Susana Fortes - Fronteras de arena
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Después del café, Ismail y los dos guías beduinos se levantan y se dirigen a una de las tiendas, bromeando en su idioma. Sus risas se van apagando poco a poco amortiguadas por la noche y el sonido más próximo de la radio. En un momento se produce una ligera variación en la longitud de onda, y Garcés tiene que mover el dial del receptor para volver a sintonizar la emisora española, sin conseguirlo. Desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero, las noticias eran cada vez más confusas y alarmantes. Las caras de los cinco miembros españoles de la expedición acusan la interrupción con una expresión diferente: banal, preocupada, irritada, desafiante o perpleja. Garcés observa atentamente los ojos de sus compañeros donde chispean las llamas según el rumbo que toman los pensamientos guiados por las inquietudes de cada cual. Ahora una melodía muy tenue se mezcla con el crepitar de la hoguera, elevándose hacia el cielo que tiene una tersura de acuario.
Ya en la tienda, a la débil luz de un candil, Garcés anota en su diario reflexiones y fechas, rematando las tes con líneas firmes:
Mayo de 1936. El trayecto desde Tánger, atravesando oblicuamente el trópico de Cáncer, transcurrió por la ruta de Cervera y Quiroga sin especiales problemas. Si mantenemos el mismo ritmo, en cuatro días alcanzaremos la depresión granítica de Iyil, y comprobaremos sobre el terreno la riqueza de sus recursos hídricos procedentes de los pozos y las posibilidades reales de convertirla en un mar interior o al menos en una zona de aprovisionamiento de agua para el drenaje de futuros asentamientos. Respecto a la ruta seguida, en este tramo sería inútil trazar mapas porque el volumen y la disposición de las dunas cambia con mucha rapidez por los vientos mutantes. Es como si la superficie del desierto se alzase cada día obedeciendo a una fuerza que la impulsara hacia arriba. Todo lo que conseguiríamos sería la dudosa vanidad de nombrar lugares efímeros que aparecen y desaparecen esporádicamente igual que los ríos de Heráclito, las leyendas y los rumores a lo largo del tiempo, epopeyas contadas por un ciego. Pero ¿cómo orientarnos en una tierra sin mapas?
Garcés había descubierto antes de los ocho años lo que significaba despertarse una mañana en una casa distinta, huérfano, con los estantes repletos de la biblioteca de su abuelo como único consuelo. De esa época le viene la fe en los libros, en la palabra antigua. Podía haber desaparecido Troya, los barcos y los hombres que la destruyeron y la defendieron, pero siempre quedaría el lugar donde unos versos rearmaban el perfil de Helena, el bronce de un escudo, el intacto arco de Ulises, la flecha certera que atraviesa el ojo de las cerraduras. Las palabras de Homero eran el espejo de las cosas. Desde niño había idolatrado al arqueólogo Schlieman:
¿Cómo saber en qué lugar del desierto nuestra piqueta de excavadores tropezará con la máscara de oro de Agamenón o con las bolsas de agua que alimentan los extensos palmerales de la depresión de Adrar?
La luz del candil se ha apagado ya. Un firmamento inmóvil, púrpura, cubre el campamento, los estratos blancos sobre la superficie negra. El aire esparce en la noche el sonido de las últimas sílabas pronunciadas antes del sueño. Suaves brotes hinchan y crecen la lona de las tiendas murmurando secretos, nombres redondos de aldeas, lunas ansiosas, arenales y rutas. Uno de los hombres comprueba bajo el saco la posición de su revólver. Sólo eso. Y el misterio de la tierra dormida.
XVIII
Elsa Quintana permanece con el oído pegado a la almohada, escuchando el ritmo desacompasado de sus propios latidos igual que si escuchase un reloj que le marcase el tiempo con angustiosa inminencia. Tres de la madrugada. Desde esa posición contempla el trozo de cielo que asoma por encima del cristal astillado de la habitación de Ismail, como una mandíbula. No quiere moverse. No quiere volver a ocupar la parte de la cama en la que ha estado tumbada durante la pesadilla, las sábanas arrugadas, sudorosas. El sueño ha ocurrido en aquel cuarto, en el rincón más próximo a la pared: la mano de Alonso Garcés en su cuello, agrandada por el espejismo, sin dejarla apenas respirar en plena excitación. Ha arañado la pared con las uñas y tiene rastros de cal entre los dedos, pero está segura de no haber gritado. En aquel abismo movedizo, el rostro de él se había transformado maléficamente con el placer, casi a la manera de las sombras chinescas, y por un momento le pareció que adoptaba las facciones de Fernando Ruiz Santamarina. Fue entonces cuando se despertó sobresaltada. Aún nota el dolor en el cuello, al tragar saliva. La sensación de vértigo es la misma que había experimentado la única vez que bailaron juntos en el salón del Excelsior, tampoco en aquella ocasión podía respirar con el diafragma hundido igual que si hubiera recibido un golpe, o cuando él la besó ante la verja del hotel apretándole los dedos contra la curva de la nuca hasta cortarle el aliento. Después volvió a dormirse y en su mente se mezclaron otros gestos que parecían proceder de una actitud más plácida y natural, pero ni siquiera así podía relajarse convencida de que la calma acabaría por mudarse en violencia. El miedo del que procede está siempre emboscado en torno a lo nuevo que le ocurre, sin concederle la mínima oportunidad de recuperarse. Una pesadilla y más adelante otra serie de sueños. La venganza de los sentimientos.
Se había librado del recuerdo del hombre que le había arruinado la vida en España. Pero no podía olvidar la emoción del sentimiento. Éste permanecía en ella latente, a la espera. Eso es lo que piensa ahora en la penumbra del cuarto, mirando el recuadro de la ventana, la mancha débil de luz procedente del terrado que entra diagonalmente hasta rozar el biombo. ¿Qué sentido podían tener si no las tentaciones recurrentes que la asaltan de noche? La memoria del cuerpo va más allá de lo que alcanzamos a recordar. No pertenecemos a nadie ni estamos vinculados a un solo ser, múltiples sabores conforman nuestro gusto, se confunden en nuestros sentidos. Los países modifican sus fronteras, los continentes se alejan, los ríos cambian su curso y fluyen subterráneos bajo tierra hasta encontrar otra salida al mar. ¿Acaso no le había explicado Garcés, mientras regresaban caminando del teatro, cómo se transforman los desiertos en un momento, por efecto de una tormenta? Había creído sobreponerse al amor pero tal vez sólo había conseguido enterrarlo y ahora empezaba a brotar nuevamente de la semilla de aquel primer sentimiento dañino y complicado, como quien incuba una enfermedad o hereda una deuda antigua. El mismo líquido que cambia de recipiente sin variar su composición. Se toca la parte del cuello donde había notado la presión de la caricia de él, durante unos segundos, cuando en el sueño estaba inclinado sobre ella. Se incorpora un poco para llevarse a la boca el vaso que reposa sobre la mesilla. Lo hace torpemente y el agua clorada le corre por la barbilla hasta el pecho. Se siente irritada consigo misma, desanimada. ¿Cómo puede caer de nuevo en lo mismo? Lo último que desea es volver a enamorarse. Ha sido a causa del calor, se dice, volviéndose de espaldas, una pesadilla accidental en una noche agitada. Nada más.
Desde que se ha instalado en la rue des Chrétiens, contempla de otro modo su relación con las cosas, no como al principio que sólo podía moverse en la periferia, pegada a las paredes, a los setos de las terrazas. Quería que el paisaje la ocultara, no se fijaba en sí misma, ni en la impronta que la ciudad empezaba a dejarle, ni en su brazo extendido hacia el respaldo de una silla, ni en cómo iba cambiando la tonalidad de su piel. Su seguridad no dependía de ella, sino de cómo la observaban los otros. Ahora, sin embargo, que está a salvo, protegida, en una casa del barrio viejo de Tánger, siente que el peligro la amenaza desde dentro de su propia imaginación dispersa en múltiples puntos de fuga. Podía dormir cuanto quisiera sin preocuparse, porque otros ojos velaban por ella y ese sentimiento era franco y dulce, y nacía sin esfuerzo, derivado de la gratitud. Pero quizá no se tratase tanto de una cuestión de reconocimiento cuanto de capacidad de recepción: la onda expansiva de un arrullo cálido que se propaga desde lo más recóndito como el sonido de las cuerdas en la madera de un instrumento ancestral. Lo que hay detrás de esa música no se sabe. Es impreciso.
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