En las dependencias administrativas, Kerrigan saluda con familiaridad a una de las secretarias, mientras le entrega el pasaporte. Intercambian unas cuantas frases intrascendentes. La mujer toma el documento de 94 páginas con pastas azules y doradas, imprime un sello con el certificado de prórroga en la última hoja y, antes de devolvérselo, introduce subrepticiamente en su interior un papel de cable cuidadosamente plegado.
Afuera, un sol tibio amarillea el asfalto todavía húmedo por las lluvias de los últimos días. Pasadas las legaciones extranjeras, en las zonas más umbrías quedan restos de algunos charcos sucios. Kerrigan contempla la superficie marrón del agua al pie de los altos bloques de apartamentos recién construidos con una punzante sensación de agravio. De la lluvia estancada le viene por asociación el recuerdo de Elsa Quintana, el cabello mojado, los ojos quietos, alguna cosa allí contenida, el punto exacto en que la desorientación cruzó su rostro y él la interpretó como una argucia malévolamente femenina en su intención. El corresponsal del London Times siente que hay algo en la naturaleza de las mujeres que resulta profundamente equívoco: su facilidad para hacer confidencias a los extraños, una especie de amoralidad o código indescifrable que tantas veces le ha inducido a error. El propio énfasis del cuerpo cuando se insinúa es una de esas armas, más mortífera cuanto más inocente e instintiva e inexplicable. Odia ese sentimiento lo mismo que odia los artículos que escribe con habilidad trivial, la búsqueda de datos, nombres, correspondencias. Aborrece la profesionalidad que le empuja a seguir a una mujer por la información que pueda procurarle. Desprecia su espíritu suspicaz y depredador, inadecuado para expresar lo que siente, o peor aún, inadecuado para sentir, un defecto que se le ha albergado en el alma y que a lo largo de toda su vida ha intentado acallar para quedarse donde quería estar, en una especie de distancia del mundo, un lugar personal e inmutable en el que permanecer a salvo de las emociones.
Kerrigan se dirige hacia la medina caminando por el lado soleado de la plaza, entre las briznas de luz, con el cuello levantado y las manos hundidas en los bolsillos de la americana. Los árboles de los jardines están cuajados de pájaros que inundan la atmósfera de un gorgojeo ensordecedor. Desde que empezaron las lluvias, la temperatura ha bajado considerablemente y el aire se ha vuelto más fresco ya impregnado de olor a carbón y a cáñamo. Deja atrás los restaurantes de la rue de la Liberté, las oficinas y los quioscos de prensa. Tuerce a la izquierda por una de las callejas laterales donde varios mozos fuman kif al pie de los carros tirados por mulos, a la espera de ser reclamados para transportar algún equipaje. Cuando llega al bazar se encuentra con que el portón del patio está abierto. Bidones, palas de fogón y piezas herrumbrosas tapadas con lonas viejas permanecen amontonadas contra los muros con el aspecto decrépito de los talleres de desguace. El corresponsal del London Times llama dos veces a Abdullah, pero no obtiene respuesta. Mientras curiosea entre el material de desecho, ve aparecer en el extremo de la escalera que da a la tienda al ayudante del prestamista, un muchacho larguirucho ataviado con una gastada chilaba de tela de saco, que le invita a entrar. En el interior del bazar los tapices permanecen aún enrollados, las esteras sin desplegar y las valijas cerradas con correas. Por lo demás todo está igual, los mismos almohadones de cretona sobre el diván, la alfombra de color rosa pálido con una trama mohosa en una esquina, donde la humedad oscurece el tejido. Hasta la lamparilla de aceite continúa en el mismo lugar. De todos modos el espacio le parece a Kerrigan menos agobiante que la última vez.
– ¿Está el señor Abdullah? -pregunta Kerrigan.
El chico menea la cabeza hacia los lados. Tiene los ojos hinchados y el pelo revuelto como si acabara de despertarse. Con un gesto de la mano indica cortésmente al periodista que tome asiento. Una gata de pelaje atigrado maúlla debajo de la mesa. Kerrigan intenta acariciarla, pero el animal emite un gruñido y sale corriendo hacia el otro extremo de la tienda.
Al poco rato, por la puerta lateral que comunica con la vivienda, aparece Abdullah bin Saiyid con las manos tendidas esgrimiendo una amplia sonrisa que Kerrigan no sabe muy bien cómo entender ya que esperaba encontrarlo algo reticente después del último encuentro.
– Pasaba por aquí y pensé… -miente el periodista.
– Me alegro de que haya venido. Puedo ofrecerle té o whisky si prefiere.
– ¿No lo prohíbe el profeta?
– El profeta no tenía mayor conocimiento del whisky. Debemos interpretar sus palabras con un criterio moderno.
– De todos modos prefiero té, gracias -sonríe Kerrigan-. Es un poco temprano para empezar a pecar.
Abdullah hace una seña a su ayudante que al momento se acerca con una tetera humeante.
– ¿Así que pasaba por aquí?
– Bueno, no exactamente -reconoce el periodista; y añade diplomáticamente-: a decir verdad quería disculparme por mi intromisión del otro día.
– Ah, se refiere usted al asunto de la señorita española… Una mujer realmente interesante -exclama admirativamente Abdullah mientras se echa hacia atrás recostando la cabeza en el respaldo del diván.
La túnica adherida a los muslos le marca una profunda hendidura bajo el vientre.
– Ayer mismo estuvo aquí, vino acompañada de un hombre de uniforme, un tipo malencarado. Ella parecía un poco… inquieta.
– ¿Empeñó finalmente el anillo?
– Por supuesto, pero no se preocupe: le ofrecí una cantidad más que razonable. No quiero que piense que pertenezco a esa clase de hombres capaces de aprovecharse de una dama necesitada. ¿Quiere verlo de nuevo?
Abdullah se dirige hacia una de las vitrinas sin esperar respuesta y le muestra la pieza sobre un paño negro de terciopelo. Kerrigan toma la joya en sus manos, examinando la piedra dura y brillante al trasluz como si la viera por primera vez.
– ¿Cuánto quiere por él?
– Todavía no está en venta. Le prometí a la señorita que lo mantendría durante unas semanas.
El periodista saca varios billetes del bolsillo interior de la americana y los deja en el centro de la mesa. Abdullah niega con la cabeza esbozando una sonrisa obscena en la que relampaguean sus dos molares de oro.
– No querrá que falte a mi palabra por una cantidad de dinero tan escasa.
Kerrigan extrae algunos billetes más de su cartera y los añade al montón que reposa sobre la mesa.
– Bueno -sonríe Abdullah amablemente recogiendo el dinero-. Esto ya es otra cosa.
El corresponsal del London Times envuelve cuidadosamente el anillo en el interior del paño y se lo guarda en el bolsillo. Mira a Abdullah con la desagradable sensación de que el árabe ya contaba con que él acabaría por hacer exactamente lo que había hecho. De todos modos tener el anillo en su poder le reconforta de una extraña manera.
– Y ahora que ya hemos cerrado nuestro negocio, le diré gratuitamente algo que puede interesarle. Su gobierno tiene agentes por toda la medina. Se gasta el dinero con cualquier árabe o judío que le cuente mentiras. Y luego telegrafían esas informaciones falsas a su país. Voy a hablarle con franqueza, las cajas que le mostré el otro día…
– Me he dado cuenta de que ya no se encuentran en su almacén -le interrumpe Kerrigan.
– Bueno, sí. Hay mercancías que no deben permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Quería decirle que la materia prima es de origen español pero la fabricación es alemana. Los alemanes son expertos en circuitos eléctricos ¿Ve este refrigerador? -dice incorporando con cierto cuidado su voluminoso cuerpo, y señalando un recipiente rectangular-. Es un regalo personal del señor Wilmer.
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