Daniel Pennac - Como una novela

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Esta obra insólita, un auténtico estímulo para la lectura, ha sido uno de los grandes fenómenos de la edición francesa reciente. Pennac, profesor de literatura en un instituto, se propone una tarea tan simple como necesaria en nuestros días: que el adolescente pierda el miedo a la lectura, que lea por placer, que se embarque en un libro como en una aventura personal y libremente elegida. Todo el,lo escrito como un monólogo desenfadado, de una alegría y entusiasmo contagiosos: `En realidad, no es un libro de reflexión sobre la lectura -dice el autor-, sino una tentativa de reconciliación con el libro`.
Este antimanual de literatura concluye con un decálogo no de los deberes, sino de los derechos imprescindibles del lectir (derecho a no terminar un libro, a releer, etc., incluso a no leer).

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Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros.

Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución.

Y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:

– Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?

Es posible.

4

El derecho a releer

Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, sí… nos concedemos todos estos derechos.

Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.

«Más, más», decía el niño que fuimos… Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.

5

El derecho a leer cualquier cosa

A propósito del «gusto», algunos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran delante del archiclásico tema de redacción: «¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas?» Como bajo su apariencia de «yo no hago concesiones», son más bien amables, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo tratan desde un punto de vista ético y sólo consideran la cuestión desde el ángulo de las libertades. De resultas, el conjunto de sus trabajos podría resumirse con esta fórmula: «¡No, no, uno tiene derecho a escribir lo que quiera, y todos los gustos de los lectores son naturales, faltaría más!» Sí…, sí, sí…, posición totalmente honorable.

Que no impide que haya buenas y malas novelas. Se pueden citar nombres, se pueden dar pruebas.

Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una «literatura industrial» que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a «estudios de mercado» para vender, según la «coyuntura», tal o cual tipo de «producto» que se supone excita a tal o cual categoría de lectores.

Sin lugar a dudas, malas novelas.

¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de «formas» preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describimos.

En suma, una literatura del “pret a disfrutar”, hecha en moldes y que querría meternos en un molde.

No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: Don Quijote y Madame Bovary.

Así pues, hay «buenas» y «malas» novelas.

Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas.

Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado «formidablemente bien» cuando me tocó pasar por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, ni pusieron los ojos en blanco, ni me trataron de cretino. Se limitaron a colocar a mi paso algunas «buenas» novelas cuidándose muy bien de prohibirme las demás.

A eso lo llamo sabiduría.

Durante cierto tiempo, leemos indiscriminadamente las buenas y las malas, de la misma manera que no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de Guerra y paz para volver a sumergirnos en la Bibliotheque verte. Pasamos de la colección Harlequin (historias de médicos guapos y de enfermeras entregadas) a Boris Pasternak y su Doctor Zhivago…, un médico guapo también y Lara, ¡una enfermera de lo más entregada!

Y después, cierto día, vence Pastemak. Sin darnos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la frecuentación de los «buenos». Buscamos escritores, buscamos escrituras; se acabaron los meros compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momento de que pidamos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.

Una de las grandes alegrías del «pedagogo» es -siempre que esté autorizada cualquier lectura- ver cómo un alumno cierra por su cuenta de un portazo la puerta de la fábrica Best-seller para subir a respirar la casa del amigo Balzac.

6

El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)

Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco.

Es nuestro primer estado colectivo de lector. Delicioso.

Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un «buen título» bajo las narices del joven bovariano, gritando:

– Bueno, supongo que Maupassant es mejor, ¿no?

Calma…, no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert.

En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico.

Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separarnos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella.

Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal.

De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores, y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más «estúpidas». Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura.

Y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces.

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