El decorado del primer acto va mostrándose paulatinamente en una sutil gradación de luz que acaba destapando una encendida selva de velámenes y estandartes sobre proas de naves en el lado derecho del escenario, mientras a la izquierda, empavesando las macizas murallas de un palacio renacentista ondean oriflamas y banderolas de púrpura y amaranto en medio de un gran despliegue de figuración. En el centro del escenario, el general moro se enfrenta a las acusaciones vertidas contra él ante la corte del anciano senador de Venecia. Las palabras condenatorias retumban en el escenario ahondadas por el silencio sepulcral del público:
vuestra hija se rebela contra vos
entregando belleza, razón y ventura
a un extranjero errátil y sin patria.
Bajo un resplandor de luces amarillas que se van aclarando hasta casi parecer un refectorio conventual, Desdémona, ataviada como una dama de Tiziano, entra en la última escena del primer acto para defender su amor contra la autoridad paterna, y un suave adagio musical acompaña la hábil mutación del decorado en el que aparece ahora la plaza de San Marcos y los canales que confluyen hacia ella surcados de góndolas.
Garcés, con los codos apoyados en la balaustrada del palco, inclinado hacia adelante y exaltado por el drama que está siendo representado, se deja ganar por la ensoñación, mezclando la ilusión escénica con sus deseos, y trata de orientar su mirada en la oscuridad hacia la mujer que permanece sentada en la segunda fila de platea, con la cabeza muy erguida. Imagina el júbilo de besar su boca vuelta hacia él tras el efecto neblinoso de un alumbrado en sordina y, olvidado momentáneamente del espectáculo, divaga con fantasías y satisfacciones que le procuran una evasión inmediata. Todavía inmerso en el abrazo imaginario piensa en el viaje que ha de iniciar al alba, en la oscura trama que continúa su progresión imparable hacia un futuro cargado de incógnitas, en la fugacidad de todo. Si fuera el personaje de una farsa, podría aspirar a un merecido papel, pero se siente sólo parte del decorado, algo en su interior le incita a retraerse y sin embargo ¿cómo dejar de pensar? Elsa Quintana es apenas una silueta difusa e inmóvil, su espalda y su piel forman parte de la oscuridad. Garcés apoya la frente en las manos y cierra los ojos para sentir más intensamente su presencia. Son apenas unos segundos, porque al momento la misma ensoñación le devuelve al tablado en el que transcurre la obra.
Toda la escenografía de decorados y tramoyas, los coros de centuriones con sus lanzas doradas, las vestimentas y los efectos lumínicos ensalzan y desmienten al mismo tiempo el majestuoso empaque del gigante negro, su angustia de héroe destrozado cuando en el último momento entra sigilosamente con un candil en la habitación donde duerme su amada y dirigiéndose a la invisible blancura de Desdémona, cisne agónico, pronuncia el misterioso monólogo final de la tragedia:
Es la causa, es la causa, alma mía,
no permitáis que os la nombre castas estrellas.
Es la causa. Y sin embargo, no derramaré su sangre,
ni señalaré su piel más blanca que la nieve,
más suave que alabastro de sepulcros.
Pero ella debe morir…
Cae el telón y el público se levanta para aplaudir y va saliendo de la luz amarillo-naranja a las penumbras de los pasillos con sus rellanos y alfombras que conducen a la noche demorada. Animado por la fuerza del espectáculo al que acaba de asistir, Garcés se acerca a Elsa Quintana que trata de abrirse camino entre los asistentes a la representación, intercambiando comentarios y saludos mientras se dirige a la guardarropía para recoger su chal.
– ¿Puedo acompañarla? -pregunta, sin recibir más que una sonrisa por respuesta.
Ya en el exterior, la mujer señala una calleja próxima, por la que se adentran confiando en la penumbra clareada, con estrella aquí, estrella allá, que les permite contemplar ciertos aleros, cimborrios de estilo neoárabe, columnas y peristilos teñidos de un amarillo singular en la noche blanca, espolones de cemento que difícilmente se definen en cabalidad de formas y que por un momento les crea la ilusión también a ellos de ser personajes de un drama que quizá alguna imaginación aviesa en algún lugar ha trazado para sus destinos.
Caminan en silencio, a cierta distancia uno de otro. Garcés siente de nuevo el mismo aroma que había percibido al bailar con ella, un olor indefinido que no proviene de ningún perfume sino de la piel que imagina tibia de una suavidad tersa y vibrante.
Ella no habla mucho sobre sí misma. Breves comentarios referidos a un pueblo de Andalucía con dehesas y olivares que evoca con nostalgia, algo sobre un viaje sin billete de vuelta, pequeños detalles que lejos de desvelar nada sobre su vida, aumentan aún más su misterio.
– Y eso es todo -concluye.
Garcés sabe que eso no es nada, pero no saca a relucir a Ramírez hasta más tarde, cuando ya están en la ciudad vieja, al pie de las murallas que parecen oscilar con la tenue reverberación de los faroles.
– ¿Quién?
– El militar que se acercó a ti en la recepción del Excelsior -aclara Garcés.
Se tutean desde hace apenas unos minutos.
– Ah, ése.
Ella tarda más de lo necesario en responder, como si estuviera tratando de ganar tiempo, y Garcés percibe la demora.
Elsa Quintana no precisa nada más de momento, pero las líneas de su rostro se endurecen repentinamente.
– Es un antiguo conocido -dice al fin, evasiva.
Luego inclina un poco la cabeza y le pregunta a Garcés por sus proyectos, de un modo en que resulta evidente su deseo de cambiar de conversación.
Ahora es él quien habla de su expedición al Sahara. Lo hace despacio y seguro de sí mismo, sonriendo ligeramente en las pausas, mirándola de refilón antes de proseguir. Le cuenta hasta qué punto se llega a perder la conciencia de lo permanente en el desierto, espacios de arena que el viento cambia cada día enterrando las huellas de un poblado o levantando dunas donde antes sólo había una explanada vacía. Le explica la forma en la que los guías beduinos señalan los recintos en los que excavar para buscar las bolsas de agua y los ríos subterráneos. Pasa de una descripción a otra como un halcón sobrevolando el cielo.
– En el Sahara -dice- nada es estable, sólo el viento decide el paisaje abrasándolo con sus numerosas lenguas o con una repentina tormenta de polvo rojo que puede durar más de cinco o seis horas, una cortina opaca que se alza desde el suelo hasta mil metros de altura, filtrándose incluso en las más pequeñas rendijas de las herramientas y los aparatos de observación, coagulando las bisagras, los cerrojos, dejándolos inservibles. Es como si la superficie del desierto, palmo a palmo, a través de millones de poros impulsara hacia arriba ráfagas circulares de arena en diminutos rizos cuya velocidad va aumentando hasta ocultar todo el espacio circundante. Otras veces adopta la forma de un remolino teñido de cobre que se desliza hacia el oeste, arrancando tiendas y amarras, sillas de montar, cacerolas, enseres de aldeas enteras, arrastrándolos durante kilómetros enroscados en una columna de fuego.
En ese momento se detiene y mira hacia atrás, creyendo ver una sombra entre las arcadas. Pero si alguien los sigue, lo hace concienzudamente, asegurándose de que ellos no lo adviertan. Continúan caminando del mismo modo que antes: ella, algo adelantada, y mirando el suelo.
– Así que eso es lo que haces… -susurra con una voz mínima en la que casi no se trasluce el deseo de captar los motivos que él pueda tener para vivir de ese modo.
– Sí, pero no lo digas como si fuera una adversidad. No huyo de nada.
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