Santi Vila - Vida plena, vida buena

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Hoy ya somos conscientes de que la fe ciega en el progreso que guió a las generaciones anteriores está en crisis. Vivimos en un mundo donde progreso material y progreso moral no siempre concuerdan. Pero una sociedad no presidida por la ética es incapaz de garantizar la felicidad de sus conciudadanos y, a la larga, el progreso sostenible del conjunto de la humanidad.
La reflexión sobre la ética no es un ejercicio banal. Es más necesario cuanto más alejado se encuentra alguien de la lectura y de las humanidades en general, que son la semilla del pensamiento y la creatividad. La ética es útil para orientar la propia vida, para permitir nuestra plena realización y al fin y al cabo para procurar ser felices en una sociedad justa. Una filosofía moral fundamentada en la libertad, la ética de la duda y la compasión está en la base de la receta que propone el autor para mirar adelante con renovado optimismo ilustrado.Santi Vila entra en las polémicas cruciales de nuestro tiempo con el bisturí de la palabra mesurada. Aborda la tensión en la relación entre el yo y el nosotros, la cultura de la cancelación, la eutanasia, el aborto, la pandemia, el género… También habla de la política y los riesgos del populismo, del procés y de los fanatismos, con suculentas anécdotas del periodo en que ejerció de conseller. Un libro que hace pensar, que revela la importancia de las decisiones que tomamos cada día, que nos invita a ser la mejor versión de nosotros mismos, con libertad y responsabilidad.

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Vida plena, vida buena

Pensamiento y creatividad desde la libertad,

la ética de la duda y la compasión

Santi Vila

Vida plena, vida buena

Pensamiento y creatividad desde la libertad,

la ética de la duda y la compasión

A Joan Margarit como yo animal de bosque A Lluís Coromina amigo y protector - фото 1

A Joan Margarit,

como yo, animal de bosque.

A Lluís Coromina, amigo y

protector de animales singulares.

Índice

Presentación

Pensamiento y creatividad Vida plena, vida buena

Capítulo 1 El yo y el nosotros

Ciudadanos libres o prisioneros de la democracia

Universalistas o multiculturales: el nacionalismo es pecado

Capítulo 2 Reverenciar la vida

¿Dueños de la propia vida?

¿Amos del propio cuerpo?

Capítulo 3 ¿Condicionados o determinados?

El problema de las discriminaciones positivas

Somos responsables

Capítulo 4 La ética de lo que es debido

Jugando con la ‘libertad’

Ante el desafío de la pandemia

Capítulo 5 La ética de la duda

Dignos de memoria

Vacunas contra el populismo

Humildad

Compasión

Capítulo 6 Ciudadanos

¡A las armas, ciudadanos!

¿Democracia sin demócratas?

Cómodos solo con los (aparentemente) iguales

Para terminar Pensamiento y creatividad

Sobre el autor

Sobre el libro

Créditos

Presentación

¡Yo no soy periodista, yo vengo de Homero!

Peter Handke

Desde mi traumática salida de la actividad política, en octubre del 2017 –de la mano de las Universitat Ramon Llull y del centro universitario NEXT que la Universitat de Lleida tiene en Madrid–, he podido reanudar mi añorada actividad académica. A pesar de las circunstancias penosas que nos tocó vivir durante aquel desdichado bienio negro (2016–2017), buenos amigos del Campus Universitario de La Salle me propusieron integrarme en un proyecto ambicioso e interdisciplinar, que sigue el camino abierto hace unos años en las mejores universidades anglosajonas y que consiste en incorporar asignaturas de humanidades, y en especial de filosofía moral, de antropología y de filosofía política y sociología, entre estudiantes de carreras técnicas.

Así, futuros empresarios, arquitectos, ingenieros y animadores digitales han visto añadir en sus diseños curriculares créditos humanísticos, con el propósito que les ayuden a ser buenos profesionales pero también mejores personas. Porque, a diferencia de las generaciones que nos precedieron, crecidos y educados en el entorno de las seguridades propias del Estado de bienestar surgido al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial, los nacidos a partir de los noventa saben que muy posiblemente a lo largo de la vida tendrán más de una profesión, iniciarán y cerrarán más de una relación sentimental aparentemente sólida y cambiarán de domicilio postal un montón de veces. La vida es muy corta y al mismo tiempo muy larga, han aprendido a trompicones los hombres y mujeres de nuestros tiempos posmodernos. Es el precio de la libertad, remacharán algunos. Así las cosas, es bueno prepararse para intentar salir mínimamente airoso de un presente y de un futuro tan apasionante como inquietante y quizá disruptivo.

Aparte de esta razón sociológica y generacional, sin embargo, también se abre camino una razón moral, que a los occidentales nos interpela a diario, de una forma insoslayable al menos desde la recesión del 2007 y que nos invita a revisar si hacemos todo lo que hace falta para llevar una vida buena, dotada de sentido, es decir, feliz e, igual de importante, si nos empleamos a fondo intentando formar parte de una sociedad buena, es decir, fraterna, justa. Porque “nulla aesthetica sine ethica. Ergo apaga y vámonos”, suspiró José María Valverde, en 1965, en unos tiempos seguramente más difíciles que los nuestros. Y porque, como ha escrito con sabiduría Jordi Llovet, “es la política y la sociedad, tomada en toda su complejidad, aquello que da sentido pleno a la formación de un hombre o de una mujer de ciencias o de letras del futuro, al servicio de la sociedad a que pertenece”. Y al de su propia autorrealización personal, añado yo.1

En esta línea, Michael Sandel, catedrático de Filosofía en Harvard, nos ha advertido que la universidad no debe tener la exclusiva de la formación para el éxito y que, en todo caso, si lo pretende, es imprescindible que no se conforme con dotar a sus estudiantes de una buena pericia técnica.2 Hace falta que, de las facultades, salga adelante con valores útiles para la carrera personal y también para el conjunto de la sociedad. Porque como ha hecho evidente la pandemia, no es seguro que cualquier titulado universitario sea necesariamente más importante –y feliz– que una persona sin formación superior. En palabras de Sandel, “hoy sabemos que un camionero es más necesario que un economista”.3

Teniendo en cuenta que, como señalan todas las encuestas desde hace años, un 70% de los británicos están convencidos de que el mundo va a peor y que entre gran parte de la población occidental ha cuajado el convencimiento que durante este siglo nuestro modelo social, nuestra idea moderna de progreso, implosionarán definitivamente, el tema merece ser tenido en cuenta.4 La lectura de las meditaciones sobre el estado del mundo propuestas a mis alumnos durante el otoño del 2019 –justo antes de la crisis sanitaria realmente aterradora impuesta por la covid– acreditaron cualitativamente este malestar undergrown: empatía con personajes como el oscarizado Joaquin Phoenix en su papel en Joker, con sus crímenes y cambios en el estado de ánimo (Oscar al mejor actor y a la mejor banda sonora, 2020); desconfianza absoluta en los políticos y en los ricos, en las instituciones democráticas y en la economía social de mercado. Y peor todavía, absoluto convencimiento de que el futuro que nos espera será infinitamente peor que el pasado que vivieron sus padres.

No en balde, en Years and years –la serie distópica de HBO, de moda durante el 2020– todos empiezan acomodadamente y todos acaban viviendo refugiados en casa de la abuela. Es en esta sensibilidad generacional donde hay que inscribir los gritos llenos de angustia de grupos de éxito como Carolina Durante cuando nos habla de una “generación vacía” que hace suyos los versos “Mi respuesta a todo es: joder, no sé”, o que se lamenta sobre “¿Cómo cojones hemos llegado aquí?”. Markus Gabriel, el catedrático de filosofía más mediático de Alemania, nacido el año 1980 y por lo tanto un tipo más de la estresada generación milenial, ha hablado de nuestros tiempos modernos como “tiempos oscuros”.5 Por su parte, Emilio Santiago Muiño, nacido en Ferrol también en los ochenta y experto en procesos de transición hacia la sostenibilidad, ha augurado que:

Tras el pinchazo de la burbuja fósil, la humanidad descubrirá que el relato del progreso ya no puede apuntar hacia la terraformación de Marte o las utopías transhumanistas, sino, en el mejor de los casos, en democratizar las posibilidades de felicidad que conocimos en algunos lugares del mundo en el último tercio del siglo XX.6

Por si todo eso fuera poco, la irrupción de la pandemia ha reabierto la veda contra los defensores de la idea clásica de progreso, hasta ahora tan convencidos de que seguramente no vivíamos en el mejor de los mundos posibles –como sí que creía ingenuamente el Pangloss del Cándido–, como implacables a la hora de defender que gracias al avance de la ciencia y la tecnología formábamos parte del mejor de los mundos que ha conocido nunca la humanidad. Desde mediados de siglo XVIII, esa había sido la convicción íntima, casi religiosa, de los hombres y las mujeres modernos, incluso a pesar del sanguinario siglo XX. Lo ha sido hasta constatar, primero con la recesión del 2007 y después con la pandemia, que no es seguro que progreso material y progreso moral conjuguen siempre en sintonía. Los avances propios de la revolución digital, la acumulación de datos personales en manos de poderosos empresarios y gobernantes, la laminación de las clases medias, así como una insensibilidad aterradora con el impacto del estilo de vida occidental sobre el medio ambiente, dibujan un panorama dantesco, que anuncia involuciones sociales y democráticas.7

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