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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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Era increíble.

Era el perro que había visto el día anterior por la ventanilla del coche y que se había disuelto en el parabrisas trasero…

Era el perro con cuya mirada me había cruzado a cien kilómetros de allí.

No. No podía ser el mismo… Pero sí, sí que era…

¡Madre mía, me iban a hacer presidenta honorífica de la sociedad protectora de animales!

Me agaché, tendiéndole la mano. El pobre ni siquiera tenía fuerzas para menear la cola. Dio tres pasos más y se desplomó entre mis piernas.

Me quedé inmóvil unos segundos. Estaba muy asustada.

Un perro había venido a morir a mis pies.

Pero no, al final gimió lastimeramente, tratando de lamerse una pata. Sangraba.

En ese momento llegó Lola y dijo: -Pero ¿de dónde ha salido este perro? Levanté la cabeza para mirarla y contesté con voz trémula: -Yo alucino.

Enseguida los cuatro nos deshicimos en mimos y atenciones. Vincent fue a traerle un poco de agua. Lola se puso a prepararle algo rico de comer y Simon mangó un cojín del saloncito amarillo.

El animalito bebió como un descosido y se desplomó otra vez sobre el polvo del camino. Lo llevamos a la sombra.

Era una historia increíble.

Nos preparamos algo de picar y bajamos al río.

Tenía un nudo en la garganta al pensar que lo más probable era que el perro la hubiera palmado para cuando volviéramos. Pero bueno, al menos… había elegido un lugar bonito… y unas plañideras estupendas…

Los chicos colocaron las botellas entre unas piedras a la orilla del río mientras nosotras extendíamos una manta en el suelo. Nos sentamos, y entonces Vincent dijo:

– Anda, mira, aquí está otra vez…

El perro había vuelto a arrastrarse hasta mí. Se tumbó hecho un ovillo contra mi muslo y se quedó roque al instante.

– Me parece que intenta decirte algo -declaró Simon.

Los tres se reían, burlándose de mí:

– ¡Venga, Garance, tía, no pongas esa cara! Te quiere, nada más. Venga… anímate… Que no pasa nada.

– ¡¿Pero qué queréis que haga yo con un chucho?! ¿Me veis con un perro en mi minúsculo estudio, en un sexto sin ascensor?

– No puedes hacer nada -dijo Lola-, acuérdate de tu horóscopo… Estás dominada por Venus en Leo, tienes que aceptarlo. Éste es el gran encuentro para el que tenías que prepararte. Mira que te avisé…

Se partían de risa, cada vez más.

– Tienes que verlo como una señal del destino -terció Simon-, este perro llega para salvarte…

– … para que lleves una vida más sana, más equilibrada -añadió Lola.

– … para que madrugues por las mañanas para llevarlo a hacer pis -dijo Simon-, para que te compres un chándal y tomes un poco el aire todos los fines de semana.

– Para que tengas horarios, para que te sientas responsable -prosiguió Vincent, sumándose a los otros dos.

Yo estaba hecha polvo.

– Un chándal, no, cualquier cosa menos un chándal…

Descorchando una botella, Vincent concluyó:

– Además es un perro bien bonito…

Por desgracia, estaba de acuerdo con él. Un perro medio pelado, comido por las pulgas, cochambroso, mugriento, un chucho harapiento pero… bonito.

– Con todo lo que ha hecho para encontrarte, no tendrás el valor de abandonarlo, espero…

Me incliné para mirarlo. Era bonito, pero muy bien no olía que digamos…

– ¿Lo vas a llevar a una perrera?

– Eh… ¿por qué yo, vamos a ver? ¡Lo hemos encontrado juntos, por si no os acordáis!

– ¡Mira! -exclamó Lola-, ¡te está sonriendo!

Fuck. Era verdad. Se había vuelto para mirarme y agitaba débilmente el rabo, dirigiendo los ojos hacia mí.

Oh… ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Y cabría en la cesta de mi bici? Y mi portera, que ya tenía tantos motivos para estar cabreada conmigo…

¿Y qué comen los perros?

¿Y cuántos años viven?

¿Y la bolsita esa para recoger las cacas? ¿La correa que se autobloquea, las conversaciones estúpidas con todos los vecinos que bajan a levantar la pata después de la película y las albóndigas esas que salen en los anuncios de comida para perros?

Ay, Señor.

El vinito de Bourgueil estaba fresquito. Mordisqueamos torreznos, nos zampamos gruesas rebanadas de paté, saboreamos tomates tibios y dulces, pirámides de queso de cabra y peras de la huerta.

Estábamos a gusto. Se oía el gluglú del agua, el ruido del viento en los árboles y la cháchara de los pájaros. El sol jugueteaba con el río, crepitando por aquí, escabulléndose por allá, torpedeando las nubes y correteando por la orilla. Mi perro soñaba con el asfalto de París gruñendo de felicidad, y las moscas venían a incordiarnos.

Charlamos de las mismas cosas que cuando teníamos diez, quince y veinte años, es decir de los libros que habíamos leído, de las películas que habíamos visto, de la música que habíamos escuchado y de las páginas web que habíamos descubierto. De Gallica, de todos esos nuevos tesoros que estaban ahora disponibles en Internet, de los músicos que nos impresionaban, de esos billetes de tren, esas entradas de concierto que soñábamos con poder comprar, de esas exposiciones que nos íbamos a perder sin remedio, de nuestros amigos, de los amigos de nuestros amigos y de las historias de amor que habíamos vivido -o no. La mayoría de las veces, no, y en eso no había quién nos ganara. A la hora de contarlas, me refiero. Tumbados en la hierba, asaltados a picotazos por toda clase de bichos, nos burlábamos de nosotros mismos a golpe de insolación y de risa floja.

Y después hablamos también de nuestros padres. Como siempre. De Mamá y de Pop. De sus nuevas vidas. De sus amores y de nuestro futuro. En dos palabras, de esas cosillas y esas personas que llenaban nuestras vidas.

No eran ni muchas cosas ni mucha gente, y sin embargo… era infinito.

Simon y Lola nos hablaron de sus hijos. De sus progresos, sus travesuras y las frases que deberían haber apuntado en algún sitio antes de olvidarlas. Vincent nos habló largo rato de su música, ¿debía seguir? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Y qué esperanzas se podía permitir tener? Y yo les hablé de un nuevo compañero de piso que, esta vez, sí tenía papeles, de mi trabajo, de cómo me costaba verme como una buena jueza. Tantos años de estudios para tener al final tan poca confianza en mí misma… Era desconcertante.

¿En algún momento de mi vida me había perdido un cambio de agujas importante? ¿En qué la había pifiado? ¿Y me esperaba alguien en algún lugar? Los otros tres me animaron, me cantaron un poco las cuarenta, y yo fingí darles la razón y agradecer sus buenas intenciones.

De hecho nos cantamos todos las cuarenta y todos fingimos darnos la razón.

Porque la vida, al fin y al cabo, consistía un poco en ir de farol, ¿no?

Ese tapete demasiado corto y esas fichas que faltan. Esas manos demasiado flojas que nunca nos dejan ganar la partida… En eso estábamos igual los cuatro, con nuestros grandes sueños y el alquiler por pagar el día 5 de cada mes.

¡Entonces abrimos otra botella para darnos ánimos!

Vincent nos hizo reír contándonos sus últimos desengaños amorosos:

– ¡A ver, echadme una mano, que no me aclaro! ¡Hace dos meses que persigo a esta chica, la he esperado seis horas en la puerta de su facultad, la he llevado tres veces a cenar a un sitio claro, la habré acompañado veinte veces hasta su residencia, que está en el quinto pino, dicho sea de paso, y la he invitado a la ópera, que me costaron las entradas ciento diez euros cada una! ¡Joder!

– ¿Y todavía no ha pasado nada entre vosotros?

– Nada. Nada de nada de mil novecientos nada. ¡Joder, es que tiene narices! ¡Doscientos veinte euros! ¿Os imagináis la cantidad de discos que me habría podido comprar con eso?

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