Susana Fortes - Fronteras de arena

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Una novela ambientada en el Marruecos y el Sáhara durante el año 1935, meses antes del estallido de la Guerra Civil. Una novela cuya trama tiene todos los atractivos de una aventura de ambiente exótico, amor apasionado y un levantamiento militar en España a punto de estallar. Una novela muy cinematográfica por las imágenes que sugiere y la descripción de los paisajes, en la que se recrean los escenarios y los diálogos. Una novela realmente entretenida por la historia que cuenta, bastante emotiva, realista, melancólica y de fácil lectura.

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– ¿Qué es ese asunto de las cajas? -pregunta Garcés con el tono más neutro que es capaz de improvisar.

El silencio se extiende entre la humareda del ambiente con más elocuencia que cualquier respuesta. Ahora sólo se oye el sonido intermitente de la máquina de café. Nadie dice nada. Garcés observa de reojo cómo el capitán Ramírez se vuelve con un guiño hacia el cantinero y levanta la mano con gesto de capataz, trazando en el aire el movimiento de ajustar una tuerca. Al momento, el volumen de la radio se hace más elevado y la voz de Estrellita Castro se alza por encima de la atmósfera anieblada y tensa: Lo quiero/ lo mismito que al gitano/ que me está dando tormento/ por curpi…ta de un querer…

– El póquer lo inventó un mudo -rezonga el teniente Orgaz, que está sentado a la derecha de Garcés, e indica a los demás que abre adelantando dos fichas al centro del tapete.

– Que sean cuatro -añade Ayala, después de ver sus naipes y rascar la punta del cigarrillo en el cenicero.

Luego con parsimonia avanza las fichas dentro del cono de luz que proyecta la lámpara. Sus gestos resultan demasiado comedidos para ser producto de una serenidad espontánea. Por encima del reborde tirante de la camisa le sobresale el cuello hinchado y rojo. El jugador que está a su lado frunce los labios. Un pequeño reflejo rosado le relampaguea en la calva lustrosa. Después de reflexionar unos segundos, indica a los demás que pasa golpeando con los dedos índice y corazón en el bordillo de la mesa. La pareja de jotas podría animarle a ir, pero conociendo a Ayala prefiere no arriesgarse. Tras adelantar sus fichas, Garcés reparte ágilmente las cartas pedidas. Al hacerlo, sus dedos parecen deleitarse con el incitante movimiento de la baraja. Desde arriba, inexpresivos, los rostros de algunos curiosos siguen inmóviles el juego.

El teniente Orgaz mira cautelosamente sus naipes abriéndolos apenas y volviendo a cerrar rápidamente. Alza la diestra unos milímetros, como si fuera a tocarse la cara, pero detiene el movimiento en el aire.

– Paso -declara bajando las cartas.

Ayala arrima cinco fichas al centro. Se atusa el bigote. La cara sobre el uniforme se le va aclarando con la esperanza. Tiene la convicción de que va a ganar la mano. Está seguro. Alonso Garcés vuelve la vista hacia la izquierda, esquivando el humo. Los ojos del teniente Ayala lo miran ahora casi francamente, aguardando. Para ganar al póquer es importante no tener demasiado miedo a perder. Hay que contar con un conocimiento preciso de los hombres con que se juega y hacerse una idea clara y realista de las pocas probabilidades de sacar una determinada carta. Garcés mira subrepticiamente los naipes tapados sin hacer ningún gesto. Es el margen mínimo de casualidad lo que, para él, le da sentido al juego. Reflexiona durante unos segundos.

– Cinco y diez más -decide finalmente.

– No voy -anuncia Orgaz, pasándose la mano sudorosa por la nuca.

Le queda la duda de que Garcés juegue de farol, pero le preocupa Ayala, y a pesar de sus dobles de ases, se tira.

– Tus diez y mi resto -responde el teniente Ayala, dirigiéndose a Garcés con el cigarrillo colgando en la boca.

Nota los tobillos endurecidos contra el cuero de las botas, el primer indicio involuntario de entusiasmo. Sus palabras suenan crecidas junto a la pared sucia donde fermenta el calor. Alonso Garcés se queda mirando la columna torcida de fichas, tratando de calcular su valor. Después levanta la vista pensativo hacia el cartel taurino, de un color pajizo y gastado, como de campo reseco. Siente el domingo en las puertas cerradas, en el aire estancado y las luces rodeadas de humo. Vuelve a contar las fichas mentalmente.

– Sé que no debo hacerlo, pero te las veo -dice enfocando fijamente a Ayala-. ¿Qué tienes?

Por un instante los ojos del teniente Ayala sostienen silenciosos el escrutinio de todas las miradas. Los párpados quietos como tajoá oblicuos, las cejas alzadas en punta.

– Trío -sentencia por fin con una nota de desafío en la voz, sin mostrar aún la baza, recreándose de antemano.

– Yo también -replica Garcés.

Un leve hormigueo le viborea en el estómago pero su tono es tan inexpresivo y monótono como un bostezo. Doblado sobre la mesa, el teniente Ayala mueve con la lengua la colilla del cigarrillo hacia el otro lado de la boca, guiñando los ojos a la luz amarilla.

– El mío es de reinas.

Alonso Garcés continúa apoyado con los dos codos en la mesa. Parece absorto y tarda en responder:

– Reyes -pronuncia al cabo de unos instantes, lacónicamente, enseñando los tres naipes.

Después hace un leve encogimiento de hombros a modo de disculpa, dando a entender que así es el juego y retira las fichas hacia sí en el tapete, despacio, sin asomo de triunfalismo. Durante algunos segundos el teniente Ayala permanece silencioso, con la garganta oprimida, endureciendo los músculos, conteniendo difícilmente una mueca de contrariedad en la comisura de los labios, la nariz crispada como un dedo en un gatillo. Ni una sola palabra que le permita liberar la tensión. Allá arriba, invisible en la noche, el azar sigue desperezando melancólicamente la desdicha de algunos, la ventura de unos pocos. Tal como ha ocurrido siempre.

En la cantina la conversación ha derivado de la política a los locales del Zoco Chico. Se habla de una bailarina nueva, que representa la danza del vientre con un solo velo izándose de puntillas sobre el escenario, y de las chicas de La Cruz del Sur, las más dóciles en dejarse enlazar y palpar bajo los caftanes de seda alzando las rodillas al nivel de los pechos y mostrando sus muslos carnosos de color bronce. Alguien se jacta de las habilidades de una adolescente bereber con los pezones anchamente pintados de ocre. Todos los comentarios tienen el tono forzadamente improvisado de cuando se pretende desviar la atención de un determinado asunto.

A Garcés ya no le cabe ninguna duda. Acaba de comprender que suceden cosas de importancia. La existencia de una conspiración que pocos días antes le resultaba inconcebible, le parece ahora palpable. Mira a su alrededor tratando de discernir quiénes son los severos, los blandos, los intransigentes, los impacientes por lanzarse a la acción, los bocazas, los que hablan entre dientes con tono reservado, los que callan y otorgan. Basta con removerles el hormiguero para que se muestren como son. Un cansancio áspero le agarrota los músculos del cuello.

– ¿Asistirás al cóctel que dará el consulado español mañana en el Excelsior? -quiere saber el teniente Ayala, con tono especialmente obsequioso, como si ya hubiera olvidado la humillación de hace un momento. La expresión del rostro parece ahora menos tensa, matizada por una sonrisa afable y alargada pero no cálida.

Alonso Garcés se encoge de hombros. Por una parte, siente un amago de mala conciencia. Ganar al póquer le estimula como cualquier otro reto, pero no le parece divertido sacarle a un tipo todo el dinero que lleva encima, y menos si se trata de un compañero. Aunque, por otra, no cree que la palabra «compañero» sea la más adecuada para referirse a la mayoría de los hombres que se encuentran en la cantina. El recelo que experimenta lo paraliza igual que si viera abatirse sobre su cuerpo un árbol talado y no pudiera apartarse, sino sólo verlo caer lentamente, permaneciendo sentado mientras el peso del tronco está a punto de sesgar su cabeza y la de otros, sin moverse, sin poder hacer nada, ni evitar la fuerza de la gravedad, ni frenar el desplome, ni impedir sus consecuencias. De pronto, se da cuenta de que su cigarrillo ha ardido casi hasta el final; la ceniza queda esparcida sobre la mesa. Se siente fuera de lugar, muy lejos de la mesa junto a la que se halla sentado. Empieza a preguntarse seriamente qué tiene él que ver con el resto de oficiales allí reunidos y piensa que carece por completo de vocación militar; en su lugar siente una oquedad de aire, un espacio sellado donde pocas veces se ha adentrado conscientemente. A pesar de que ese peculiar vacío fue durante años la base de su insatisfacción, se aferra a él porque sabe que es también el centro mismo de su ser, la identidad en torno a la cual se había ido construyendo con tesón bajo la obligación perpetua que se había impuesto de simular y asentir. Durante los primeros meses en la Academia de Toledo había tratado de suplir esa carencia cumpliendo con rigurosa pulcritud hasta las normas más insignificantes de la disciplina castrense, tratando de aclimatarse a aquel mundo como si en realidad lo hubiera deseado. Pero en el fondo de sí mismo nunca había dejado de sentirse un impostor, tanto en las juras de bandera como durante los ejercicios de instrucción que se cerraban con un taconazo de botas, golpeando al unísono la tierra batida del patio de los cuarteles, o por la noche en su catre del pabellón de oficiales donde, en los minutos anteriores al sueño, y con la atención detenida en la negrura de la ventana, al otro lado de las dos garitas con almenas, dejaba vagar libremente su mente con secreta infelicidad imaginando las interminables regiones abiertas que se extendían más allá de las montañas del Atlas y que constituían el gran continente ignorado. Esa había sido durante mucho tiempo la única manera de defenderse del confuso desastre de una decisión que tomó con apenas diecisiete años sólo por no defraudar los grandes planes que su abuelo había soñado para su porvenir. En esos momentos sinceros y solitarios, la madre patria se convertía en una abstracción cada vez más vacua y ajena. Una mentira.

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