Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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El recorrido hasta la ciudad lo hace a caballo, atajando por la vertiente de la colina que suelen utilizar los cabreros cuando acuden al zoco de ganado. A su paso siente un intenso hedor de estiércol entre la sequedad de los rastrojos. Le parece oír, por debajo del retumbar del galope, el canto de una cigarra que se prolonga hacia atrás interminablemente como la nube de tierra que deja a su espalda. La oscuridad contribuye a aumentar su estado de excitación. Poco después se encuentra ya en Tánger, en el interior de un taxi, vestido con una amplia chilaba de rayas que deja ver el fondo de sus pantalones y los zapatos. El conductor se dirige hacia el oeste a través de una larga avenida con árboles, entre cuyas hojas brillan pequeñas esquirlas de plata. La luz directa de los faros, el ronroneo del motor, la calle esquinada hacia la noche… Garcés trata de poner en orden sus pensamientos. Los informes sobre rumores golpistas vinculan la conspiración a los nombres del exiliado Sanjurjo y de Goded, este último en calidad de «jefe del Ejército español», pero a él no acaba de encajarle esto con la intensa actividad en el norte de África, porque tanto Sanjurjo como Goded están en la Península. Se llena la boca con aire, inflando los carrillos, y después deja salir el aire de golpe, con una mueca de perplejidad. Trata de recordar todos los nombres de los destacamentos enumerados por Kerrigan que reciben el boletín de la Entente, pero en ninguno de ellos logra identificar a ningún militar con suficiente carisma para encabezar un movimiento de gran alcance. Suspira de nuevo con resignación, y piensa que en cualquier caso una de las incógnitas no tardará mucho en despejarse. El taxi avanza ahora por un camino de tierra, flanqueado a ambos lados por cabañas construidas con tablones de madera, el último arrabal que enhebra el hilo de la calle. Poco a poco van desapareciendo hacia el fondo las casas blancas arracimadas sobre la kasbah, el pavimento se hace cada vez más irregular, surcado por profundas hondonadas que le obligan a bambolearse constantemente hacia los lados. El cielo filtra una débil claridad a través de las ventanillas sucias, que se expande como un manto azuleando los bordes de la ciudad.

Garcés se deja resbalar hacia atrás hasta apoyar la cabeza en el respaldo blando del asiento.

– La Haffa -exclama el taxista al cabo de un buen rato, volviéndose hacia atrás y señalando un muro con un par de puertas, una de ellas abierta al abismo negro del Atlántico.

Garcés avanza por la primera entrada y luego por un sendero empedrado que lleva hacia el mar. A la izquierda hay amplios escalones excavados en la roca y sin barandilla que bajan hasta el nivel del agua. Son extraños cubículos como habitaciones sin paredes y con esteras de paja colocadas sobre cuatro postes, a modo de tejado. En el suelo, brillan pequeñas lámparas de aceite entre los jergones donde algunos clientes permanecen sentados, fumando kif y bebiendo té, con las piernas cruzadas. Otros están tumbados con los codos apoyados en cojines, de un modo que a Garcés le recuerda las ilustraciones de los festines en la Roma clásica. La mayoría son árabes ricos, vestidos con albornoces y capas de seda. Muchos llevan turbantes blancos o checias de color rojo, lo que da a toda la escena una homogeneidad muy pictórica. Alguien toca lánguidamente un oud en la oscuridad.

Garcés distingue al capitán Ramírez, vestido de paisano, en una de las carpas del fondo, conversando con un hombre corpulento de aspecto extranjero. También advierte la presenciare otro individuo nativo, de tez cetrina y ojos saltones, con la cabeza afeitada, que permanece de pie a poca distancia, en segundo plano, como esperando órdenes.

Garcés busca un lugar que le permita observar sin ser visto, a pesar de que se siente amparado por su indumentaria y la semipenumbra del lugar. Finalmente elige un cubil encaramado sobre un saliente elevado que le da una perspectiva amplia sobre todo el local. La brisa del mar remueve una extraña mezcla de aromas en la que apenas se puede diferenciar la fragancia del incienso o del hachís del olor suave a jazmín o del otro, más intenso, a salitre. Un camarero le sirve su té en una tetera metálica con un platillo de hojas de menta. Garcés se inclina sobre la taza sin perder de vista a Ramírez.

No puede oír lo que dicen, pero observa cómo se intercambian una cartera alargada de cuero. El extranjero tiene un rostro cuadrado y astuto, inequívocamente germánico, en el que Garcés reconoce al tipo señalado por Kerrigan en la recepción del Excelsior, pero lo que más le impresiona de él es la fría seguridad que se desprende de sus gestos y que denota una especie de desprecio absoluto e instintivo, un desprecio que no puede proceder de la inteligencia, sino de algo abyecto y embriagador, más poderoso aún que la codicia. Mueve los dedos en el aire como para dotarlos de flexibilidad, palpa el volumen de la cartera, abre con cautela las correas y saca dos fajos de billetes sujetos con un elástico. Después de contarlos, sonríe fríamente con sarcasmo ondulando las guías del bigote y a continuación cambia bruscamente la expresión, dando un fuerte golpe con el puño sobre la mesa. En el mismo instante el de la cabeza afeitada se vuelve con evidente recelo, las manos separadas del cuerpo, como si aquello fuese la señal que estuviera esperando para intervenir, pero se detiene al no recibir ninguna confirmación, vigilante, sin bajar la guardia. La cara del alemán está a no más de seis pulgadas del rostro desencajado de Ramírez. Luego los dos hombres discuten acaloradamente. Garcés intuye que probablemente hay algún problema con la cantidad de dinero. Observa cómo Ramirez mueve las manos en un ademán que pretende ser convincente y que debe de serlo porque finalmente parece que la expresión de su interlocutor se relaja, y adopta un matiz inesperadamente inmóvil y reflexivo, como si estuviera realizando un gran esfuerzo por ser razonable y por evitar que su genio impulsivo perjudique un negocio beneficioso, fuera de la índole que fuera. Garcés piensa en la posibilidad de que Ramírez haya esgrimido argumentos ideológicos, sacando a relucir afinidades políticas, algún objetivo común o tal vez sólo haya pedido un aplazamiento en el pago, un crédito abierto sobre el futuro. De lo que ya no le cabe ninguna duda es de que Kerrigan ha acertado de lleno en su suposición de que Klaus Wilmer es la persona encargada de gestionar la entrega de suministros, bien por parte de empresas privadas, o directamente del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Ni siquiera considera necesario regresar a Tetuán para comprobar el cargamento de las dos cajas de madera ocultas en el sótano de la Comisión Geográfica, tan seguro está ahora de su contenido. Opina que en el caso de que se trate de material moderno, de reciente tecnología, como sugirió Kerrigan, su envío debería ir necesariamente acompañado de técnicos especialistas, manuales de uso y algún tipo de prácticas de instrucción para resultar efectivo, lo que significa que en adelante deberá estar atento a las maniobras de entrenamiento. Respecto a la procedencia del dinero entregado por Ramírez, se le ocurren más de cuatro fortunas de familias monárquicas que estarían dispuestas a respaldar a fondo perdido una iniciativa contra el gobierno de la República; sólo le queda una duda razonable relativa a los nombres de los implicados y el momento en que tienen previsto actuar, además de la identidad del líder de la sublevación, que continúa siendo la mayor incógnita. El alemán tiene ahora la mano alzada en el aire con el dedo índice apuntando inquisitivamente hacia Ramírez, que lo mira callado, asintiendo.

Garcés no es un tipo especialmente deductivo, pero posee en alto grado la virtud principal de cualquier explorador: un cierto sentido de la inseguridad entendida como desconfianza; algo comprensible sólo por quien en medio de un arenal aparentemente inmutable distingue una lámina opaca apenas perfilada y sabe que en cuestión de segundos, antes incluso de que el barómetro descienda de golpe varios milibares, el polvo habrá cubierto toda la superficie que ya no se alcanza a ver, impulsando miles de partículas en diferentes direcciones a medida que arrecia la tormenta. Sabe que si en ese momento uno se para, la arena lo habrá cubierto antes de que pueda darse cuenta, como cubre todo lo que está inmóvil, enterrándolo para siempre: caravanas, campamentos, aldeas enteras. Es la misma sensación imprecisa que lo inquieta ahora, haciéndolo mirar aquí y allá buscando la dirección que puede tomar la nube negra que apunta sobre el horizonte. Pero la historia es una estructura más compleja que la geografía y en ella no sirven de demasiada ayuda ni los barómetros, ni los contadores Geiger, ni las líneas trazadas sobre un mapa. No hay derroteros específicos. Se agacha recogiendo la tela de la chilaba por encima de las piernas, sintiéndose más perdido de lo que nunca se ha sentido en el desierto. Levanta el cristal que protege la lámpara y apaga la llama.

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