Susana Fortes - Fronteras de arena
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Sentimientos como el honor o el orgullo poseen para él un significado que nada tiene que ver con los desfiles marciales, ni con la altanería de quienes sólo aspiran al mando, ni con la voluntad de sometimiento de los que se limitan a cumplir órdenes, ni con el toque de corneta con el que se iza cada mañana la bandera tricolor. Sin embargo, por primera vez siente ahora la punzada de una extraña sensación de pertenencia, no exactamente a un país, sino más bien a una idea. Algo todavía muy vago. Tal vez es de esa clase de hombres que sólo se permiten descubrir sus fidelidades cuando éstas se ven amenazadas, como el que sólo es capaz de saber cuánto ama a una mujer cuando está a punto de perderla.
De igual modo que las expediciones de los exploradores que figuraban en los boletines de su biblioteca familiar le hacían añorar el mundo a medias imaginado del desierto, ahora desea entrar en ese otro desierto clausurado de su conciencia, contemplar el vacío interior de sus sentimientos, hilos invisibles. Con la inquietud, regresa a su mente el recuerdo. Una vez sintió algo parecido en el valle de al-Masilah, al contemplar, desde unos arbustos de tamarisco en la ladera de una colina, el ataque de un grupo de bandidos a un campamento nómada que estaba instalado con sus camellos, ovejas y cabras junto a un wadi. Un pájaro enorme pasó volando sobre las jaimas. Por un momento, sintió que aquella era su guerra, quiso bajar la colina y defender la aldea con el mismo arrojo con el que hubiera defendido su propia casa, pero el terreno era muy accidentado y comprendió que tardaría horas en descender por la garganta hasta el valle. Cuando por fin alcanzó la llanura de guijo y arena dura, sólo encontró algunos camellos muertos y el llanto de las mujeres sentadas bajo las palmeras a la orilla del riachuelo, lavando a los moribundos. Un anciano encendió una hoguera con pedernal y puso a calentar un recipiente de cobre con una pasta lodosa de fuerte olor a sulfuro. Con aquel ungüento verduzco, las mujeres iban cubriendo la piel de los heridos. El tenue sonido de los sollozos, los rostros oscuros, el olor de la sangre y el viburno. Admiraba a los nómadas desde antes de conocerlos. Le gustaba verlos deslizarse armoniosamente por la arena con sus túnicas aladas como arcángeles. Por alguna ignorada razón, estaba de su parte fuera quien fuera el enemigo. Nunca había creído demasiado en nada ni en nadie, sólo en la estética de ciertos gestos: alzar las ramas de palma contra el viento para desviar su curso, las danzas encaminadas a atraer el agua, las manos tatuadas de una mujer cosiendo una concha de buccino en una cartuchera o calentando un tallo de abal para procurarse una nueva vara de conducir camellos. Cosas simples como los juegos de los niños que le emocionaban sin ningún motivo que pudiera explicarse por medio de la razón. La lealtad tiene extrañas raíces y no siempre es necesaria la fe.
Lo que ahora bulle en su interior, ante los negros presagios que ve avecinarse en la cantina de la guarnición española de Tetuán, no es exactamente la misma clase de entrega que le inspiraron siempre las tribus del desierto pero es un sentimiento también indefinible y tenaz, de la misma extraña naturaleza. ¿Por qué iba a preocuparle si no el porvenir de una República cuyas decisiones no siempre había aprobado y en cuyos asuntos, a decir verdad, nunca se había implicado?
Las ocho manos están dentro del foco de luz que se proyecta como un óvalo sobre el tapete. Los dedos velludos del teniente Ayala barajan de nuevo los naipes. Garcés mira hacia las gorras de plato colgadas en el perchero que hay junto a la puerta. De repente, el olor de las letrinas y el ambiente cargado de humo le produce una sensación de claustrofobia insoportable. Tiene la boca seca y siente aumentar la transpiración. Trata de sobreponerse respirando profundamente, pero cuanto más se esfuerza, el malestar va en aumento. Una ligera punzada en el tórax le obliga a incorporarse como movido por un resorte interior.
– Yo me retiro -dice disculpándose al tiempo que se levanta entre las protestas de los demás y se dirige hacia la puerta.
Desde la barra, el capitán Ramírez lo observa inmóvil, con la mano descansando en el correaje del uniforme. Sin pestañear. La mirada acerada y fría como el filo biselado de un hacha. Dos ojos fijos e investidos de poder.
VIII
Los salones de la planta baja del Hotel Excelsior están iluminados y refulgen en la noche con la fastuosidad de los palacios coloniales, mostrando al exterior un mundo lujoso y centelleante de arañas de cristal, quinqués y escalinatas de mármol por donde se mueven los invitados como en un decorado de sombras chinescas. Fuera, los hombres y las mujeres de piel oscura contemplan desde lejos el espectáculo del mundo inaccesible. Es medianoche en Tánger.
Elsa Quintana permanece de pie junto al buffet, frente a los ventanales abiertos que dan al jardín adornado con guirnaldas. Lleva un vestido largo de color marfil, ajustado en la cintura con una gasa de tul, los hombros desnudos. Mira a su alrededor con aire distraído, sosteniendo una copa en la mano. La desnudez del escote trasluce la estructura de los huesos en la clavícula. El pelo recogido en la nuca acentúa la claridad del rostro, el cuello demasiado largo, su frente alta y sombría. Los ojos contienen el indicio de una incesante preocupación, permanecen fijos, sin que los párpados parezcan moverse. No se molesta en sonreír para expresar cuando menos cortesía, sino que se limita a mirar a su alrededor con una especie de fatiga paciente en la que tal vez hay algo de tesón ante la adversidad. Pero eso, ¿quién podría asegurarlo? El rostro de las personas resulta a veces tan hermético… No conoce a ninguno de los presentes, no sabe por qué la han invitado y nadie tampoco parece saber quién es ella. Ese desconocimiento la protege, pero al mismo tiempo la desarma sumiéndola en una expectación constante. El no saber despierta las sospechas. Siente las pupilas de algunos de los asistentes clavadas en ella, detenidas en el límite último de la buena educación, un segundo más y el halago se convertiría en ofensa. Percibe el rumor espaciado de las conversaciones a su alrededor como un murmullo de preguntas no formuladas, mezclado con un tintineo de joyas y copas de cristal, y con el crujir de los vestidos de seda que llevan las mujeres al rozar con la tela dura de los uniformes o contra el paño negro de un esmoquin. La extrañeza aumenta aún más su sensación de aislamiento y de inquietud. La brisa que llega del jardín, el revuelo de los invitados por encima de la música muy lenta del piano que está sonando al fondo, los callejones sombríos que se extienden al otro lado de la verja; todo acrecienta su inseguridad como si estuviera exponiéndose demasiado. El miedo es un sentimiento tan íntimo como el amor. Alarga la copa hacia el barman con turbante que está sirviendo el champán y bebe lentamente con los ojos cerrados para infundirse valor.
La asistencia al cóctel es relativamente numerosa. Está todo el cuerpo diplomático de las cancillerías, oficiales del Ejército y las fuerzas vivas de la sociedad tangerina, comerciantes, hombres de negocios, armadores, altos funcionarios de las embajadas…
En un ángulo del salón, un coronel español conversa amigablemente con el ministro plenipotenciario italiano en Tánger y con el agregado militar de la Embajada. Hablan de Abisinia. El ministro italiano se queja de las sanciones que le han sido impuestas a su país por la Liga de las Naciones y después pasa a comentar la política española, criticando con fanfarronería que el gobierno español permanezca sin hacer nada mientras los soviéticos están infiltrándose a través de los sindicatos por medio país. Un hombre corpulento, de bigote curvado al antiguo estilo centroeuropeo y vestido de frac, se incorpora al grupo con una voz ruidosa de marcado acento alemán. Su aire de camaradería demuestra que existe una complicidad previa con sus contertulios. La conversación deriva hacia los recientes decretos de Núremberg contra los judíos. Su pronunciación es cortante como el borde de una sierra. Habla haciendo inflexiones bruscas, lo que confiere a sus palabras una peculiar impronta taladradora tanto por la fonética como por lo que dice. Se complace ensalzando una escenografía de estadios abarrotados, calles profanadas, banderas con esvásticas y brazaletes rojos y negros, lápidas con la estrella de David saqueadas. Al oírle casi se puede sentir el retumbar de botas por las avenidas al compás de las marchas militares, el sonido de las voces que entonan el Horst Wessel Lied, el humo de las hogueras destinadas a la quema de libros y partituras, el deambular de los escuadrones con sus camisas pardas y sus correajes por la Friedrichstrasse dejando a su paso cerraduras rotas, cristales, muebles destrozados, papeles dispersos. Un país hambriento de autoridad, catártico, inundado por el olor a incendio y a talabartería, ávido de insignias y voces de mando. La nación que se vanagloria de representar la limpieza de sangre, de ser el pueblo elegido, la raza superior.
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