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Susana Fortes: La huella del hereje

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Susana Fortes La huella del hereje

La huella del hereje: краткое содержание, описание и аннотация

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El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión. Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

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La noticia no era nada del otro mundo: la desaparición de un manuscrito del siglo IV cedido por el archivo diocesano a la biblioteca de la universidad, el Liber apologeticus. Los robos de mapas y códices antiguos estaban a la orden del día, y muchos anticuarios vivían del suculento mercado generado alrededor. Hacía apenas unos meses, la directora de la Biblioteca Nacional había tenido que dimitir de su cargo a raíz de la sustracción de una réplica del siglo XV de un mapa atribuido a Ptolomeo.

Lo que llamó la atención de Laura no fue el robo propiamente dicho, sino el comunicado oficial de monseñor Souto Gadea en el que alertaba a las autoridades de la imperiosa necesidad de que ese documento volviera a la mayor brevedad posible al archivo, de donde nunca debería haber salido. Como si se tratara de algo absolutamente inexcusable o encerrara una alusión velada a cierta clase innombrable de peligros. En caso contrario -afirmaba el escrito-, la Iglesia no dudaría en recurrir al AF para hacer valer sus derechos. Laura no tenía ni la más remota idea de qué diablos era el AF, pero sintió una especie de escalofrío, como si su cuerpo hubiera reaccionado por anticipado ante algo que su mente ignoraba por completo.

De su faceta de novelista había aprendido a fiarse de sus instintos, y había algo muy retorcido en aquella nota. Algo urgente, incuestionable, perentorio, que llamaba poderosamente su atención, aunque no habría sabido definir de qué se trataba exactamente. Una parte de ella pensó, tal vez con una pizca de acierto, que quien la hubiese escrito lo había hecho con aprensión. Volvió a leerla despacio. El tono áspero y vagamente acusatorio del comunicado sugería un conflicto larvado entre la universidad y el arzobispado que a Laura no le pasó desapercibido. La expresión «de donde nunca debería haber salido», decía algo más. Algo sobre el carácter del libro y quizá sobre el carácter de monseñor. Pero la referencia al AF parecía encerrar una amenaza en toda regla. Era una de esas frases que abría una ventana indiscreta al patio de atrás.

Laura sabía perfectamente que en pleno siglo XXI los poderes de la Iglesia estaban muy mermados. Ya no había hogueras ni excomuniones, pero tenía otros recursos para arrojar a sus enemigos a las tinieblas exteriores. Por su cabeza pasaron muy rápidamente imágenes documentales vistas en televisión, en un reciente «Informe Semanal» emitido en el aniversario de varios sacerdotes asesinados en América Latina: el padre Ellacuría y cinco jesuitas en El Salvador, otro misionero en Sao Paulo, dos más en Rio de Janeiro y Bahía…, todos ellos miembros destacados de la Teología de la Liberación, gente díscola con Roma. Estaba claro que en ninguna de esas muertes la Iglesia había apretado el gatillo directamente, para eso estaban los escuadrones de la muerte, pero cualquier periodista, por joven que fuera, sabía que la Santa Madre Iglesia había oficiado en el asunto. Eso sin contar otros muertos derivados de turbios asuntos financieros relacionados con las cuentas del Vaticano.

Laura repasó el teletipo una vez más, línea a línea, y anotó en su cuaderno las siglas AF. Tenía la sensación de que un tornado hubiera pasado por su cabeza, tomando la forma de un pensamiento fugaz que por un instante estuvo a punto de cuajar en una idea concreta, aunque finalmente no lo hizo. Sin embargo, algo que llevaba demasiado tiempo dormido en su interior se despertó. Lo hizo de un modo casi imperceptible pero crucial. Y, por extraño que pueda parecer, se sintió responsable de lo que a partir de ese momento pudiera ocurrir.

La piedra de toque.

III

El comisario Castro permanecía sentado a su mesa sin reparar en lo tarde que era cuando de pronto oyó las campanadas de las diez en la catedral y cayó en la cuenta de que se le había pasado por completo llamar por teléfono a casa. Hacía dos años que estaba divorciado, y desde entonces se había impuesto la obligación de no dejar pasar un solo día sin hablar con su hija. A aquella ahora la niña debía de estar ya metida en la cama con el pijama de Pocahontas, abrazada a su tigre de peluche.

– ¡Joder! -masculló, cabreado-, si es que con este trabajo no hay manera de llevar una vida normal, ni de tener familia, ni plantas, ni perro, ni niños, ni nada…

Se pasó una mano por la cara, hundiendo los dedos en el pelo con un gesto involuntario de extenuación. Llevaba toda la tarde metido en su despacho entre archivadores de fotografías y legajos, revisando una y otra vez los informes periciales, densas páginas mecanografiadas que, a pesar del tono aséptico del lenguaje jurídico, conservaban intacto el espanto del crimen. La muerte de una muchacha pelirroja, muy joven, una estudiante con cara de Virgen renacentista, vestida como para ir a un concierto de heavy metal.

Se dirigió hacia la ventana y se quedó allí de pie mirando la lluvia con indiferencia, el pavimento negro y mojado, los edificios del otro lado de la calle, el rótulo del bar Las Vegas, donde acostumbraba a tomar café, y el breve espacio arbolado delante de la comisaría frente al que se alineaban los taxis con las luces verdes encendidas. Estaba tan cansado que ya no podía pensar. El análisis de estupefacientes había dado negativo. La chica estaba limpia. Según el dictamen del forense, había muerto de un golpe en el abdomen que le reventó el bazo en el acto. La hemorragia abdominal fue tan intensa que le provocó un vómito de sangre. Murió desangrada. Semejante contundencia sólo podía haber sido causada por una persona de gran fortaleza física o por un objeto muy pesado. Pero no había señales exteriores de lucha o violencia en su cuerpo, a excepción del pequeño moratón que lucía en la parte izquierda del cuello. Castro volvió a mirar la fotografía tomada por Arias, la piel muy blanca como el alabastro de los sepulcros, los ojos abiertos y extrañamente serenos.

Alguien debía de guardar necesariamente en su memoria el recuerdo de ese rostro en el instante final antes de que lo petrificara la muerte, la mirada inerte de quien ha descubierto el último secreto que ya nunca podrá revelar, un novio o un ex novio, quizá. Tal vez un acosador anónimo, alguien obsesionado con ella, la joven tenía una belleza extraña y había mucho loco suelto por el mundo. Eso Castro lo sabía de sobra. En el último año, las denuncias por malos tratos en el ámbito doméstico se habían multiplicado por diez. Tipos cobardes y acomplejados «que quieren llegar con la navaja a donde no les llega la polla», como había dicho en el último juicio una campesina de Vilarchán de cuarenta y dos años que, harta de recibir palizas de su marido, un día le cortó las dos manos de cuajo, mientras dormía, con una hoz de desbrozar malas hierbas. El comisario recordaba un poema de Rosalía de Castro que hablaba de algo parecido, «A xusticia pola man». Ésa era otra de sus peculiaridades, le gustaba la poesía del XIX, una excentricidad tratándose de un policía. Se alegró de que a la mujer le hubieran caído sólo dos años, con el eximente de defensa propia. Últimamente se daban tantos incidentes de violencia doméstica que fue en lo primero que pensó. Pero en realidad no había nada en el caso de Patricia Pálmer que hiciera pensar en un crimen de ese tipo. Al menos de momento. Tampoco parecía haber ningún componente sexual, ni el asesino tenía por qué ser necesariamente un hombre. Podía tratarse de una mujer, una amiga, una vecina, una compañera de clase despechada… Podía haber sido cualquiera. Lo más extraño, de todos modos, seguía siendo el lugar. Los crímenes en sagrado parecían algo más propio de la Edad Media que del siglo XXI. Aunque, después de todo, Santiago era una ciudad medieval, de cultos subterráneos, de falsos milagros, de misterios bíblicos. Y de herejes.

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