Por egoísta
e ilusorio
que pueda parecer,
este libro, Charles,
es para usted. .
Se quedaba siempre como apartado. Allá, lejos de las verjas, fuera de nuestro alcance. Con la mirada febril y los brazos cruzados. Más que cruzados incluso, cerrados, rígidos. Como si tuviera frío o le doliera la tripa. Como si se agarrara a sí mismo para no caer.
Con la mirada nos desafiaba a todos pero no miraba a nadie. Buscaba la silueta de un único niño, sujetando con fuerza contra su pecho una bolsita de papel.
Era un panecillo relleno de chocolate, yo lo sabía, y siempre me preguntaba si no estaría ya todo aplastado, a fuerza de…
Sí, era eso a lo que se sujetaba, a la campana, al desprecio de la gente, al rodeo por la panadería y a todas esas manchitas de grasa en su solapa, que eran como medallas, inesperadas.
Inesperadas…
Pero… ¿cómo podía yo saberlo entonces?
Por aquel entonces me daba miedo. Llevaba unos zapatos demasiado puntiagudos, tenía las uñas demasiado largas y el dedo índice demasiado amarillo. Y los labios demasiado rojos. Y el abrigo demasiado corto y desde luego demasiado estrecho.
Y las ojeras demasiado oscuras. Y la voz demasiado extraña.
Cuando por fin nos veía, sonreía abriendo los brazos. Se inclinaba en silencio, le tocaba el pelo, los hombros, el rostro. Y, mientras mi madre me agarraba con fuerza, yo contaba, fascinado, todas esas sortijas que acariciaban las mejillas de mi amigo.
Llevaba una en cada dedo. Sortijas de verdad, bonitas, valiosas. Como las de mis abuelas… Era siempre en ese preciso momento cuando ella se daba la vuelta, horrorizada, y yo le soltaba la mano.
Alexis, en cambio, no. Él no se zafaba jamás. Le daba su cartera y con la otra mano, la vacía, se iba comiendo la merienda mientras se alejaban hacia la plaza del Mercado.
Alexis, con su extraterrestre con alzas, su monstruo de feria, su bufón de patio de recreo, se sentía más seguro que yo, y era más querido.
O eso creía yo.
Un día de todas maneras se lo pregunté:
– Pero… o sea… ¿es… es un señor o una señora?
– ¿Quién?
– Pues… el… la… ese que viene a buscarte por las tardes.
Se encogió de hombros.
Pues un señor, claro. Pero al que llamaba su tata [1]. Y ella, su tata, le había prometido por ejemplo que le iba a traer tabas de oro, y si yo quería, me las cambiaría por esa canica, sí, mira, eso, por esa canica… Hoy se está retrasando… Espero que no haya perdido las llaves… Porque lo pierde siempre todo, ¿sabes? Suele decir que un día se le olvidará la cabeza en la peluquería o en el probador de un gran almacén, y luego se ríe, ¡y dice que menos mal que tiene piernas!
Pues un señor, hombre, qué va a ser.
Qué pregunta…
No consigo recordar su nombre. Y eso que era algo totalmente fuera de lo común…
Un nombre de music-hall, de terciopelo dado de sí y de tabaco frío. Un nombre como Gigi Lamor o Gino Cherubini o Rubí Dolorosa o…
Ya no me acuerdo y me muero de rabia de no acordarme. Estoy en un avión rumbo a la otra punta del mundo, tengo que dormir, tengo que dormir. Me he tomado unas pastillas para eso. No tengo más remedio, si no me va a dar algo. No he pegado ojo desde hace tanto tiempo… y me…
Me va a dar algo.
Pero no hay manera. Ni la química, ni la tristeza, ni el agotamiento. A más de treinta mil pies, tan alto en el vacío, todavía pugno como un idiota, removiendo recuerdos mal apagados. Y cuanto más soplo más me pican los ojos, y cuanto menos veo, más bajo me arrodillo todavía.
Mi vecina ya me ha pedido dos veces que apague la lamparita de lectura. Lo siento, pero no. Fue hace cuarenta años, señora… Cuarenta años, ¿comprende? Necesito luz para recordar el nombre de ese viejo travestí. Ese nombre genial que por supuesto he olvidado, porque yo también lo llamaba Nounou. Y yo también lo adoraba. Porque así eran las cosas con ellos: a la gente se la adoraba.
Nounou, que había aparecido en su vida en ruinas, una noche de hospital.
Nounou, que nos había mimado, malcriado, alimentado, cebado, consolado, despiojado, hipnotizado de verdad, nos había embrujado y desembrujado mil veces. Nos había tocado las palmas, echado las cartas, prometido vidas de sultanes, de reyes, de pachas, vidas de ámbar y de zafiros, de posturas lánguidas y de amores exquisitos, y Nounou, que había salido una mañana de nuestras vidas de manera dramática.
Dramática, no podía ser de otro modo. Se lo debía a sí mismo. Como debía ser todo con ellos.
Pero yo… Después. Lo diré después. Ahora no tengo fuerzas. Ni ganas tampoco. No quiero volver a perderlos ahora. Quiero quedarme un poco más a lomos de mi elefante de Formica, con mi machete de cocina enganchado en el taparrabos, y él con sus cadenas, su maquillaje y todos sus turbantes del cabaret Alhambra.
Necesito dormir y necesito mi lamparita. Necesito todo lo que he perdido por el camino. Todo lo que me dieron y luego me quitaron.
Y que me malograron también…
Porque, sí, así era todo en su mundo. Así era su ley, su credo, su vida de descreídos. Se adoraban, se pegaban, lloraban, bailaban toda la noche, y todo se iluminaba.
Todo.
No debía quedar nada. Nada. Nunca. Niente. Bocas amargas, contraídas, rotas, torcidas; camas, ceniza, rostros deshechos, horas llorando, años y años de soledad, pero nada de recuerdos. Sobre todo nada de recuerdos. Los recuerdos eran para los otros, para la demás gente.
Los pusilánimes. Los responsables.
«Las mejores fiestas, ya lo veréis, pequeñines míos, son las que a la mañana siguiente ya están olvidadas», decía, «las mejores fiestas son siempre durante la fiesta. La mañana siguiente no existe. La mañana siguiente es cuando coges el metro a primera hora y otra vez te vuelven a agredir».
Y ella. Ella. Hablaba todo el tiempo de la muerte. Todo el tiempo… Para desafiarla, para que la muy cabrona reventara. Porque ella sabía que nos esperaba a todos, saberlo era su vida, y por eso había que tocarse, quererse, beber, morder, gozar y olvidarlo todo.
«Prendedle fuego, niños. Prendedle fuego a todo esto.» Es su voz y… la oigo todavía. Unos salvajes.
* * *
No puede apagar la luz. Ni cerrar los ojos. Se va a volver, no, se está volviendo loco. Lo sabe. Se sorprende a sí mismo en el cristal oscuro de la ventanilla y…
– Señor… ¿Se encuentra bien?
Una azafata le toca el hombro.
¿Por qué me habéis abandonado?
– ¿No se encuentra bien?
Querría contestarle que sí, que no hay ningún problema, gracias, que está bien, pero no puede: se echa a llorar.
Por fin.
Principios del invierno. Un sábado por la mañana. Aeropuerto de París Charles de Gaulle, terminal 2E.
Sol lechoso, olor a keroseno, cansancio inmenso.
– ¿No tiene maleta? -me pregunta el taxista tocando su maletero.
– Sí.
– Pues sí que la esconde usted bien entonces.
Se ríe, y yo me doy la vuelta.
– Oh, no… se… La cinta… Se me ha olvidado…
– ¡Pues vaya, corra! ¡Lo espero!
– No. Tanto da. No tengo fuerzas… Yo… Tanto da…
Ha dejado de reírse.
– ¡Oiga! No irá a dejarla ahí, ¿verdad?
– Ya la recuperaré otro día… Si de todas maneras tengo que volver pasado mañana… Es como si viviera aquí… No… Vámonos… Me da igual. No quiero volver ahora.
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