El cónsul británico se lleva el cigarro habano a los labios con actitud lenta y reflexiva, se lo quita, mira cómo arde el círculo encendido de la brasa en el extremo y se lo vuelve a llevar a la boca con la misma parsimonia antes de responder.
– Los informes a los que se refiere -esgrime el cónsul dando muestras de hacer acopio de toda su paciencia- fueron objeto de un atento examen por funcionarios diplomáticos del Foreign Office, y además han sido remitidos a otros ministerios como el de la Guerra y al departamento de Comercio y Exportación. Créame, de momento no hay nada por lo que preocuparse.
El diálogo transcurre en el interior de uno de los despachos de la primera planta del consulado británico en Tánger. La claridad grisada del exterior entra tamizada a través de las cortinas de color cereza y le da a los objetos una tonalidad extraterritorial que a Kerrigan le hace pensar en el mobiliario de una antigua plantación: el gran ventanal abalconado, sus pequeños vidrios en el dintel del arco, la mesa de palorrosa, un guerrero masai tallado en ébano. Sobre la pared del fondo, destacan inequívocamente los símbolos del imperio. Junto al mástil con la bandera enrollada, pende un óleo de gran tamaño del rey Jorge V a caballo, blandiendo un sable con la mano derecha mientras con la izquierda sujeta la brida del corcel, la misma imagen que reproducen en miniatura los sellos de cinco peniques. A través del tabique que separa el despacho de las oficinas, se oye el sonido de las máquinas de escribir, una conversación sobre pasaportes, ajetreo de funcionarios, idas y venidas. El corresponsal del London Times reconoce por un momento algo vagamente familiar, no sólo por el idioma, que le recuerda el ambiente de la redacción del periódico en Bloomsbury Square. La vieja eficiencia británica, laboriosa y obstinada como el diagrama de un enjambre. Más allá de la ventana se distinguen los altos plátanos de la Place de France, sus copas redondas, las manchas fugaces de las bandadas de pájaros que surcan el cielo formando extrañas geometrías. Kerrigan se levanta y empieza a pasearse de un extremo a otro, eligiendo cuidadosamente los cuadrados de baldosa para cada paso.
– Conoce tan bien como yo la tensa situación que está viviendo la República española, y la existencia de grupos militares que conspiran contra el gobierno constitucional.
Al mismo tiempo que habla, Kerrigan vigila al diplomático con una mirada cargada de sobreentendidos.
– Si quiere saber mi opinión sobre lo que ocurre en ese país -ahora las manos del cónsul, blandas e hinchadas, repletas de manchas pardas en el dorso, acarician el filo repujado de la mesa con un ademán repetitivo e involuntario-, le diré que no creo que a estas alturas exista ninguna posibilidad de una solución pacífica a la crisis. La República ha demostrado su incapacidad para evitar la revolución social y la nación está cada día más dominada por el bolchevismo. Desde mi punto de vista, una intervención controlada del Ejército para restablecer el orden, como ocurrió en 1923 con el general Primo de Rivera, no sería la peor de las soluciones. Tenga en cuenta que el ejército español cuenta con una profunda tradición liberal desde el siglo pasado y amplios sectores de la oficialidad profesan gran admiración hacia la historia militar de Inglaterra.
– ¿Está diciendo que una dictadura militar en España sería conveniente para los intereses del Reino Unido? -pregunta Kerrigan incrédulo, deteniendo sus pasos súbitamente y dirigiéndose a su interlocutor con una mueca de estupor.
Alrededor de ellos, negras e impunes en la atmósfera del despacho, flotan las palabras.
– Si quiere interpretarlo de ese modo -concluye finalmente sir George Masón, frunciendo el ceño y rebulléndose incómodo en el sillón.
Kerrigan levanta la cabeza. Su mirada gris adquiere durante un momento una rigidez mineral. Después, avanza unos pasos, apoya las dos manos en el borde del escritorio dejando descargar en ellas todo el peso de su cuerpo inclinado hacia adelante y comienza a hablar sin alzar la voz, pero modulando con énfasis la entonación.
– Francamente, he de admitir que realmente ha conseguido usted sorprenderme. Nunca hubiera imaginado que el Whitehall, con la excusa de una cruzada antibolchevique, pudiera llegar a mostrarse tan permisivo ante las actividades nazi-fascistas en el comercio de armas.
– Yo no he dicho eso -replica el representante del gobierno británico visiblemente molesto.
– ¿De verdad creen ustedes que la intervención de Italia o Alemania en el asunto español será inocua para los intereses británicos? ¿Se han parado a pensar que tal ayuda podría ser pagada con compensaciones territoriales o con materias primas: hierro, cinc, mercurio, tungsteno…? -dice remarcando enfáticamente esta última palabra-. Y aun en caso de que no fuera así, ¿cree que si España entrase dentro del Eje ítalo-germano se podrían seguir manteniendo las cuantiosas inversiones británicas y la hegemonía sobre el comercio exterior español de las empresas del Reino Unido? Eso por no hablar de la seguridad de Gibraltar como base naval ni de la alteración del equilibrio europeo, ni de la posibilidad de una segunda guerra. ¿No se les habrá escapado, por ejemplo, que Francia quedaría con tres Estados fascistas en sus fronteras?
– Vamos, vamos, no sea usted catastrofista -replica el cónsul poniéndose en pie y saliendo entre el lustroso sillón de cuero y la mesa-. Si España continúa con su proceso de sovietización eso sí que supondría el fin de nuestro dominio financiero en el país por muchos años. Además entre los militares españoles no hay, que yo sepa, ningún peligroso político doctrinario como Adolf Hitler, ni ningún imprevisible demagogo fascista como Benito Mussolini, sino profesionales prudentes, conservadores, nacionalistas, que si se deciden a intervenir será sólo para combatir el caos y el espectro del comunismo.
– Carezco de fe -dice Kerrigan torciendo la boca con una sonrisa agria-. Nosotros, los ingleses, somos un pueblo sin fe. Puede que algún día tengamos una mística -añade enigmáticamente sin preocuparse demasiado porque el cónsul entienda el significado de su reflexión.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Nada. Ahora comprendo que gran parte de la actividad diplomática consiste en permanecer sentado, sin actuar, esperando sólo a que suceda lo que podía haberse evitado. Tal vez toda esta conversación no ha sido más que un complicado disfraz con el que usted trata de ocultar algo que yo todavía ignoro -Kerrigan hace una pausa, y sosteniendo el cigarrillo entre dos dedos en alto, añade-: algún día se darán cuenta de adonde nos ha llevado a todos la farsa de esta política de ojos cerrados. Pero entonces será demasiado tarde.
Mientras sale del despacho y se dirige a las oficinas administrativas con la" disculpa de renovar su pasaporte, Kerrigan piensa en el largo artículo que el London Times no publicará. Considera que si la gran baza diplomática de los golpistas consiste en convencer al gobierno de Su Majestad de que su movimiento va dirigido contra un soviet virtual y que por lo tanto el régimen republicano no merece ningún apoyo de los Estados democráticos, entonces los conspiradores han logrado su primer objetivo. Está convencido de que en el orden político, los llamados principios o ideales no existen como algo independiente de la realidad o vinculado a determinados valores espirituales: la libertad, la justicia o el sentido del honor. Tal vez también sea ingenuo pensar que tales valores puedan existir por sí mismos en el terreno personal.
Kerrigan reflexiona de una manera vaga y sin método. Con el desaliento regresa a su mente un estremecimiento súbito de autodesprecio. Piensa que cuando uno choca consigo mismo, con un acto o una palabra que pronunció sin entender bien el motivo, y el tiempo pasa y el entendimiento no llega, entonces busca resarcirse en sucesos grandes y ajenos, acontecimientos que con su magnitud lleguen a ocultar la pequeña responsabilidad individual. Es una manera inconsciente de guardarse de los propios errores que no hay posibilidad de enmendar. Un mecanismo zafio pero humano.
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