Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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Cargaba la guardia civil sobre una multitud de hombres y mujeres que sostenían banderas y pañuelos rojos y se arrimaban a los caballos para cortarles los ijares a cuchilladas. Reinaba en todo el valle un estrépito de fuego y acero, la atmósfera gimiente de los grandes cataclismos, pero ella ya desconocía en que parte del mundo estaba, a dónde la llevaban para ocultarla, chocando con la gente que corría en distintas direcciones, confundida en sus propios remolinos, gritando consignas a las que ella no atendía. Atravesó la vega azulada oculta bajo la lona de un camión, entre sacos de aceitunas, con la única valija que habían tenido tiempo de prepararle en el cortijo. Se tocaba las sienes con ademán ausente y miraba a través de las aberturas de la lona la extensión rojiza y morada del paisaje que iba dejando rezagado a medida que avanzaba por un camino casi intransitable, de baches y barrancos bajo el ronquido del motor, rumbo al puerto de Algeciras. Pensaba en todo lo ocurrido con tranquila extrañeza, las manos recogidas en el regazo, los ojos incrédulos, como si no alcanzara a comprender la significación que enlazaba unos acontecimientos con otros, atenta sólo al movimiento ralentizado de los dos desconocidos rebotando contra el automóvil y cayendo de rodillas sobre el barro entre una masa informe de sangre, sin aceptar del todo el hecho inexplicable de haber salvado la vida de un hombre al que ya no amaba.

Apenas fue consciente del viaje que emprendió después en barco desde Algeciras, en la angostura de un camarote cuyas paredes estaban carcomidas por el salitre y donde había una tinaja de agua dulce con la que pudo sacarse el polvo de encima y desentumecerse, pero no recuperarse de la enajenación que sentía ni de las náuseas que le provocaba el movimiento de la embarcación, el olor de la brea mezclado con los vahos de grasa que emanaban de la sala de máquinas y con el tufo a aguas sucias usadas para fregar la cubierta. Miraba el horizonte sin pensar en nada, inmune a la lógica de la razón, el semblante duro, ahondado por una expresión nueva de sombría fijeza, los labios amoratados, los ojos inmóviles, asustados, enfebrecidos, entregados al espectáculo de aquel itinerario sorprendente e inverosímil entre un pasado destruido y un mañana inimaginable. El punto cero de la existencia.

Se incorpora para coger un cigarrillo de la mesita de noche, sólo entonces se da cuenta de lo tarde que es… El amor se me representa desproporcionado e injusto, con todo su inevitable dolor y la tentación infantil de andar inventando entusiasmos… Le parece ahora que está mintiendo, como si sus pensamientos pertenecieran a otra mujer y todo lo sucedido fuera independiente de ella misma y ella misma no fuera nada. A veces surgen momentos de descuido en que una persona no se reconoce y se siente también despojada de lo que es ante los otros. Entonces es como si no tuviera nombre. Tarde o temprano, las cosas acaban por saberse, corren rumores. Un movimiento en falso, una palabra de más y todo se echa a perder. A veces pienso que muchos conocen la historia, me observan a hurtadillas y se cruzan apuestas entre ellos. Quizá alguno entre todos teme verme fracasar, y esto aún es más difícil de entender.

Ella cierra los ojos y se queda inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver, ni oír, ni recordar nada, pero es imposible. El tiempo permanece incrustado en su piel. Lo cierto es que no añora nada de lo que ha dejado atrás, salvo quizá a sí misma, a la mujer que ha sido antes y que cada vez se difumina más imprecisa, como si su naturaleza misma quedara escindida y fragmentada finalmente en Tánger. Cada uno aporta a la ciudad su leyenda personal, la historia que lleva consigo. El silencio que la rodea está lleno de cosas vivas y movedizas que flotan veloces, murmurando ruegos y angustias, variantes del desvelo. Teme volverse loca, con ese sonido como de viento soplando alrededor de su cabeza. La inquietud que siente no es remediable porque está dentro de ella, alrededor de su conciencia, no en la línea exterior del pensamiento. Es el miedo y la soledad de estar en una ciudad donde nadie la recuerda, en la habitación de aquel hotel, sin fuerza para dormir ni para permanecer despierta. Allanando el camino hacia el presente, acuden a su mente los primeros acordes de un vals, piensa en el joven oficial que la sacó a bailar en la recepción de la noche en el Excelsior. Durante un instante las líneas de su rostro pierden dureza y su mirada parece casi soñadora, como si no fuese demasiado tarde para cualquier cosa, pero enseguida reconvierte el gesto con un amago de burla hacia sí misma. Se contempla en el reflejo del cristal, con una sonrisa insuficiente, desprovista de esperanza. Se levanta y arruga de golpe la cuartilla de papel, como si quisiera desprenderse con furia del motivo de escribirla, de la tarea asidua de explicarse y restablecer confidencias, porque todo fuera ya inexpresable.

Se pregunta por los testigos, los sirvientes del cortijo y los aparceros, sin poder adivinar quiénes contaron y quiénes guardaron silencio, ni cuántos de los hombres que beben en las tabernas de Linares conversarán en voz baja sobre lo ocurrido, añadiendo detalles de su propia cosecha, tergiversando los hechos con malicia o agrandándolos con vana lealtad. Se pregunta cómo ha podido llegar la noticia hasta Tánger, cómo pudo reconocerla aquel militar de bigote, el capitán Ramírez, que se acercó a ella en el cóctel organizado por la Embajada con palabras cargadas de insinuaciones, y aquella actitud enérgica y al mismo tiempo cobarde y cautelosa como la de todos aquellos que están dispuestos a poner un precio a su hermetismo. Ella habla para sí misma, hace cábalas inútiles, está relegada en el fondo mismo de la autocompasión, el lugar más íntimo, el peor.

Apaga la luz y se mete en la cama. Las sábanas tienen un aroma que no logra precisar, pero que la retrotraen a un tiempo lejano de canciones infantiles… ¿Dónde vas Alfonso XII? ¿Dónde vas triste de ti?/ Voy en busca de Mercedes que ayer tarde la perdí… Las voces, los olores, un balcón con geranios desde donde se alzaba de puntillas para ver a las mujeres que regresaban de la fuente con cántaros y los niños que cantaban a coro en la plaza. Sin embargo en el recuerdo, todo adquiere una significación distinta, desprovista de candidez, como si lo percibiera desde el fondo de una cueva, bajo un revuelo sordo de crías de murciélagos. Se encoge sobre su propio cuerpo apretando un poco las rodillas, necesitando esa posición embrionaria, porque siente que ahora sí ha llegado de verdad el momento de sentir miedo.

XI

Todo permanece oscuro, cerrado, sumido en la densa expectación que envuelve los espacios pequeños y claustrofóbicos donde está a punto de acontecer algo. La oscuridad es como una venda que se ciñe alrededor de los ojos, negando la imagen. Pantalla negra. En la opacidad angosta suena el timbre de un teléfono, que se alarga en tres vibraciones. Se oye el chirrido de una silla, pasos cortos, unos dedos que palpan a tientas en la penumbra sobre el tablero de una mesa, rebuscando algo con precipitación. Un objeto pequeño y duro cae al suelo produciendo un golpe seco sobre las baldosas, la silla cruje de nuevo y una voz nerviosa y descompasada exclama:

– Diga… Sí, soy yo… De acuerdo… en la Haffa… Sí, en una hora… Adiós.

Garcés tiene la espalda totalmente adherida a la lámina fría de la pared, se mantiene agazapado tras la puerta del gabinete, en el estrecho cuarto donde se guardan los mapas de la sección cartográfica, entre cilindros de cartón de diferentes tamaños, conteniendo la respiración. Ha reconocido la voz del capitán Ramírez. Escucha inmóvil el clip de un interruptor y observa el nacimiento de una tenue rendija de luz amarilla bajo la puerta. En su mente empiezan a encajar algunas piezas. Frunce el ceño comprensivamente, aguza el oído y concentra al máximo la atención, como si quisiera detectar todos los movimientos que no alcanza a ver desde donde se encuentra. Después oye los pasos del capitán Ramírez, atravesando el despacho y alejándose hacia la salida. Cuando por fin percibe el golpe de la puerta al cerrarse, respira a fondo y afloja el cuerpo, pero espera todavía unos segundos antes de salir de su escondrijo. La estancia está sumida en sombras, con la escasa claridad intermitente que entra por la ventana procedente de los reflectores de las garitas de vigilancia, ráfagas anaranjadas que barren el despacho, manchando en diagonal el gris hosco de las baldosas. Saca del bolsillo del pantalón un encendedor de níquel y pasea la llama por encima de la superficie del escritorio, pero no observa nada que llame especialmente su atención: cuartillas con el membrete del cuerpo artillería, el vade de cuero repujado, un tintero y dos estilográficas, algunos albaranes procedentes de la cantina, un manual de prácticas de tiro… Mira malhumorado los cajones archivadores que están cerrados con llave y se pasa las manos por las sienes, tratando de pensar deprisa. La guarnición está a varios kilómetros de Tánger, en la misma frontera del protectorado español. No tiene tiempo para contar con Ismail y sabe que si acude él en persona a la Haffa, Ramírez lo reconocería al primer golpe de vista. De pronto la chispa de una idea que se le acaba de ocurrir ilumina su mirada.

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