Daniel Pennac - Como una novela

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Esta obra insólita, un auténtico estímulo para la lectura, ha sido uno de los grandes fenómenos de la edición francesa reciente. Pennac, profesor de literatura en un instituto, se propone una tarea tan simple como necesaria en nuestros días: que el adolescente pierda el miedo a la lectura, que lea por placer, que se embarque en un libro como en una aventura personal y libremente elegida. Todo el,lo escrito como un monólogo desenfadado, de una alegría y entusiasmo contagiosos: `En realidad, no es un libro de reflexión sobre la lectura -dice el autor-, sino una tentativa de reconciliación con el libro`.
Este antimanual de literatura concluye con un decálogo no de los deberes, sino de los derechos imprescindibles del lectir (derecho a no terminar un libro, a releer, etc., incluso a no leer).

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«En su libro Pensamientos, Pascal nos dice que…»

Por mucho que el profe proteste en rojo anotando que ésa no es la denominación correcta, que hay que hablar de una novela, de un ensayo, de una colección de cuentos, de poemas, que la palabra «libro», en sí, en su aptitud para designado todo, no expresa nada concreto, que una guía telefónica es un libro, al igual que y ahí le tenemos, el adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee.

Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbian los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡500 páginas! Si tuviera diálogos, pase. ¡Qué va! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guión, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda! Suelta tacos. Lo siente, pero suelta tacos. ¡Puta, joder, mierda de coño de libro! Página cuarenta y ocho… ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras! Ni siquiera se atreve a plantearse la pregunta, que, inevitablemente, le plantearán. Ha caído la noche de invierno. De las profundidades de la casa sube hasta él la sintonía del telediario.

Nada que hacer, la palabra se impondrá de nuevo a su pluma en su siguiente redacción:

«En su libro Madame Bovary, Flaubert nos dice que…»

Porque, desde el punto de vista de su soledad presente, un libro es un libro. Y cada libro pesa su peso de enciclopedia, de aquella enciclopedia con tapas de cartón, por ejemplo, cuyos volúmenes deslizaban debajo de sus nalgas cuando era niño para que estuviera a la altura de la mesa familiar.

Y el peso de cada libro es de los que tiran de espaldas. Él se ha sentado en su silla relativamente ligero hace un instante: la ligereza de las decisiones tomadas. Pero, al cabo de unas páginas, se ha sentido invadido por esa pesadez dolorosamente familiar, el peso del libro, peso del tedio, insoportable fardo del esfuerzo inalcanzado.

Sus párpados le anuncian la inminencia del naufragio.

El escollo de la página 48 ha abierto una vía de agua debajo de su línea de resoluciones.

El libro le arrastra.

Zozobran.

7

Mientras tanto abajo, alrededor de la tele, el argumento de la televisión corruptora gana adeptos:

– La estupidez, la vulgaridad, la violencia de los programas… ¡Es increíble! Ya no se puede enchufar la tele sin ver…

– Dibujos animados japoneses… ¿Habéis visto alguna vez los dibujos animados japoneses?

– No es solamente una cuestión de programa… Es la tele en sí…, esa facilidad…, esa pasividad del telespectador…

– Sí, enchufas, te sientas…

– Haces zapping…

– Esa dispersión.

– Por lo menos permite evitar los anuncios.

– Ni siquiera eso. Han sincronizado los programas.

Dejas un anuncio para caer en otro.

– ¡A veces sobre el mismo!

De repente, silencio: brusco descubrimiento de uno de esos territorios «consensuales» iluminados por el deslumbrante resplandor de nuestra lucidez adulta.

Entonces, alguien, a media voz:

– ¡Leer, desde luego, es otra cosa, leer es un acto!

– Está muy bien lo que acabas de decir, leer es un acto, «el acto de leer», es muy cierto…

– Mientras que la tele, e incluso el cine si nos paramos a pensarlo…, en una película todo está dado, nada se conquista, todo está masticado, la imagen, el sonido, los decorados, la música de fondo en el caso de que no se entendiera la intención del director…

– La puerta que chirría para indicarte que es el momento de morirte de miedo…

– En la lectura hay que imaginar todo eso… La lectura es un acto de creación permanente.

Nuevo silencio.

(Entre «creadores permanentes», esta vez.)

Luego:

– Lo que a mí me sorprende es el promedio de horas que pasa un chiquillo delante de la tele en comparación con las horas de lengua en la escuela. Leí unas estadísticas sobre eso.

– ¡Debe ser escalofriante!

– Una por cada seis o siete. Sin contar las horas que pasa en el cine. Un niño (no me refiero al nuestro) pasa una media (media mínima) de dos horas al día delante de la tele y de ocho a diez durante el fin de semana. O sea un total de treinta y seis horas por cinco horas de lengua semanales.

– Evidentemente, la escuela no funciona. Tercer silencio.

El de los abismos insondables.

8

En suma, habrían podido decirse muchas cosas para medir la distancia que hay entre el libro y él.

Las dijimos todas.

Que la televisión, por ejemplo, no es la única culpable.

Que las décadas transcurridas entre la generación de nuestros hijos y nuestra propia juventud de lectores han tenido el efecto de siglos.

De manera que, si bien nos sentimos psicológicamente más próximos a nuestros hijos de lo que nuestros padres lo estaban con respecto a nosotros, seguimos estando, intelectualmente hablando, más próximos a nuestros padres.

(Aquí, controversia, discusión, puntualización de los adverbios «psicológicamente» e «intelectualmente». Refuerzo de un nuevo adverbio):

– Afectivamente más próximos, si prefieres.

– ¿Efectivamente?

– No he dicho efectivamente, he dicho afectivamente.

– En otras palabras, estamos afectivamente más próximos a nuestros hijos, pero efectivamente más próximos a nuestros padres, ¿no es eso?

– Es un «hecho social». Una acumulación de «hechos sociales» que podrían resumirse en que nuestros hijos son también hijos e hijas de su época mientras que nosotros sólo éramos hijos de nuestros padres.

– ¿…?

– ¡Claro que sí! De adolescentes, no éramos los clientes de nuestra sociedad. Comercial y culturalmente hablando, era una sociedad de adultos. Ropas comunes, platos comunes, cultura común, el hermano pequeño heredaba los trajes del mayor, comíamos el mismo menú, a las mismas horas, en la misma mesa, dábamos los mismos paseos el domingo, la tele unía a la familia en una única y misma cadena (mucho mejor, además, que todas las de hoy), y, en materia de lectura, la única preocupación de nuestros padres era colocar determinados títulos en estantes inaccesibles.

– En cuanto a la generación anterior, la de nuestros abuelos, prohibía pura y simplemente la lectura a las chicas.

– ¡Es cierto! Sobre todo la de novelas: Da imaginación, la loca de la casa. Eso es malo para el matrimonio…

– Mientras que hoy… los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos un libro, ellos se rodean de cassettes… A nosotros nos gustaba comulgar bajo los auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman… Se ve incluso esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.

– Aquí, evocación del Beaubourg. [1]

Beaubourg…

La Barbarie-Beaubourg…

¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia… Beaubourg, y la llaga del RER… el Agujero de Les Halles.

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