– ¿Es muy bueno?
– ¡Formidable!
– ¿Qué explica?
– La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus «contraportadas» (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos camelos.
– ¿Me lo prestas?
– Te lo doy.
Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era completamente idiota (y tampoco lo es ahora) y sabía perfectamente que Guerra y paz no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un «pedagogo», en mi opinión.) Creo que fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or, y demás Signes de piste para arrojarme a esa novela. «Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero»…, no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel golfo de Anatole (pero ¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que «identificarme» con los demás. (Pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!)
Lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Era la versión de bolsillo, con la bonita cara de Audrey Hepburn que miraba a un principesco Mel Ferrer con los pesados párpados de rapaz enamorado. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino… «Pero échate, por Dios, échate al suelo, va a estallar, no puedes hacerle esto, ¡ella te ama!»)… Me interesé por el amor y por las batallas y me salté los asuntos de política y de estrategia… Como las teorías de Clausewitz quedaban muy por encima de mis entendederas, lo confieso, me salté las teorías de Clausewitz… Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y su mujer Helena «antipática», Helena, la encontraba realmente «antipática»…) y dejé a solas a Tolstoi disertando sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna.
Me salté páginas, vaya. Y todos los chiquillos deberían hacer lo mismo.
Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad.
Si tienen ganas de leer Moby Dick pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salten, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las 150 grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado «difícil» para ellos. Eso da unos resultados terribles. Moby Dick o Los miserables reducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momificados, ¡reescritos para ellos en una lengua famélica que se supone que es la suya! Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años.
Y luego, incluso cuando somos «mayores», y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos «saltando páginas», por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
El derecho a no terminar un libro
Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante… Inútil enumerar las 35.995 restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un seísmo amoroso que petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una «extrañeza» que me resulta impenetrable.
Lo dejo estar.
O ,mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El Petersburgo de Andrei Biely, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de «madurez» es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente «maduros» para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su Montaña mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra…, existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para «entenderla» que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil…
Читать дальше