Daniel Pennac - Como una novela

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Esta obra insólita, un auténtico estímulo para la lectura, ha sido uno de los grandes fenómenos de la edición francesa reciente. Pennac, profesor de literatura en un instituto, se propone una tarea tan simple como necesaria en nuestros días: que el adolescente pierda el miedo a la lectura, que lea por placer, que se embarque en un libro como en una aventura personal y libremente elegida. Todo el,lo escrito como un monólogo desenfadado, de una alegría y entusiasmo contagiosos: `En realidad, no es un libro de reflexión sobre la lectura -dice el autor-, sino una tentativa de reconciliación con el libro`.
Este antimanual de literatura concluye con un decálogo no de los deberes, sino de los derechos imprescindibles del lectir (derecho a no terminar un libro, a releer, etc., incluso a no leer).

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No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.

Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.

En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».

Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a Fas de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?» y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados…

Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha dañado o el presidente ha perdido su empleo.

Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.

En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O'Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:

"Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela…»

57

Hasta aquí el «libro».

Pasemos al lector.

Porque, más instructiva aún que nuestra manera de tratar nuestros libros, es nuestra manera de leerlos.

En materia de lectura, nosotros, «lectores», nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura.

1) El derecho a no leer.

2) El derecho a saltamos las páginas.

3) El derecho a no terminar un libro.

4) El derecho a releer.

5) El derecho a leer cualquier cosa.

6) El derecho al bovarismo.

7) El derecho a leer en cualquier sitio.

8) El derecho a hojear.

9) El derecho a leer en voz alta.

10) El derecho a callamos.

Me limitaré arbitrariamente al número 10, en primer lugar porque es un número redondo, y después porque es el número sagrado de los famosos Mandamientos y es divertido verlo utilizado por una vez para una lista de autorizaciones, o porque si queremos que mi hijo, que mi hija, que la juventud lea, es urgente que les concedamos los derechos que nosotros nos permitimos.

IV. El Cómo se lee (o los derechos imprescriptibles del lector)

1

El derecho a no leer

Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.

Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.

Pero lo más importante es otra cosa.

Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes», -algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. (Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios.) Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los "derechos del Hombre» y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo.

La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.

Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy «lector» que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.

En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.

En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciarlos en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «necesidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.

Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros…, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.

2

El derecho a saltarse las páginas

Leí Guerra y paz por primera vez a los doce o trece años (más bien trece, estaba en quinto y nada adelantado). Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.

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