Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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Ella está mareada. Sabe que bailan sobre el murmullo de los demás. Ya no hablan, sólo se miran, manteniendo retadoramente las miradas igual que en un duelo. De las lámparas del techo cae una luz anaranjada y tenue que los envuelve. Las manos de Garcés son fuego ahora. Ella advierte que la cabeza le da vueltas. No quiere pensar, cierra los ojos y apoya la frente sobre el hombro de él con cierta actitud entregada, de prisionera. Se mantiene así, ajena a todo lo que los rodea, en silencio, con un último rasgo débil de antagonismo desvaneciéndosele en la frente. Garcés percibe de algún modo el abandono de la mujer, pero no sabe a qué se debe su cambio de actitud. Quizá tampoco ella lo sepa. Se fija en los labios levemente hinchados, la suave curva de la nariz, el principio del escote. Empieza a notar esa vibración interior, sin epicentro definido, que se manifiesta segundos antes de que a uno se le cruce por la mente la idea de besar a una mujer que apenas conoce.

En ese momento la música cesa y los dos se detienen desconcertados. Es como si de repente se hubieran despertado bruscamente de un sueño anómalo o algo les hubiera sido arrebatado de golpe. Ella sonríe vacilante y aturdida, con los brazos caídos sobre el vestido y un gesto de alivio casi imperceptible en la comisura de la boca. El barman pasa con una bandeja de bebidas entre los invitados. Desde el jardín llega el perfume de los rosales recién regados. La orquesta inicia de nuevo su actuación, esta vez con los acordes de un viejo fox-trot inglés. Pero antes de que Garcés se dé cuenta, el cónsul español y su esposa han iniciado, con hábil discreción, una maniobra de cambio de parejas y Elsa se aleja hacia el centro de la pista del brazo del cónsul. La espalda desnuda, la curvatura del cuello, la luz relampagueando en los pliegues del vestido… Garcés a duras penas puede ocultar la expresión contrariada. La esposa del cónsul es una mujer algo gruesa, de las que se creen obligadas a hablar todo el tiempo. Él no la escucha, aunque trata de disimularlo moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de asentimiento, como un autómata, los ojos inmóviles, la mano ocupada en hundir distraídamente un cubo de hielo en el vaso. Absorto, pensativo, desterrado del mundo.

En una mesa al borde de la pista de baile, Philip Kerrigan conversa con el corresponsal del Daily Telegraph y otro periodista de la agencia Reuters. Garcés aprovecha el final de la pieza para acercarse a ellos.

– ¿Qué hay de nuevo, español? -pregunta Kerrigan alzando las cejas con una expresión irónica que lo rejuvenece momentáneamente.

Frente a ellos, barajados en un creciente remolino de grupos, los invitados adquieren la apariencia de un tornasol en movimiento, policromía de telas y brillos, donde se entremezclan los negociantes con los altos dignatarios, las mujeres hermosas y las que no lo son tanto, los barones de la banca y los grandes artífices de la política, los militares de distintos ejércitos y las mayores fortunas de Europa. Todos revueltos, rotando al compás de la orquesta como un carrusel. Metáfora o preludio.

El corresponsal del London Tunes, en un aparte, le indica a Garcés que mire hacia el arco que separa las dos partes del salón.

– ¿Ves a ese tipo de frac, con cara de bóxer y bigote al estilo austrohúngaro? -pregunta el periodista con tono confidencial, encogiendo los ojos por el humo del cigarrillo-. El que está a la derecha del ministro italiano.

Garcés echa un discreto vistazo y asiente con un gesto.

– Es nuestro hombre, Klaus Wilmer.

– ¿El representante de H &W? -pregunta Garcés bajando la voz.

– No sólo -responde Kerrigan, inclinándose hacia adelante con las manos sobre las rodillas-. También está vinculado al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Se dice que tiene línea directa con Göering. ¿Y tú? ¿Has podido averiguar algo?

– Creo que sí -contesta Garcés-. Pero éste no es el lugar más indicado para hablar. Mañana me pasaré por tu casa.

Elsa Quintana atraviesa con pasos lentos el salón en dirección a la terraza.

– Algunas mujeres tienen el don de volvernos locos de esperanza -dice Kerrigan.

– ¿Crees entonces que es eso?

– ¿Qué?

– ¿Lo que nos atrae?

Kerrigan sonríe sin responder. Garcés inicia el movimiento de levantarse para acercarse a ella, pero desde la mitad del recinto observa cómo el capitán Ramírez, avanza en la misma dirección y se le adelanta. Garcés se detiene con repentina desconfianza y observa. Está demasiado lejos como para poder oír lo que dicen. Se fija en que Ramírez tiene alzada una mano con un dedo apuntando a la mujer. Ve que ella niega categóricamente con la cabeza y retrocede un paso. Ramírez no se da por vencido, musita algo entre dientes, apenas una frase, pero cuidadosamente pensada. Un pequeño temblor de satisfacción se le queda agazapado en el mentón, en posición de acecho. Ella vuelve el rostro repentinamente pálido hacia su interlocutor, los ojos agrandados con una expresión equívoca que puede indicar sorpresa pero también enojo o pánico, aunque se mantiene erguida. Garcés advierte la presión de la mano enguantada de Ramírez que sujeta el codo de la mujer, tal vez no de modo violento sino persuasivo, mientras la conduce hacia un rincón escondido del jardín. La expresión de Ramírez es aparentemente amable, casi demasiado cortés. La sonrisa bajo el bigote cuadrado podría engañar, pero la forma en la que sus dedos rodean el brazo femenino, no. Sin embargo, Garcés piensa más en la mirada de ella que no acierta a catalogar, la forma demasiado sumisa en que se deja llevar hacia afuera, sus gestos, precavidos y tan confusos que no sabe si… Pero tal vez se equivoca.

IX

A las diez de la mañana, la rue des Chrétiens todavía está umbría y fresca pero con olor a polvo. Hay algunos canastos apilados junto a las paredes de los edificios. Alonso Garcés atraviesa la calle con paso tranquilo, sorteando a los transeúntes. Un anciano viene caminando con gran esfuerzo en dirección contraria. Lleva un saco de leña colgado al hombro y su trayectoria se ciñe estrechamente al trazado quebrado de las paredes. De vez en cuando suelta la carga para tomar un respiro y limpiarse el sudor. Luego, se echa de nuevo el saco a la espalda y sigue caminando con las rodillas curvadas y temblorosas. Cuando se cruzan, Garcés observa que va descalzo y que tiene la piel reventada de eccemas y de costurones de sarna. Trata de evitar la tentación de la piedad, sin embargo, no es eso exactamente lo que siente, sino algo trágico y obsceno al mismo tiempo, que le hace desviar la mirada y contraer las pupilas como puntas de alfiler. Con las dos manos junta las solapas de la chaqueta contra el cuello. Otra vez el viento limpio. Un aroma a brasero de ascuas inunda la calle. A Garcés le recuerda el olor invernal del Norte, una combinación de humo y frío que le llega mezclado con un lejano ladrido de perros. La añoranza le trae la imagen del caserío batido por el viento, de los grumos oscuros de tierra mojada bajo el friso de los castaños, el cielo impregnado de un rescoldo de aguanieve. Es la nostalgia de la lluvia, piensa, y de repente cae en la cuenta de que ya está acabando el mes de noviembre. Por la abertura de una puerta asoma la cara de una niña marroquí, la naricilla respingona, el pelo oscuro y rizado nimbándole la frente. Garcés le guiña un ojo y la niña se echa a reír tapándose la boca con la mano. Después se esconde de nuevo tras la puerta, avergonzada. Todo Marruecos está lleno de rostros así, expresivos o impasibles, modelados por siglos de arrogancia, de sabiduría silenciosa, capaces por sí solos de sembrar inquietud en el corazón de cualquier extranjero que los observe. Y ese es precisamente el punto de fuga en que un hombre puede empezar a sentirse parte de un mundo que no comprende.

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