Susana Fortes - Fronteras de arena
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– Le traigo la relación de soldados presentes en el cuartel y los pases de salida para que los supervise.
El comandante Uriarte repasa minuciosamente la lista por orden alfabético, esperando que el sargento abandone el despacho para continuar con la consulta de los documentos guardados en el cajón. Pero el ordenanza permanece parado frente a él sin moverse, dando vueltas a la gorra entre las manos, inquieto, con la camisa manchada de sudor en las axilas, sin decidirse a salir.
– Gracias, Bugallo, puede irse -dice el comandante con una entonación amable pero que suprime cualquier posibilidad de que prolongue por más tiempo su permanencia allí.
A pesar de ello el sargento sigue sin moverse ante la extrañeza del comandante, que ahora levanta la vista hacia él y lo observa más sorprendido que incómodo.
– Con su permiso, mi comandante, quisiera decirle algo. A lo mejor es meterme donde no me llaman, pero le veo siempre tan ocupado con la investigación que a veces me parece que no se da cuenta de muchas cosas que están ocurriendo en el cuartel delante mismo de todos nosotros y de usted, con perdón, y, bueno…
– Continúe, Bugallo -le insta el comandante cada vez más intrigado.
– Es que en la cantina se oyen cosas y también en las cuadras. Ayer mientras ensillaba las muías oí una conversación entre el capitán Ramírez y el teniente Ayala. Ellos no podían verme porque yo estaba detrás del portillo que da al pajar. Tampoco es que yo pretendiese escuchar nada, pero a veces uno oye lo que no quiere o lo que no debe y entonces sabe lo que no debe saber, y, bueno el caso es que…
La voz humilde, un poco ronca del sargento, continúa balbuceando palabras confusamente, disculpas y circunloquios que evidencian su timidez y la dificultad para expresarse.
El comandante avanza una mano hacia el tabaco y acerca la llama al cigarrillo pausadamente, como para dar tiempo a que el sargento recobre la calma.
– Y bien, ¿qué es lo que oyó? -pregunta finalmente recostándose contra el respaldo de la silla y evaluando a su interlocutor a través de la cinta de humo.
– Bueno, hablaban de un telegrama cifrado que había venido de Ceuta y lo nombraron a usted, señor. Dijeron que no estaban seguros de usted y que si fuera necesario, cuando llegase el momento, se lo llevarían por delante como hicieron con el coronel Morales. Eso dijeron, mi comandante, exactamente esas palabras: como con el coronel Morales.
Por un momento al comandante Uriarte se le desenfoca la vista, como si mirara a lo lejos. Imagina al coronel en su despacho, con la guerrera desabrochada y la cabeza un poco caída sobre el pecho, sintiendo lateralmente en el cuello el roce aceitoso y frío del cañón de una pistola. Como ráfagas pasan ante él las distintas imágenes, todas las hipótesis que había barajado durante días sobre cómo pudieron ocurrir los hechos, la forma inequívoca en la que el coronel debió manifestarse cuando sus subordinados lo sondearon para saber cuál sería su actitud en el supuesto de que se produjera una sublevación del ejército. Tal vez había intentado disuadir a sus agresores sin demasiada convicción o quizá había optado por un silencio digno sabiéndose fracasado de antemano. Mientras recompone mentalmente la escena del crimen, el comandante Uriarte mantiene la misma expresión inalterada sin dejar traslucir ninguna emoción. Mira pensativo hacia la ventana donde el aire se va condensando en un azul tan nítido como sólo puede serlo en el mes de julio. Más allá contempla cómo la luz chorrea en la explanada desnuda entre las dos garitas con almenas, haciendo resaltar el escudo rojo y dorado sobre el portón.
– Gracias, Bugallo -dice por fin con voz serena, como si acabara de salir de una especie de trance.
– A la orden, señor -responde el sargento un poco aturdido, confundiendo la fórmula de despedida, haciendo sonar los tacones de las botas al cuadrarse antes de salir.
Al mediodía, el comandante Uriarte abandona el despacho de comandancia. Pasa por la antesala de las oficinas administrativas entre las mesas alineadas a ambos lados de las paredes donde suena el tecleo de las máquinas de escribir y el zumbido monótono de las aspas de los ventiladores. Atraviesa la galería exterior y el cuarto de transmisiones. Un cabo permanece inclinado sobre el aparato de radio moviendo el dial. El comandante sale al corredor dejando atrás la voz metálica del locutor que está emitiendo el parte informativo mezclada con un fondo confuso de interferencias y ráfagas estridentes de pitidos. Baja por la escalerilla de hierro y cruza el patio aplastando la grava bajo los tacones de sus botas con un ritmo holgado sin prestar atención a los dos pelotones en formación que permanecen alineados bajo el sol. El sargento Bugallo, desde la ventana del pabellón de suboficiales, lo ve desaparecer por la puerta que comunica con la Comisión de Límites, con un brillo en los ojos de orgullo y admiración por aquel oficial circunspecto al que jamás había oído levantar el tono de voz ni utilizar los modos desabridos y despóticos que eran habituales en los mandos. «Ahora va a hacer algo», piensa imaginando al capitán Ramírez y al teniente Ayala a punto ya de ser arrestados en el cuarto de banderas y despojados de sus estrellas, con los rostros lívidos, completamente desencajados, incrédulos, porque en su prepotencia nunca hubieran sospechado que aquel comandante recién llegado, al que consideraban un leguleyo sin coraje, tuviera arrestos para someterlos a semejante humillación. El sargento Bugallo está convencido de que la entereza del comandante Uriarte, su forma de caminar con la cabeza erguida como si lo guiara una determinación imperiosa, el poder hipnótico de sus ademanes y aquella voz grave y serena que destilaba autoridad, bastarían por sí solas para reducir enérgicamente cualquier conato de desobediencia u hostilidad. En la mente del ordenanza la figura del comandante se agranda por momentos con la invulnerabilidad de los héroes. Pero cuando horas más tarde suena el toque de retreta y los soldados forman de nuevo en el patio, ya sumido en sombras, aún no se ha producido ninguna detención y el sargento Bugallo empieza a alarmarse porque nadie en todo el día ha vuelto a ver al comandante Uriarte: ni en la Comisión de Límites, ni en su despacho, ni en la cantina, ni en ningún otro lugar.
XX
Dos de la madrugada. Philip Kerrigan mantiene la vista fija en un rincón mohoso del techo que se vuelve más oscuro a medida que lo observa, como un vértice segregado de la noche. No puede conciliar el sueño. Ahora vienen a rodearlo todas las sombras y conjeturas, inquietudes que se alargan en la vigilia y permanecen ahí. Después de haber entregado el resultado completo de su investigación al comandante de la guarnición de Tetuán, ya no siente la ansiedad de días anteriores. En su lugar nota una incómoda sensación de vacío, como la que uno experimenta al abandonar la posesión de un secreto que ha absorbido buena parte de su tiempo durante meses. Y, sin embargo, a pesar de todo, tiene la convicción de que los hechos continuarán sucediendo con el mismo implacable determinismo con que avanza un incendio o prolifera una enfermedad. Enmarcadas en la ventana de su dormitorio, las azoteas vacías de la medina se escalonan y blanquean como manchas frescas de pintura. El corresponsal del London Tunes se incorpora un poco desorientado, se acerca a la ventana y pasea inquieto, sin ruido, por el recinto cerrado del cuarto. Después, se dirige a la cocina para beber un vaso de agua. Desde el corredor, a través de la puerta entreabierta de la antigua habitación de Ismail, observa de refilón a Elsa Quintana, el cuerpo alargado y silencioso, la cabeza descansando de medio lado sobre la almohada con el pelo cubriéndole la mitad del rostro y una rodilla sobresaliendo de las sábanas. Siente una repentina ternura por algo inocente que hay en el gesto de la mujer sólo cuando está dormida, un resto de la niña flaca que debía de haber sido. Observa la mezcla de pereza y sensualidad que forma el escorzo de la imagen: la sombra del cuello extendiéndose hacia la zona tibia del pecho, el impreciso movimiento de la respiración, la parte visible de la frente. Kerrigan imagina el cerebro que estaría allí dentro, vivo, bullente de sueños. Durante la fracción de segundo que dura la visión siente que el peso del estómago le sube hasta la garganta y tiene que apoyarse en el quicio de la puerta con el deseo mareándolo de sien a sien. En las semanas transcurridas desde que ella se trasladó al apartamento la misma escena se repite con cierta frecuencia. Pero nunca ocurre nada más. De día le resulta más difícil contemplarla. No puede soportar ni siquiera las miradas casuales de ella. Siente su proximidad como una amenaza. Si la oye cantar en el cuarto de baño, se tapa los oídos. Si ella le hace cualquier comentario sobre su vida, una anécdota o confidencia, algún recuerdo de infancia, él lo acoge distante, fingiendo una indiferencia natural, aunque luego se queda durante horas imaginando el carretón de circo que ella vio por primera vez, años atrás, cuando era una niña, en la explanada de una feria, su música de acordeón y concertina. Cuanto más cerca percibe la presencia física de la mujer, más extrañamente se comporta, mostrándose a veces muy ceremonioso y otras, casi impertinente, sarcástico, como si quisiera apartarse y desprenderse del calor que crece alrededor de ella, en todos los objetos que toca: el pomo de una puerta, la manecilla del gramófono, un libro. No es nada voluntario ni que pueda evitar. Simplemente ocurre así. Si Elsa le señala alborozada un nuevo brote de jazmines en la maceta del balcón, aparta inconscientemente los ojos. Una simple flor más. Alzar murallas es su forma instintiva de oponerse a cualquier fuerza que pueda rebasar sus límites, igual que en un cerco medieval. Sólo de noche, a veces, se permite despojarse de esa armadura y entonces está tan desnudo con su propia violencia que lo único que piensa es en arrancar la sábana que cubre el lecho de ella y acabar de una vez con todo. Kerrigan regresa a su dormitorio. El fuego contenido se le aparece como un sol rojo durante el duermevela, mientras permanece tendido boca arriba en la cama con los ojos cerrados.
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