Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– Señor Kerrigan, usted es inglés. Los ingleses siempre han sido neutrales y buenos clientes. Además usted se porta bien con mi cuñado. Los árabes tenemos un gran sentido familiar y, en cualquier caso, los asuntos entre europeos a nosotros no nos conciernen en nada.

– Salvo en lo que se refiere a las transacciones comerciales, supongo.

– Ah, amigo -sonríe el árabe-, veo que va usted comprendiendo. Si algo desagradable ocurriera en Tánger, los oficiales coloniales nos echarían la culpa a nosotros. Quiero que usted sepa que no sentimos ninguna inclinación por nadie. Sólo estamos dispuestos a colaborar con aquel que nos proponga mejores negocios.

– Entiendo -responde Kerrigan poniéndose en pie para irse.

– Tenga cuidado -dice el prestamista, tocando tímidamente la manga del periodista-. Le tengo aprecio. No me gustaría que sufriera usted ningún percance.

Cuando Kerrigan sale al exterior una gruesa gota de agua le moja la chaqueta a la altura del hombro. En el alero hay una canaleta rota que chorrea como un grifo. Vacila un momento y después sale caminando despacio detrás de un carro con tinajas de leche que ocupa todo el ancho del callejón y va bamboleándose entre los baches. Mira hacia arriba con aprensión, como quien trata de escudriñar algún indicio, pero en el espacio estrecho por encima de los tejados no hay nada más que un rectángulo de cielo ondulante y blanco.

XV

Contra la ventana sucia del café Tindouf, como queriendo atravesarla, revolotea aturdido un moscardón de coraza verdosa. Alonso Garcés espía su zumbido. La vibración enloquecida de los golpes en el cristal no llega a apartarle del todo de sus suposiciones, como si existiera una vaga relación entre el círculo de pensamientos que lo asedian y el vuelo acorralado del insecto.

El teniente Orgaz da un trago largo a la botella de agua mineral. Mira a Garcés con expresión de camaradería, quizá tratando de reconstruir el simulacro de una antigua amistad. Dos líneas de saliva le humedecen la comisura de la boca.

– No has cambiado desde la Academia -dice limpiándose el mentón con el dorso de la mano-. Así que sigues obsesionado por lo que creíste ver durante las maniobras de Llano Amarillo.

– No por lo que creí ver, sino por lo que vi -responde Garcés escuetamente.

– ¿Y qué viste? Cinco grupos de regulares indígenas, catorce escuadrones de caballería mora y nueve baterías de artillería haciendo maniobras. ¿Es eso tan raro?

– Estoy convencido -insiste Garcés- de que el capitán Ramírez se sirve de las maniobras para otros fines.

– Ramírez es un hijo de puta, al que lo mismo le da ocho que ochenta y ocho. No movería un dedo por nada ni por nadie, si eso no le reportase algún beneficio particular.

– ¿Y qué te hace pensar que no se lo va a reportar? Además no se trata sólo de Ramírez. En el banquete que ofrecieron en el campamento después de las maniobras, aún no habíamos empezado con los entremeses y ya la mayoría de los oficiales levantaba la taza pidiendo «CAFE»; ¿crees que no sé lo que significan esas siglas?

– Todo el mundo lo sabe: Camaradas Arriba Falange Española. Pero eso fue una broma sin importancia.

– Ya. ¿Y por qué se esfumó de repente toda la oficialidad del batallón? ¿Adonde fueron?

– Al casino militar, supongo, pero…

– ¿Y qué me dices del cargamento que llegó a la Comisión de Límites?

– Mira, Garcés, no le des más vueltas. Tú dedícate a lo tuyo -dice Orgaz, repentinamente serio, como si de golpe hubiera perdido las ganas de disimular-. El otro día hablamos de ti y todos estuvimos de acuerdo. Eres el tipo más raro del regimiento, el mejor cartógrafo y uno de los más hábiles jugando al póquer, pero vives en otro mundo. La gran mayoría de los españoles no está de acuerdo con el rumbo que están tomando las cosas. El propio Gil Robles dijo hace poco en una alocución que un país puede vivir en monarquía o en república, en un sistema parlamentario o en un sistema presidencial… Pero como no puede vivir es en anarquía y ahí precisamente es adonde nos llevará toda esa coalición del Frente Popular.

– O sea que es verdad. Estáis conspirando.

– Qué cosas tienes… Tú a la exploración, que es lo tuyo. ¿Cuándo sales para el Sahara?

La puerta del bar, de tablones muy separados pintados de amarillo, cruje ligeramente con la entrada de dos parroquianos. Garcés es consciente de pronto de su escasa capacidad para cambiar el curso de los acontecimientos. Por encima de la barra transversal que divide la ventana, mira la calle de tierra, la línea apenas distinguible en la que se junta el suelo con las paredes terrosas de las casas, una frontera tan difusa como la que separa los recuerdos de antiguas farras, que nunca fueron verdad del todo, de los sucesos o conjuras no conocidas por él. No cree que el teniente Orgaz sea un mal militar, no peor que cualquier otro, pero como tantos inclinado a actuar mecánicamente siguiendo pensamientos transferidos, propenso a esa farsa tan atizada en el Ejército que tiende a confundir la acción, por deleznable que sea, con la hombría; la insensatez con la vocación de una vida. Sabe que un soldado exaltado por esa fe emana sudores fosfóricos ante la mínima disidencia. Entonces, es la propia vanidad la que ataca y se defiende pisando ferozmente cabezas y amistades y todo lo que encuentra a su paso. Piensa que tal vez aún no ha llegado ese momento, pero sabe que cuando llegue todo estará perdido. Después, cautelosamente, sin que su rostro trasluzca ningún desafío, vuelve de nuevo la vista hacia el teniente Orgaz.

– Salgo mañana, a primera hora. Acabo de recibir la orden -dice mostrando el sobre que acaba de recoger en la comandancia-. Supongo que resulto incómodo aquí.

– En ese caso habrá que tomarse una copa de despedida esta noche, ¿no?

El teniente Orgaz inclina la cabeza hacia Garcés con un gesto de complicidad y se ajusta el cinturón en el estómago sintiéndose aliviado al dar por concluida la parte más delicada de la conversación.

– Tal vez me pase por la cantina después del teatro -responde evasivamente Garcés.

Una vez en el exterior los dos hombres siguen caminos diferentes. El teniente Orgaz se dirige hacia el sector meridional por una callejuela serpenteante empedrada con puntiagudos guijarros, Garcés enfila hacia el Marxan en la parte oeste de la ciudad. Contempla de lejos las lujosas quintas construidas por los alemanes, las Renschhausen, sus tapias blancas y las enredaderas que coronan las bardas. Su mente está ocupada en buscar alguna salida a la madeja de hechos que conforma la tela de araña de sus pensamientos. Trata de invocar un hombre de confianza entre los altos mandos, alguien de probada lealtad al gobierno y sólo le viene a la cabeza el nombre del coronel Morales. Piensa que debe ponerlo al tanto de lo que sabe; pero es tan hermético, tan solitario, que no imagina cómo abordarlo. Embebido en estas meditaciones va dejando atrás los despachos de las principales compañías de navegación, el colegio de Saint-Aulaire, el edificio del Monopolio de Tabacos hasta que vislumbra de frente la fachada ocre del Gran Teatro Cervantes y la aglomeración engalanada que se apiña junto a la entrada: caballeros de frac, mujeres vestidas de largo compitiendo calladamente por el lujo de los respectivos atuendos, el relumbre de las joyas, lo elaborado de los peinados en una perpetua sucesión de besamanos y frases de envarada cortesía. Un gran cartel festoneado por una guirnalda de bombillas cuelga de la balconada principal, anunciando el título de la obra que se va a representar: Otelo, de William Shakespeare.

Dentro del edificio, el tapiz de los asientos y el olor a maderas trajinadas por la carcoma le hace evocar a Garcés la atmósfera cerrada del desván de la casa de las Marinas, y el baúl donde se guardaba en naftalina un uniforme de teniente de húsares perteneciente a uno de sus antepasados que había luchado a las órdenes del general Prim en la revolución de 1868. El patio de butacas está completo al igual que los palcos de las galerías. Sin embargo, el estrado de honor, con su baldaquino de brocado, reservado a las autoridades, permanece vacío. De pronto, entre los espectadores que todavía se están acomodando, descubre en la segunda fila, entre un nutrido grupo de huéspedes del Excelsior, el perfil de esfinge de Elsa Quintana, una visión fugaz como el aleteo de un abanico que desaparece súbitamente cuando se apagan las luces y se abre el gran telón de terciopelo granate.

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