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Susana Fortes: La huella del hereje

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Susana Fortes La huella del hereje

La huella del hereje: краткое содержание, описание и аннотация

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El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión. Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

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Cada cual tiene sus propios métodos a la hora de establecer una línea de investigación. Esa clase de técnica nunca es infalible. De hecho Castro no tenía una idea muy clara de cómo lo hacía, le gustaba improvisar y despotricar contra los del departamento informático. Pero lo cierto es que nada le estimulaba tanto como empezar de cero. Para algunos polis no existe en el mundo una sensación más poderosa. Algo perverso e irresistible, como un círculo que empieza a expandirse en torno a un montón de preguntas sin respuesta.

– ¿Qué crees que podía estar haciendo una estudiante de filosofía a esas horas de la noche en la catedral?

– Rezando -dijo Arias en un murmullo-. Cosas más raras se han visto.

Habían atajado por la travesía de Fonseca hasta la rúa del Franco, mientras caía una lluvia muy fina como una restitución lenta del invierno, una lluvia que casi no mojaba, por eso iban sin paraguas, agradeciendo esa sensación de refresco que da la humedad en el rostro. Fue entonces, a la entrada de la plaza de O Toural, cuando Castro se dio cuenta de que al muchacho que caminaba delante de ellos con una mochila al hombro y un montón de libros bajo el brazo se le había caído algo.

– Eh, chico… -llamó.

Como el increpado no se daba por aludido, tuvo que apurar dos o tres zancadas para devolverle el papel algo mojado que había recogido del suelo.

– Se te ha caído esto -le dijo poniéndole una mano en el hombro.

Ahora sí pareció percatarse. Volvió la cabeza con un gesto de sobresalto y al hacerlo se le bajó de golpe la capucha, dejándole el rostro al descubierto. Entonces, el comisario cayó en la cuenta de que no era un muchacho, sino una chica muy joven, de rasgos algo orientales, con el pelo corto y los auriculares puestos.

– Gracias -respondió ella, sorprendida, quitándose los cascos del mp3.

IV

Lo primero que hizo Laura Márquez al llegar a casa fue colgar la trenca en el perchero de la entrada, encima del radiador, y dejar los libros sobre la mesa. Después secó cuidadosamente con una toalla la hoja del teletipo que se le había caído en la calle y la clavó con una chincheta en el corcho que había en la pared, a un lado de la ventana. Era un apartamento pequeño que había alquilado por mediación de Villamil en la plaza de O Toural, al lado de la óptica Feijóo.

– Al menos no es el típico piso de estudiantes con calentador de butano y muebles de formica -le había dicho-. Además está a un paso del periódico.

Pagaba casi doscientos euros más de lo que costaba un alquiler en la zona nueva, pero valía la pena. Calefacción central, suelo de madera, el espacio interior dividido en dos partes por un arco de mampostería y grandes ventanales que daban a los tejados del casco histórico, con sus chimeneas humeantes. Lo había amueblado por cuatro duros con alfombras portuguesas, lamparitas morunas y estanterías de Ikea. En la parte del fondo había colocado la cama, un futón con edredón nórdico azul marino y estrellitas blancas, donde a veces le gustaba tumbarse boca arriba mirando al techo, mientras la voz de Cesária Évora la llevaba muy lejos, suspendida por el aire. Sangue de Beirona…

De la pared lateral de la habitación colgaba un curioso escudo montado sobre un tapiz de franela escarlata con dos floretes de duelo cruzados, entreverados por un peto y una careta con los bordes de cuero. Lo cierto es que la panoplia habría lucido más en una vieja mansión señorial que en aquel apartamento de ochenta metros cuadrados, pero cada cual tiene su código de lealtad hacia los objetos. Uno de los floretes era antiguo, de puño francés, y tenía la cazoleta un poco abollada. Cuando se sentía muy contrariada con el mundo, acostumbraba a desfogarse trazando quiebros silbantes en un gimnasio ubicado en un antiguo almacén de ultramarinos, donde un capitán retirado le enseñaba a batirse el cobre. Salía de allí nueva, con los músculos flexibles y una fiera sonrisa de duelista. Debajo del escudo se veía una silla de lona con ropa deportiva apoyada en el respaldo, pantalón y chaqueta de esgrima de color gris plata y unos guantes de reglamento de la marca Fuji.

Al otro lado se hallaba la salita con un sofá cubierto por una tela beige y una cómoda de roble que ya estaba en la casa antes de que ella la alquilara. Frente a la ventana había instalado una mesa de caballete donde había puesto el almacenador de discos compactos, varios archivadores y cuadernos, un ordenador portátil y una impresora de inyección de tinta. Tenía también un televisor de veinticinco pulgadas y una minicadena musical situada justo debajo del corcho, donde había ido clavando con chinchetas algunas postales y fotografías de sus viajes. En una de ellas un chaval moreno de gafas se estaba comiendo un plato de espaguetis en una terraza con cara de guasa. En otra aparecía ella de pie en la estación de tren de Santa Apolonia, con un libro bajo el brazo, una bolsa de cuero colgada al hombro y una mano en alto, diciéndole adiós a alguien.

«Trenes que no has de tomar déjalos pasar», recordó de pronto esas palabras de Wilby con tanta claridad que le pareció que por la ventana entraba una luz. El acento sudamericano, el timbre grave y cálido con una ligerísima entonación musical. Wilberth Santos era chileno, con buenos reflejos verbales. Le encantaba cambiar los refranes y hacer pareados. Un poeta de la experiencia, según el argot de los suplementos literarios, aunque él detestaba que lo encasillaran. Lo de la poesía de la experiencia le sonaba como la función clorofílica o el envasado al vacío. Lo suyo era mucho más simple, escribía sus versos fuera del horario laboral, normalmente sin haber dormido, cuando podía, como cualquier hijo de vecino. Pero, clasificaciones al margen, el chico era bueno con las palabras. A veces incluso muy bueno, aunque tendía a abusar demasiado de su ingenio. La Fundación Gulbenkian los había invitado a un congreso de jóvenes escritores en Lisboa. Y allí se fueron los dos, a hablar en uno de esos ateneos con poco público y mucho fondo a que tan aficionados son los portugueses. Ella, con su novela recién publicada, y él, con sus poemas de Saturday Evening. Días de paseos al mediodía por el cañón embodegado de la Alfama bajo balcones con macetas y mujeres asomadas a la ventana que los veían pasar de la mano, él con chaqueta de pana y gafas de trotskista, y ella con unos tejanos muy gastados y una bufanda roja, subiendo a grandes trancos los escalones de piedra, declamando versos como poetas bragados; tardes de siesta y literatura y de tranvías amarillos en los que subían a última hora hasta la cresta de luces del castillo de San Jorge y bajaban de nuevo hacia la boca del estuario para caminar entre soportales y atrios con escaleras que hundían sus peldaños en el agua y con gaviotas que sobrevolaban los tejados; imágenes para el olvido: Wilberth haciendo el ganso sentado a la puerta del café A Brasileira, al lado de la estatua de Pessoa; ella hojeando un libro en una librería de viejo del Chiado, traduciendo mentalmente del portugués, muy concentrada con el ceño fruncido; los dos juntos a última hora en un antiguo almacén de especias de la Alcántara reconvertido en pub nocturno, bailando música caboverdiana, muy pegados el uno al otro, mirándose seriamente, en silencio, como al principio de conocerse. Sangue de Beirona. Todo muy parecido a estar recién enamorados. Lisboa y sus trenes que no has de tomar.

Laura había tenido que regresar a España con unos días de antelación para presentarse al examen de un máster de periodismo, y él le había hecho la foto en el andén. Una fotografía feliz, aparentemente. Es lo que tienen las fotos, que detienen el tiempo en un instante aislado, el de decir adiós. La cabeza ligeramente ladeada, el flequillo despeinado por el viento, el hoyuelo de la barbilla. Una despedida más de las miles de despedidas que tienen como escenario una estación ferroviaria, a no ser porque una nunca sabe cuándo se está despidiendo para siempre.

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