Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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Al salir del recinto nota el aire más fresco. Las estrellas se ven muy nítidas, limpias de bruma y Garcés experimenta el reconfortante alivio de encontrarse solo a cielo descubierto. A los lados del camino hay algunos arbustos y matorrales de cardos que blanquean la noche. No es la primera vez que le ocurre; a veces, en determinados momentos, los elementos atmosféricos le alcanzan con tal impacto que los percibe como una sensación física. La tierra lisa, libre de guijarros, bajo el firmamento como una rada inmensa. Se tantea los bolsillos del pantalón a través de la chilaba, enciende un cigarrillo defendiendo la brasa con el hueco de la mano y comienza a descender la colina a través de las sombras, en dirección a la ciudad. La arenisca cruje bajo sus pasos en pequeños estallidos acompasados perfectamente audibles. Garcés se abandona al placer de seguir poniendo un pie delante de otro, como si caminar en la oscuridad fuera una manera de pensar. Según Kerrigan, los informes interceptados por Londres hablaban de un golpe dirigido únicamente a restaurar el orden y sin pretensiones fascistas, ni relacionado con los países totalitarios. Garcés cree que, una vez demostrada la intervención alemana, Inglaterra no podrá seguir haciendo oídos sordos. Le extraña la desconocida inquietud que empieza a ganar terreno dentro de él, no se considera precisamente un experto en política internacional y nunca hasta ahora se había detenido en esta clase de meditaciones. Sin embargo, por primera vez se inclina a pensar que quizá el cosmopolitismo que a menudo había atribuido a Tánger, su capacidad para integrar idiomas, sabidurías y conocimientos dispares, tal vez no fuera más que una trampa. Recuerda con vaga melancolía el mapa de África septentrional que pende en uno de los paneles del vestíbulo del Hotel Excelsior: Tánger, Fez, Marraquech, Ouarzazate, Asilah… puntos muy débiles sobre la corteza terrestre, inscritos en el papel como las células de un animal prehistórico. Su fe en la cartografía empieza a desmoronarse. ¡Qué fácil resulta emocionarse ante los espejismos que el calor hace rielar en la arena o ante un recinto negro de sodio, los silicatos evaporándose sobre un cráter, las llanuras erizadas de sal, los florecimientos de yeso petrificados y brillantes, todo lo que el tiempo ha ido depositando con paciencia tectónica en los lugares limpios de la tierra!, y «sin embargo -piensa-, no hay nada en la belleza de un paisaje que los hombres no estén dispuestos a traicionar en aras de las naciones».

Lo que ahora pone en cuestión es hasta qué punto este impulso aparentemente diáfano que lleva a algunos hombres a alzar croquis y a trazar rutas, es un fin en sí mismo o, por el contrario, está al servicio de otros intereses. Y se sorprende de pronto de su propia ingenuidad al recordar que la primera vez que Kerrigan le habló del asunto de la conspiración, la idea le pareció un solemne disparate.

A partir de un cierto recodo del camino ya empieza a vislumbrarse, a lo lejos, la línea quebrada de luces que pespuntea los bordes de la ciudad, pero todavía se encuentra en una zona vacía. Se nota muy despierto. Al otro lado del mar, la costa de España ni siquiera se adivina, tan próxima y sin embargo, quizá precisamente por eso, condenada. Garcés se siente algo melancólico, desalentado, como un hombre que contemplara ante sí una visión ya inmutable. Trata de rechazar esta sensación volviendo al orden práctico de sus pensamientos, pero por alguna razón la imagen de Elsa Quintana se filtra en ellos de un modo obsesivo, resaltada por arrebatadores espejismos. La recuerda en el vestíbulo del Excelsior, tal como la vio aparecer el primer día, antes de que el deseo se revelase en él con más plenitud que la pura curiosidad: sus movimientos fatigados, una manera especial de llenar el espacio con su presencia, algo latente que en cualquier caso nada tenía que ver con su aspecto físico, sino más bien con otra clase de atributos; la apariencia grave, ensimismada, las uñas brillantes repiqueteando nerviosamente en el mostrador de admisión, la voz honda y adelgazada con la que pronunció su nombre con aquel tono intransferible de mujer absolutamente individual. No fue eso, sin embargo, lo que más le intrigó, ni su andar cauto, que tal vez la delataba ya demasiado, sino el gesto lívido de los ojos que de vez en cuando se volvían hacia atrás con un rastro de temor anticipado que a pesar de todo no la hacía perder la compostura. ¿De dónde sacarán algunas mujeres esa capacidad para provocar en los hombres el impulso de alargar la mano y ofrecerles un asidero?, se pregunta. Los distintos planos se suceden en la mente de Garcés con una secuencia vertiginosa como los movimientos de un baile, lentos al principio, y después, sin saber cómo, rápidos y confusos, hasta llevarle a la última escena en el cóctel ofrecido por la embajada, en la que el capitán Ramírez sujeta su codo desnudo con una confianza inadmisible para una mujer de buena reputación, como si tuviera todo el derecho a esa proximidad; y ella alza la mirada despacio, muda igual que una esfinge. La imagina con él, durante los instantes en que los perdió de vista, ocultos entre el ramaje de las plantas, y la figuración adquiere en su pensamiento el encuadre avieso y descentrado de los infiernos oníricos. Se pregunta qué asuntos puede tener ella en común con un tipo de la calaña de Ramírez, qué secretos, qué confidencias o afinidades, por qué, si no es así, accedió a seguirlo hasta el jardín, a la zona de sombras donde nadie podía verlos. Todas y cada una de las insinuaciones que Kerrigan había hecho sobre ella desde el principio se le presentan ahora como algo profético, martilleándole el cerebro con insistencia pertinaz, y teme que al igual que con el asunto de la conspiración tenga que acabar por darle la razón. Necesita urgentemente saber quién ha sido y quién es esta mujer y qué hace en Tánger. Lo necesita con avidez, como si de ello dependiera el sentido último de su existencia…; y, al momento, las dudas empiezan a cobrar dentro de su mente la intensidad turbadora de una pasión.

XII

La larga calle lateral se cuece al calor del mediodía. Los halos solares reflejan círculos simétricos, transparentes. Burbujas de color naranja sobre los estratos azules. Coronas inmóviles. El aire, pequeñas nubes, los tejados de la ciudad recortados contra ese fondo tórrido. Nuevamente el sol. Su fulgor ilumina en diagonal el flanco de las primeras azoteas. Philip Kerrigan se dirige con paso lento hacia el bazar de Abdullah bin Saiyid. A medida que se adentra en el pasaje, un intenso hedor acre le hace taparse la nariz con la mano. A su lado pasan sin inmutarse las siluetas huidizas de las mujeres con sus caftanes de tonos brillantes, tres hombres de avanzada edad conversan animadamente sentados en el rellano de unas escaleras. Ni unos ni otros parecen percibir el nauseabundo tufo que impregna el aire. Kerrigan piensa que dentro de la medina todos los olores son tan intensos que por fuerza tienen que adormecer la pituitaria de sus moradores. Conforme avanza por la callejuela, la pestilencia va haciéndose cada vez más insoportable. De pronto, en el zócalo de una vivienda, observa con repugnancia unas protuberancias sangrientas adheridas a la pared junto a las que revolotea un enjambre de moscas. Kerrigan tarda un segundo en darse cuenta de que se trata de las cabezas decapitadas de dos gallos con sus crestas impregnadas de plumas. Está a punto de pisar una blanda masa de vísceras y grasa que todavía palpita en el suelo. Tiene conciencia de que normalmente, en cualquier lugar, se hubiera estremecido de asco ante una visión semejante, pero, aquí, por alguna razón, sólo experimenta una vaga sensación de naturalidad. «Tal vez me estoy aclimatando demasiado», piensa. No es sólo el olor, sino la visión de la sangre y los jirones de carne, lo que le traslada durante una fracción de segundo a otro lugar, mucho tiempo atrás, exactamente al invierno de 1916.

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