Susana Fortes - Fronteras de arena
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Intuye que está deambulando por el filo que separa dos espacios mentales opuestos. Todos los objetos de la casa le parecen ventanas por las que asomarse a otra vida. La fotografía de una mujer en un puente sonriendo apenas, emergiendo de la niebla, una alfombra con los colores muy gastados, un libro abierto sobre la mesa de madrugada; y también los pasos de Philip Kerrigan en el cuarto de al lado, yendo y viniendo de un extremo a otro de la casa, por la noche, sin poder dormir. Por alguna razón no experimentaba el impulso de luchar contra la presencia cercana de aquel hombre de modales más bien rudos que sin embargo le había ofrecido su hospitalidad, pero se sentía intrigada por su comportamiento. Unas veces se mostraba delicado en extremo y caballeroso, mientras que en otras ocasiones cultivaba abiertamente el desdén amparándose en una risa ronca que lo distanciaba del mundo. Esos cambios de actitud la desconcertaban, no sabía cómo interpretarlos: su azoramiento cuando en una ocasión al cruzarse en el pasillo le rozó la cintura casualmente con el dorso del brazo, la habilidad que tenía para conducir las conversaciones eludiendo cualquier detalle personal o su silencio ensimismado en un trayecto de taxi desde el Club la Kasbah, después de una comida en la que había estado especialmente hablador. Le gustaba ese pudor, la reserva que mantenía en todo momento. La enternecía su forma personal de resistencia. Admiraba la capacidad que mostraba para crear un espacio en torno a sí y concentrarse. Había días en que regresaba a casa tras una larga jornada de trabajo y se encerraba en su escritorio como un molusco dentro de su caparazón. A veces lo oía teclear en la máquina de escribir hasta altas horas, después ponía el gramófono, melodías marroquíes y la nueva música que venía de América, de los clubes de Nueva Orleans, a través de la colonia extranjera: My Sweet, Lady be good… La luz encendida hasta el alba, como un faro.
Cuando nacemos ya llevamos impreso en la piel el ascendiente de los astros que han de abarcarnos en nuestra experiencia con la misma determinación que las estructuras geométricas de los cristales. En cada cara ofrecemos una visión diferente del prisma. Polaridades tan enfrentadas como la ternura y la impaciencia, el sufrimiento y el placer. Paisajes desconocidos impregnados de un lustre sagrado, caminos distintos que desearíamos recorrer, brazos que nos sustentan igual que las ramas de un árbol poderoso y nos dan sombra, y nos transmiten su savia y sus frutos. Sabores diversos. Minerales alterables en su composición y en sus propiedades. Piedras que arden. Nuestro gusto no puede ser unívoco ni excluyente, porque el mapa del corazón humano está trazado con fronteras de arena.
En las horas de la noche el tiempo da para mirar a cualquier parte, se alarga, se distorsiona. Todo adquiere un significado diferente al que puede tener durante el día. Son imágenes y pensamientos desordenados que pasan y se olvidan. Elsa Quintana se da la vuelta, arrebujándose contra las sábanas, y cierra los ojos.
XIX
– ¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?
– No. Gracias, Bugallo. Puede irse.
El comandante Uriarte permanece ante el espejo a medio afeitar, la barbilla erguida y apretada, los dedos recorriendo meticulosamente la piel para comprobar que no queda ninguna aspereza. Limpia el filo enjabonado de la navaja en una toalla y vuelve a mirarse en el espejo. El tubo de luz sobre el lavabo le da a su rostro un aspecto de cansancio, resalta las arrugas del entrecejo y la hinchazón bajo los párpados, envejeciéndolo como si hubieran transcurrido años en lugar de semanas desde el día en que llegó destinado a la guarnición de Tetuán con el cometido de instruir un sumario sobre la muerte del coronel Morales. A través de la ventana entreabierta observa la pared oscura del cuartel con sus dos torreones y los alféizares de ladrillo rojo. Oye las voces enérgicas de los suboficiales que dirigen la instrucción en el patio: un sonido acompasado de fusiles golpeando al unísono la gravilla del suelo o los hombros de los soldados. Mientras termina de vestirse procura infundirse confianza tratando de convencerse de que no hay nada que pueda alterar la normalidad de un orden tan inflexible y tan estrictamente regulado como el de un cuartel. Después de repasar mentalmente la agenda del día, se sienta en una esquina de la cama para calzarse las botas embetunadas y relucientes que acaba de traerle el ordenanza. Ajusta con cuidado el correaje a la cintura, se cala la gorra de plato y, antes de abandonar su cuarto del pabellón de oficiales, oye lejano el toque de corneta que acompaña cada mañana la formación de la guardia y el izado de la bandera.
La rutina, el horario inmutable, la sucesión minuciosa de cada una de las obligaciones que puntean la disciplina de un día como cualquier otro. Todo ha de regirse por la precisión, igual que el mecanismo de un reloj. A las ocho en punto el comandante toma un café en el bar de oficiales y finge no advertir la hostilidad y el silencio que se origina cuando los demás se percatan de su presencia. Antes de las nueve ya se encuentra sentado en su escritorio, bajo el retrato oficial del presidente de la República, que parece vigilarlo con el rostro hinchado y bulboso a través de sus gafas redondas. Sobre la mesa están las hojas de permiso que debe firmar, declaraciones juradas de algunos oficiales, informes balísticos… Más que los hechos que rodearon a la muerte del coronel Morales, le preocupan ahora los signos de alteración que ha venido percibiendo durante los últimos días: reuniones a deshora en la Comisión de Límites, visitas de civiles entrando en el cuartel por la puerta trasera de los almacenes de la cantina, conversaciones bruscamente interrumpidas cuando él aparecía. Y por si eso fuera poco, aún estaba la carpeta con supuestas «pruebas concluyentes», como había dicho el día anterior el periodista inglés que se las había entregado en mano en presencia del agregado militar de la Embajada.
Habría dado cualquier cosa porque aquellos documentos no contuvieran más que bulos inventados por extranjeros ociosos incapaces de entender el espíritu leal del Ejército, su entrega y su neutralidad. Pero los papeles que tiene delante no ofrecen lugar a dudas: un informe exhaustivo sobre las actividades de la casa Moses-Hassan en los que se pone de manifiesto la entrega por parte de un oficial de la guarnición de pagos irregulares a nombre de la empresa H &W, documentos y actas que relacionan esa empresa con el gobierno alemán y la identifican como una entidad receptora de fondos reservados para contratos de defensa; movimientos de cuentas correspondientes a los meses de marzo, abril y mayo; boletines de la Internacional de Ginebra con la lista de suscriptores; cables procedentes de la Embajada británica; un telegrama interceptado por Scotland Yard del general Von Blomberg, ministro de la Guerra, dirigido al cónsul alemán en Marruecos con las palabras «Unternehhmen Feuerzauber» subrayadas en rojo y traducidas a mano al español como «Operación Fuego Mágico»; todo evidencia la existencia palpable de una conspiración en estado muy avanzado. El comandante Uriarte, perdiendo su habitual compostura, da un puñetazo sobre la mesa que tiene el efecto de volcar el cenicero sobre las hojas esparcidas por la superficie, pero al momento recompone el gesto porque oye un toque de nudillos en la puerta. Guarda los documentos en el cajón y recupera el semblante frío y sereno antes de responder «Adelante». El sargento Bugallo aparece de nuevo, tímidamente, en el umbral de la puerta. No es precisamente un tipo de complexión militar. Su estatura es pequeña y el exceso de musculatura en los hombros todavía le da un aspecto más achaparrado. Tiene una nariz prominente y las orejas muy rojas contra el pelo cortado casi al ras. Pero la vulgaridad de los rasgos pronto queda eclipsada por unos ojos castaños y francos que al comandante Uriarte le recuerdan los de algunas ardillas cuando asoman entre los matorrales. A pesar de su rudeza y de sus andares torpes, el sargento Bugallo le había inspirado simpatía desde el primer día, antes incluso de saber que estaba afiliado a la UMRA y que guardaba en su taquilla varios números de la revista de la organización militar republicana. Sin embargo, nunca se había permitido manifestarle ninguna confianza porque por formación y también por carácter era tan incapaz de tratar arbitrariamente o con desdén a un inferior como de comportarse con él de igual a igual.
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