La verdad es que el silencio del texto es cómodo…, no se arriesga en él la muerte de Dickens, a quien sus médicos suplicaban que callara al fin sus novelas…, el texto y uno mismo…, todas esas palabras amordazadas en la acogedora cocina de nuestra inteligencia…, ¡cómo se siente alguien en esta silenciosa elaboración de nuestros comentarios!… y después, al juzgar el libro para nuestros adentros, no corremos el riesgo de ser juzgados por él… porque, a partir de que la voz se mezcla, el libro dice muchas cosas sobre su lector…, el libro lo dice todo.
El hombre que lee en viva voz se expone del todo. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una calamidad, y eso se nota. Si se niega a habitar su lectura, las palabras no pasan de letras muertas, y eso se siente. Si llena el texto con su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee en viva voz se expone absolutamente a los ojos que lo escuchan.
Si lee realmente, si pone en ello su saber controlando su placer, si su lectura es un acto de simpatía tanto para el auditorio como para el texto y su autor, si consigue hacer entender la necesidad de escribir despertando nuestras más oscuras necesidades de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de él.
El derecho a callarnos
El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad.
Los escasos adultos que me han dado de leer se han borrado siempre delante de los libros y se han cuidado mucho de preguntarme qué había entendido en ellos. A ésos, evidentemente, hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, yo les dedico estas páginas.
***
[1] – Aquí, evocación del Beaubourg. [1] Beaubourg… La Barbarie-Beaubourg… ¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia… Beaubourg, y la llaga del RER… el Agujero de Les Halles. – ¡De donde surgen las hordas iletradas al pie de la mayor biblioteca pública de Francia! Nuevo silencio…, uno de los más hermosos: el del «ángel paradójico». – ¿Tus hijos frecuentan el Beaubourg? – Rara vez. Por suerte vivimos en el Quince. Silencio… Silencio… – En fin, que ya no leen. – No. – Demasiado solicitados por otras cosas. – Sí.
Beaubourg: en sentido estricto el Centre National Pompidou, y en sentido amplio, el barrio que lo alberga; el RER: línea de metro que une el centro con la periferia; y Les Halles: antiguo Mercado Central de París, el nombre anterior del barrio. (N. del T.)
[2] Aquí, sin embargo, el profesor deja su pluma, alza la mirada como un alumno ensimismado, y se pregunta -¡oh, sólo para sus adentros!- si determinadas películas, de todos modos, no le han dejado recuerdos de libros. « ¿Cuántas veces ha «releído» La noche del cazador, Amarcord, Manhattan, Habitación con vistas, El festín de Babette, Fanny y Alexander? Sus imágenes le parecían portadoras del misterio de los signos. Claro está que no son frases de especialista -no sabe nada de la sintaxis cinematográfica y no entiende el léxico de los cinéfilos-, sólo son frases de sus ojos, pero sus ojos le dicen que hay imágenes cuyo sentido no se agota y cuya traducción renueva cada vez la emoción, e incluso imágenes de televisión, sí: la cara del abuelo Bachelard, hace tiempo, en Lectures pour tous…, el mechón de Jankelevitch en Apostrophes [2] aquel gol de Papin contra los milaneses de Berlusconi… Pero el momento pasa. Vuelve a sus correcciones. (¿Quién contará alguna vez la soledad del corrector de fondo?) A partir de algunos trabajos, las palabras comienzan a bailotear bajo sus ojos. Los argumentos tienden a repetirse. Le invaden los nervios. Lo que recitan sus alumnos es un breviario: ¡Hay que leer, hay que leer! La interminable letanía de la palabra educativa: Hay que leer…, ¡cuando cada una de sus frases demuestra que no leen jamás!
Ambos, famosos programas de televisión dedicados a los libros. (N. del T.)
[3] "Sin la menor duda, las hermosas horas vespertinas pasadas en el despacho de nuestro padre no sólo estimulaban nuestra imaginación sino también nuestra curiosidad. Una vez que se ha saboreado el hechicero encanto de la gran literatura y la confortación que procura, uno quisiera saber cada vez más…, más "historias ridículas", y parábolas llenas de sabiduría, y cuentos de múltiples significados, y extrañas aventuras. Y así es como uno comienza a leer por sí mismo…,, [3] Así escribía Klaus Mann; hijo de Thomas, el Mago, y de Mielen, la de la voz conmovida y bien timbrada.
Klaus Mann. El viraje
[4] No, tienen la cabeza múltiple de su época: tupé y camperas para el rockero de turno, Burlington [4] y Chevignon [5] para el enamorado de la moda, chupa de cuero para el motorista sin moto, pelo largo o a cepillo según las tendencias familiares… Esa chica, allí, flota dentro de la camisa de su padre que golpea las rodilleras rotas de sus tejanos, la otra se ha inventado la silueta negra de una viuda siciliana («yo no tengo nada que ver con el mundo»), cuando su rubia vecina, por el contrario, se lo juega todo a la estética: cuerpo de anuncio y rostro de portada cuidadosamente glacial. Acaban de salir de las paperas y el sarampión, y ya están en edad de fagocitar las modas. ¡Y altos, en su mayoría! ¡Como para tomar la sopa encima de la cabeza del profe! ¡Y fuertes, los chicos! ¡Y las chicas, ya unas bellezas! Al profesor le parece que su adolescencia era más imprecisa…, él, más bien canijo…, la bazofia de la posguerra… leche en polvo del plan Marshall…, en aquella época el profesor estaba en reconstrucción, como el resto de Europa… Ellos tienen las cabezas del resultado. La salud y la fidelidad a las modas les da un aire de madurez que podría intimidar. Sus peinados, sus ropas, sus walkmans, sus calculadoras, su léxico, su actitud de reserva, hacen pensar, incluso, que podrían estar más «adaptados» a su tiempo que el profesor. Saber mucho más que él… ¿Mucho más sobre qué? Es el enigma de su rostro, precisamente… Nada más enigmático que un aire de madurez. Si no fuera un veterano, el profesor podría sentirse desposeído del presente de indicativo, un poco inútil… Sólo que… la de mocosos y adolescentes que ha visto en veinte años de clases…, más de tres mil…, la de modas que ha visto pasar…, ¡hasta el punto, incluso, de vedas regresar! Lo único que permanece inmutable es el contenido de la ficha individual. La estética «cutre», en toda su ostentación: yo soy perezoso, yo soy burro, yo soy nada, lo he probado todo, no os esforzéis, mi pasado carece de futuro… En pocas palabras, no se quieren. Y ponen en proclamarlo una convicción todavía infantil. En suma, están entre dos mundos. Y han perdido el contacto con los dos. «Estamos al loro», sí, «enrollados» (¡y cómo!), pero la escuela nos «toca los cojones», sus exigencias nos «comen el tarro», ya no somos unos chiquillos, pero «las pasamos puta» en la eterna espera de ser adultos… Quisieran ser libres y se sienten abandonados.
Marca de calcetines muy de moda entre los jóvenes en Francia. (N. del T.)
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