Al principio los dos hombres la escuchan afectando una especial atención. Kerrigan siente más curiosidad por la forma en la que ella traba el relato que por el relato en sí. «Vaya -piensa con cierta melancolía-, otra a la que también le gusta el juego de las mentiras.» Y la observa en silencio, frotándose las mejillas hacia arriba en el sentido contrario a la barba, un poco decepcionado por el simulacro fallido de sinceridad, pero intrigado por el final que ella haya podido improvisar para su hipotética historia.
De nuevo, los gruesos dedos de Abdullah se mueven con presteza alisando el paño de terciopelo sobre el que reposa el anillo.
– Coja el dinero y no se preocupe, el interés es razonable. Hágame caso, la vida en Tánger para una mujer como usted requiere una posición desahogada. Además su joya estará a salvo en mi almacén hasta que pueda venir a recuperarla.
Elsa Quintana busca los ojos empequeñecidos y arrugados de Kerrigan con un fondo de súplica en los suyos. El periodista siente crecer en alguna parte de su cuerpo esa vanidad tan masculina que impulsa a los hombres a salir en defensa de una dama en apuros. Sin embargo, permanece en silencio, buscando con la lengua las semillas de los higos entre los dientes. El sabor de los frutos le resulta especialmente agradable pero por alguna razón no le apetece sentir placer, ni salir de su apatía. Algo le obliga a aferrarse al recuerdo de las cabezas de los dos gallos aplastadas contra la pared con su amalgama de sangre y vísceras. La sensación le produce un revoltijo en el fondo del estómago que le hace fruncir la boca. Prefiere sentir asco a placer. Está en su punto álgido de lucidez y cinismo.
La mujer se pone en pie impulsivamente y le ofrece la mano a Abdullah.
– Gracias. Lo pensaré mejor -dice recogiendo el anillo y colocándoselo de nuevo en el dedo.
– De nada -responde el árabe sin poder evitar un gesto contrariado-. Ya sabe dónde encontrarme si cambia de opinión -añade variando la voz por otra más endulzada y persuasiva.
Kerrigan se levanta indeciso apartando los almohadones de cretona, sin saber aún si irse o quedarse. Había acudido a la tienda con la intención de sonsacarle al cuñado de Ismail algún dato más sobre el asunto de las cajas, pero viéndolo así, con las manos crispadas sobre su vientre de mandarín y el gesto malhumorado, presto a imprecarlo con maldiciones, piensa que tal vez Abdullah no se encuentre en la mejor disposición de ánimo para intercambiar confidencias con él. Además, por otro lado, está el misterio de la mujer, algo inaceptable que lo impulsa a seguirla. Otra vez la vida empieza a bifurcarse, a tener distintos sentidos, múltiples posibilidades, que acaso milagrosamente confluyan. Finalmente, hace un gesto vago con la mano y se decide a caminar por el corredor central de la tienda detrás de ella, con los ojos clavados en la costura negra, un poco ladeada, de las medias.
– Espero que la próxima vez no interfiera usted en mis asuntos -dice el prestamista desde la puerta, confirmando sus temores.
Ya en el exterior, Elsa Quintana y Kerrigan avanzan despacio, bastante separados. Hacia el oeste penden del cielo macizas nubes oscuras que flotan en la atmósfera desde la mañana. A su lado, van pasando figuras y voces. Bajo los árboles de una plaza, varios hombres en cuclillas abanican pequeñas hogueras sobre las que hierve el agua para hacer el té. Dos muchachos cogidos de la mano se cruzan en dirección contraria, uno de ellos se ríe a carcajadas, mostrando una dentadura blanca y prominente. El periodista y la mujer toman la rue de la Marine, pasan costeando la Gran Mezquita y llegan a la terraza de Bordj el Marsa, donde las mesitas y las sillas de los cafés al aire libre ocupan buena parte de la explanada, bajo las palmeras. Kerrigan se vuelve hacia Elsa Quintana, y señala con la mano una de las mesas con ademán de invitación. Los ojos de ella no han perdido la expresión decepcionada, un óvalo oscuro bordea sus párpados. Parece abatida por esa clase peculiar de desilusión que saben dejar traslucir las mujeres cuando alguien de quien esperaban más desciende por debajo del mínimo de la vulgaridad.
– Le vendrá bien tomar algo -reconviene Kerrigan mientras separa la silla caballerosamente.
– Gracias.
– Y ahora cuénteme en qué clase de lío está usted metida.
La mirada de Kerrigan brilla con la sagacidad malévola del periodista de raza.
– No comprendo bien lo que quiere decir.
– Usted no es exactamente la clase de persona que pretende aparentar, ¿verdad? Todo lo que le ha contado a Abdullah es una patraña admirable. Esos modales distinguidos, los balbuceos y todo lo demás. Hay algo en usted que induce a sospechar. No tiene aspecto de haber llevado mala vida y sin embargo…
– Peor de lo que pueda imaginar -le interrumpe ella.
Tras unos momentos en los que parece confundida. Elsa alza la cabeza impostando una risa sorda, ligeramente burlona, tan llena de desdén hacia sí misma como vacía de alegría.
– No se ha creído ni una sola palabra de lo que les he contado en la tienda, ¿no? Pues ha acertado: no era más que un cuento. Pero si quiere saber la verdad se la diré.
Ahora está inclinada hacia adelante y sus ojos permanecen fijos en los de Kerrigan, insólitamente brillantes.
– En realidad, soy una mujer peligrosa -dice con un punto de mofa en la voz como si quisiera hacerle creer que está bromeando-, me buscan por dos asesinatos, además de varios altercados y actos contra la autoridad. ¿Le gusta más esta versión que la de mujer indefensa?
– Tampoco exagere. Una persona tan delictiva -dice Kerrigan, alargando mucho el adjetivo- no tendría ningún reparo en empeñar su anillo de compromiso. Además a mí me da igual -añade encogiéndose de hombros- y, por otro lado, quizá no fuera bueno para usted ser de verdad indefensa.
– ¿Cómo sabe que se trata de mi anillo de compromiso?
– Soy periodista. Me pagan por observar. Si quiere que la ayude tendrá que contármelo todo.
– Un hombre me está extorsionando. Es todo lo que puedo decirle, de momento. Sé que no tengo derecho a pedirle que se fíe de mí, pero se lo pido. Yo también me he informado sobre usted, señor Kerrigan. No es tan cínico como a veces quiere parecer. La gente aquí lo respeta. Tiene muchos recursos, contactos con personas importantes y no se asusta fácilmente. Además, el azar lo ha puesto en mi camino -sus pupilas ahora se mueven inquietas debajo de las pestañas como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas-. No tengo amigos en Tánger y… -la voz vacila con un ligero temblor- necesito que me ayude.
Kerrigan deja de contener la respiración, y alzando las cejas expulsa el aire entre los labios fruncidos, lo que en su código gestual viene a significar que el discurso de la mujer le ha parecido, si no convincente, al menos suficientemente halagador.
– Bien, no tengo inconveniente en ayudarla, pero no será mucho lo que pueda hacer si no sé de qué se trata. Así que usted dirá.
– Debo entregarle una suma de dinero antes del sábado o de lo contrario…
– De lo contrario, ¿qué? -la apremia Kerrigan.
Elsa cierra los ojos con expresión de abandono.
– Me siento tan cansada -dice por primera vez con verdadera sinceridad-. Cansada de todo, de mí misma, de esperar, de pensar qué debo hacer y qué no debo hacer -y apoya la cabeza entre las manos sin despegar los párpados.
– Ahora sí está siendo usted peligrosa -murmura Kerrigan en voz muy baja, apartándole con suavidad un mechón de pelo de la frente.
La mujer alza la cara: sus iris se mueven con una leve palpitación, como si estuviera intentando rehuir la mirada de Kerrigan y no lograra hacerlo. Alrededor, los plomos violentos del cielo, la barahúnda del mediodía en el mercado de frutas, un murmullo de grillos aprisionados dentro de una caja.
Читать дальше