Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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– Crrréanme, no hay nada más herrrmoso que las hogueras que arrrden en Berrrlín. Un mundo nuevo y purrrificado.

La llegada de las mujeres del cónsul español y del ministro italiano que irrumpen animadamente en el círculo masculino, hace que la conversación cambie de rumbo. Se habla de la boda celebrada en Roma entre don Juan de Borbón y doña Mercedes de Borbón y Orleans. La esposa del ministro italiano se queja de la humedad de Tánger, es una mujer pequeña, con la cara chata y al hablar muestra unas encías muy rojas. Alguien dice algo de la dama morena que está junto al buffet. Todos miran en esa dirección. Elsa Quintana les devuelve la mirada con una deliberada sonrisa de provocación. El alcohol ha empezado a surtir su efecto.

Alonso Garcés hace su entrada en el salón en ese momento. Va vestido con el uniforme de gala. Mira a su alrededor sin ver y se pasa la palma de la mano por la sien con un gesto de desorientación. Saluda a los anfitriones, avanza con lentitud entre los corros de oficiales, y finalmente la ve. Sobre todo la ve. A ella, la mujer que va vestida de claro y está ahora de perfil en el umbral de la terraza. Su indumentaria, la suave vaporosidad de la tela ondulada construye en torno a su cuerpo un aura bamboleante contra el temblor del aire procedente del jardín, algo indefinible que la particulariza distinguiéndola de los demás invitados. Pero al mismo tiempo hay algo en ella que no anima precisamente a acercarse, una especie de ensimismamiento pertinaz, como si quisiera marcar a fuego la distancia. Por un momento duda. Después ya no. Después se acerca, silencioso, con cierta timidez que es su modo natural de dirigirse a los desconocidos. Todo lo que va a pasar con una mujer se adivina en el primer instante, o tal vez no se adivina sino que se teme. Sin embargo es imprevisible la forma en la que se encadenan las cosas. De qué modo puede un hombre empezar a explicarle a una extraña que la música que está sonando es un viejo vals vienés, de qué manera ella finge no querer saber nada de valses y él se resiste a aceptar la evasiva, encogiendo los hombros y acompañando su nueva tentativa de una sonrisa. Cómo de pronto ella abandona su copa sobre el mantel sonriendo también un poco como si le hiciera gracia la forma algo cohibida, pero al mismo tiempo limpia y sin disimulos, que él tiene de abordarla o apreciara su esfuerzo y quisiera gratificarlo. Garcés habla de nuevo, tímidamente, sin alardes presuntuosos. Dice lo que cree que debe decir, y luego se queda allí, acariciándose el lóbulo de la oreja y conteniendo el aliento como un reo que aguardara sin demasiada esperanza un veredicto. Pero no son sus palabras sino la mirada, su inseguridad, la que impulsa a la mujer a decir que sí, que por qué no, con una condescendencia casi maternal. Después el brazo de Alonso Garcés la sostiene levemente por el talle. Están ya en el centro del salón de baile. El cuerpo de ella es muy flexible, sin embargo no se deja llevar del todo, mantiene una rigidez resistente al movimiento, como si no lograra concentrarse en el compás. El hombre lo advierte e intenta bailar con más lentitud.

– ¿Se adapta usted bien a Tánger? -pregunta Garcés.

Ella no sabe todavía. En realidad lleva muy poco tiempo.

– No hay muchas cosas en las que una mujer pueda ocuparse en una ciudad como ésta.

Garcés se separa un poco ladeando la cabeza y se fija en sus ojos oscuros con pequeños filamentos dorados.

– Me gusta observar -dice ella resueltamente-. La gente es tan distinta aquí.

– ¿Y es eso sólo lo que hace en Tánger; observar?

– No -responde mirando hacia el suelo, para recuperar el paso, con las puntas del cabello oscilando sobre los hombros y por un brevísimo instante permanece así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta para añadir-: También espero. Todo el mundo espera ¿no?

Garcés, de pronto, la ve diferente, aprisionada, como si tuviera miedo o estuviera arrepentida de haber hecho una gran confidencia. ¿Cómo puede ser que él, que con frecuencia no percibe las cosas más obvias, pueda advertir en una desconocida la más leve mutación interior? No lo sabe. Se aparta un poco de nuevo para mirarla con unos ojos rebosantes de curiosidad, pero no pregunta nada más. Es ella ahora la que habla:

– Me llamo Elsa Quintana. Todavía no sé su nombre.

Garcés se disculpa por no haberse presentado antes.

– Soy Alonso Garcés. Estoy destinado en el regimiento de cazadores de África -deja caer las palabras, despacio, como intentando llenar una pausa demasiado prolongada.

– No se preocupe. Los nombres no son importantes para conocerse. No dicen mucho.

La presentación, lejos de aumentar la intimidad, dificulta aún más la conversación. Garcés se siente un poco torpe, incapaz de hilvanar las frases. No está acostumbrado a hablar de ese modo con una mujer. No sabe cómo comportarse ante esa manera que tiene ella tan poco convencional de usar las palabras, como si tratara de inducirle a un mayor acercamiento, pero a la vez marcando una distancia irreductible.

Los dos callan. Se advierte en el desconcierto de ambos una raíz común, difícil de desentrañar. Es ella la que rompe nuevamente el silencio:

– Como verá usted, es sumamente complicado bailar y conversar al mismo tiempo; me refiero a una verdadera conversación, no a hablar sobre el clima de Tánger. Pero si lo prefiere, podemos hacerlo -dice de un modo en que es evidente su incomodidad-. Sabe usted que hay tanta humedad que…

– No se esfuerce. Creo haberla comprendido -la interrumpe Garcés con una voz extrañamente carente de timbre.

Su dificultad para reconducir el diálogo es cada vez mayor. Por momentos siente el impulso de abandonar el galanteo. Ni siquiera sabe si está casada o hay algún hombre en su vida.

– Perdone, no pretendía resultar desagradable -dice ella, quizá arrepentida por haber sido demasiado brusca-. Me gusta estar bailando con usted.

– ¿Debo interpretar eso como un halago? -Garcés recupera el tono tranquilo, más dueño de sí mismo, aunque un leve hormigueo le recorre el estómago.

Ella no sabe cómo responder. Alza la cabeza y se echa a reír de un modo que a Garcés le parece bellísimo. Mientras ríe su cabeza se desplaza ligeramente, llegando a rozarle el rostro con sus cabellos. El gesto no tiene nada de atrevimiento pero es de una precisión turbadora. Después se queda seria repentinamente, sintiendo el calor de la mano de él a través de la tela del vestido. Da la impresión de que esa clase de intimidad la importuna. Baja los ojos como si se avergonzara y sintiera un súbito malestar o quisiera protegerse de algo. Los secretos de los seres humanos son como esos cristales empañados que no dejan vislumbrar lo que hay detrás del aliento que oscurece el vidrio. El misterio de los pensamientos. Cada uno de los gestos de la mujer le parecen a Garcés pequeños huecos que la descubren fugazmente, dejando adivinar algo de lo que no quiere mostear: pasado, enigmas, intenciones, temores… Todo lo que no se sabe de una persona y, sin embargo, puede llegar a saberse, es como un abismo sin fondo que ejerce un atractivo irresistible. Se oye un revuelo de ventilador por encima de la música. Ella se da cuenta de que el hombre la está pensando desnuda, lo percibe en su mirada, en la forma en que la estrecha con firmeza, en la proximidad de su boca. Siente el cuerpo ligero, como si estuviera flotando, sin rastro de la rigidez inicial. Sabe que no deberían bailar así. El cónsul español los observa, otros invitados también los miran. Garcés piensa que tal vez está poniéndola en evidencia, pero no puede dejar de enlazarla como lo hace, dominado por una especie de hechizo casi ceremonial que lo impulsa a girar y acoplarse a la cadencia del sonido como quien se somete al ritmo inmemorial de los sucesos que acontecen dentro del orden de la naturaleza, no a las convenciones impuestas posteriormente por los hombres. Cuando un vals se ejecuta de esa manera, el movimiento no es una elección sino una fatalidad.

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