Daniel Pennac
Como una novela
Traducción de Joaquín Jordá
Título de la edición original: Comme un roman
Para Franklin Rist,
gran lector de novelas
y novelesco lector.
A la memoria de mi padre,
y en el recuerdo cotidiano
de Frank Vlieghe.
I. Nacimiento del alquimista
El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo «amar»…, el verbo «soñar»…
Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «¡Ámame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!»
– ¡Sube a tu cuarto y lee!
¿Resultado?
Ninguno.
Se ha dormido sobre el libro. La ventana, de repente, se le ha antojado inmensamente abierta sobre algo deseable. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero es un sueño vigilante: el libro sigue abierto delante de él. Por poco que abramos la puerta de su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, formalmente ocupado en leer. Aunque hayamos subido a hurtadillas, desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar.
– ¿Qué, te gusta?
No nos dirá que no, sería un delito de lesa majestad. El libro es sagrado, ¿cómo es posible que a uno no le guste leer? No, nos dirá que las descripciones son demasiado largas.
Tranquilizados, volveremos a la tele. Es posible incluso que esta reflexión suscite un apasionante debate colectivo…
– Las descripciones le parecen demasiado largas. Hay que entenderlo, desde luego estamos en el siglo de lo audiovisual, los novelistas del XIX tenían que describirlo todo…
– ¡Eso no es motivo para dejarle saltarse la mitad de las páginas!
No nos cansemos, ha vuelto a dormirse.
Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más bien la de impedirnos leer.
– ¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista!
– Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo.
– ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!
Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba demasiado oscuro.
Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la «redacción» que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas…, se habían elegido y se preferían a todo… ¡Dios mío, qué gran amor!
Y qué corta era la novela.
Seamos justos: no se nos ocurrió inmediatamente imponerle la lectura como deber. En un primer momento sólo pensamos en su placer. Sus primeros años nos llevaron al estado de gracia. El arrobamiento absoluto delante de aquella vida nueva nos otorgó una suerte de talento. Por él, nos convertimos en narradores. Desde su iniciación en el lenguaje, le contamos historias. Era una cualidad que no conocíamos en nosotros. Su placer nos inspiraba. Su dicha nos daba aliento. Por él, multiplicamos los personajes, encadenamos los episodios, ingeniamos nuevas trampas… Igual que el viejo Tolkien a sus nietos, le inventamos un mundo. En la frontera del día y de la noche, nos convertimos en su novelista.
Si no tuvimos ese talento, si le contamos las historias de los demás, e incluso bastante mal, buscando nuestras palabras, deformando los nombres propios, confundiendo los episodios, juntando el comienzo de un cuento con el final de otro, no tiene importancia… E incluso si no contamos nada en absoluto, incluso si nos limitamos a leer en voz alta, éramos su novelista, el narrador único, por quien, todas las noches, se metía en los pijamas del sueño antes de fundirse debajo de las sábanas de la noche. Más aún, éramos el Libro.
Acordaos de aquella intimidad, tan poco comparable.
¡Cómo nos gustaba asustarle por el puro placer de consolarle! ¡Y cómo nos reclamaba ese susto! Tan poco ingenuo, ya, y sin embargo temblando de pies a cabeza. Un auténtico lector, en suma. Ésa era la pareja que formábamos entonces, él el lector, ¡oh, qué pillo!, y nosotros el libro, ¡oh, qué cómplice!
En suma, le enseñamos todo acerca del libro cuando no sabía leer. Le abrimos a la infinita diversidad de las cosas imaginarias, le iniciamos en las alegrías del viaje vertical, le dotamos de la ubicuidad, liberado de Cronos, sumido en la soledad fabulosamente poblada del lector… Las historias que le leíamos estaban llenas de hermanos, de hermanas, de parientes, de dobles ideales, escuadrillas de ángeles de la guarda, cohortes de amigos tutelares encargados de sus penas, pero que, luchando contra sus propios ogros, encontraban también ellos refugio en los latidos inquietos de su corazón. Se había convertido en su ángel recíproco: un lector. Sin él, su mundo no existía. Sin ellos, él permanecía atrapado en el espesor del propio. Así descubrió la paradójica virtud de la lectura que consiste en abstraernos del mundo para encontrarle un sentido.
De esos viajes, volvía mudo. Era la mañana y había otras cosas que hacer. A decir verdad, no intentábamos saber lo que había obtenido allí. Él, inocentemente, cultivaba este misterio. Era, como se dice, su universo. Sus relaciones privadas con Blancanieves o con cualquiera de los siete enanitos pertenecían al orden de la intimidad, que obliga al secreto. ¡Gran placer del lector, este silencio de después de la lectura!
Sí, le enseñamos todo acerca del libro.
Abrimos formidablemente su apetito de lector. ¡Hasta el punto, acordaos, hasta el punto de que tenía prisa por aprender a leer!
¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!
Todavía media hora hasta la cena. Un libro es algo extraordinariamente compacto. No se deja mermar. Parece, además, que arde con mucha dificultad. Ni siquiera el fuego consigue meterse entre sus páginas. Falta de oxígeno. Todas las reflexiones que se hacen al margen. Y sus márgenes son inmensos. Un libro es espeso, es compacto, es denso, es un objeto contundente. ¿Qué diferencia hay entre la página cuarenta y ocho y la ciento cuarenta y ocho? El paisaje es el mismo. Recuerda los labios del profe al pronunciar el título. Oye la pregunta unánime de los compañeros:
– ¿Cuántas páginas?
– Trescientas o cuatrocientas…
(Embustero…)
– ¿Para cuándo?
El anuncio de la fecha fatídica desencadena un concierto de protestas:
– ¿Quince días? ¡Cuatrocientas páginas (quinientas) en quince días! ¡Pero es imposible, señor!
El señor no negocia.
Un libro es un objeto contundente y es un bloque de eternidad. Es la materialización del tedio. Es el libro. «El libro.» Jamás lo nombra de otra manera en sus disertaciones: el libro, un libro, los libros, unos libros.
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