarse a descansar.

El nuevo día amaneció con calima. Desde su tienda Salcedo divisó a Isidoro Tellería en cubierta fumando una pipa. Se había quitado el luto. Calzaba unos borceguíes de badana hasta media pierna y, sobre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropilla de paño fuerte. Incomprensiblemente, parecía más alto y delgado que vestido de negro, tal vez a causa de las calzas, muy ajustadas, o a que realmente había adelgazado por mor de la sobria dieta mantenida a bordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó. Había dormido bien -le dijo. Los trastornos habían desaparecido, se encontraba recuperado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo sino que continuaría viaje hasta Sevilla.

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