Tras los primeros compases de acordeón, todo el mundo estaba en la pista.
« Lo que le va, es un chachach á
– ¡ Ah!
Lo que baila con garbo es un paso de mambo
– ¡ Oh! »
– ¡Venga! ¡Todos juntos!
La la la la. … La la la la…
– ¡No oigo nada!
LA LA LA LA… LA LA LA LA…
– ¡Y allá al fondo! ¡Esas abuelitas! ¡Vamos, chicas, a cantar con nosotros! ¡ Chiquichiquich í !
Lola y yo bailábamos como descosidas, y me tuve que subir la falda para no perder el compás.
Los chicos, como de costumbre, no bailaban. Vincent trataba de camelarse a una señorita de escote lechoso, y Simon escuchaba las batallitas de un viejo viñador que rememoraba la época del mildiu.
Después vino lo de ¡ la liga, la liga, la liga!, con los excesos y la vulgaridad de siempre. Llevaron en volandas a la novia hasta una mesa de ping-pong y… en fin… mejor no contarlo. O quizá es que yo soy demasiado fina.
Salí del local. Empezaba a echar de menos París.
Lola se reunió conmigo for the moonlight pitillo.
La seguía un tipo un pelín pesado (es decir, grande, gordo y bastante peludo) empeñado en volver a sacarla a bailar.
Vestía camisa hawaiana de manga corta, pantalón de viscosa, calcetines blancos de tenis, con la rayita arriba y todo, y mocasines de rejilla.
Vamos, un primor.
Y, y, y… casi se me olvida: ¡el famoso chaleco de cuero lleno de bolsillos! Tres a la izquierda y dos a la derecha. Y el cuchillo de monte en el cinturón. Y el móvil en su funda enganchado a la cintura. Y un pendiente. Y gafas de sol molonas. Y una cadena para engancharse la cartera. Sólo le faltaba el látigo.
Indiana Jones en persona.
– ¿No nos presentas?
– Esto… sí, claro… A ver… esto… Mi hermana Garance y… esto…
– ¿Ya no te acuerdas de mi nombre?
– Esto… ¿Jean-Pierre?
– Michel.
– ¡Ah, sí, Michel! Michel, Garance; Garance, Michel…
– Hola -dije, intentando por todos los medios contener la risa.
– Jean-Michel, Jean-Michel, así me llamo O bueno, mejor dicho, así me llaman… Michel como el monte Saint-Michel… ¿Así que sois hermanas? Qué curioso, pues no os parecéis nada… ¿Estáis seguras de que una de las dos no es del repartidor del butano?
Jua jua jua.
Cuando se alejó, Lola sacudió la cabeza:
– No puedo más. Me ha tocado el peor de toda la región. Y no te cuento el sentido del humor tan fino que tiene… Qué tipejo más horroroso…
– Calla, calla, aquí viene otra vez.
– ¡Eh! ¿Te sabes el chiste del tío que tenía cinco pollas?
– Pues… no, no tengo esa suerte.
– Pues esto es un tío que tenía cinco pollas.
Silencio.
– ¿Y? -pregunto.
– ¡Pues nada, que los gayumbos le iban como un guante!
Socorro.
– ¿Y te sabes el de la puta que no la quería chupar?
– ¿Perdón, cómo has dicho?
– ¿Sabes cómo llaman a una puta que pasa de chuparla?
Lo que más gracia me hacía era la cara de mi hermana. Mi hermana, siempre tan elegante con sus vestidos vintage de Yves Saint-Laurent, el porte que le había quedado de sus años de ballet y su sortija con pedrusco… Lola, que se sulfura en cuanto se trata de comer en un restaurante de manteles de papel… Verla ahí, con su aire patidifuso y sus ojazos abiertos como platos de porcelana de Sèvres, era grandioso.
– Venga, di, ¿lo sabes?
– Pues mira, no, es que a mí (también) me ha comido la lengua el gato…
(Elegante y divertida. La adoro.)
– ¡No la llama ni Dios! ¡Jajajá!
Ya no había quien lo parara… Se volvió hacia mí, con los pulgares metidos en los bolsillos de su chaleco:
– ¿Y tú? ¿Te sabes el del tío que envuelve a su hámster en cinta aislante?
– No. Pero paso de que me lo cuentes porque seguro que es un asco.
– Ah… Pero entonces ¿te lo sabes?
– Oye, mira, Jean-Mont-Saint-Michel, ¿te importa?, es que me gustaría hablar un poco con mi hermana…
– Vale, vale, ya me abro. Hala, ¡hasta luego, chochitos!
– ¿Qué, ya se ha ido?
– Sí, pero en su lugar ahora viene Toto.
– ¿Quién es Toto?
Nono se había sentado en una silla delante de nosotras.
Nos observaba, rascándose el interior de los bolsillos del pantalón con suma aplicación.
En fin.
Supongo que el traje nuevo debía de producirle una irritación local…
Santa Lola le dedicó una sonrisita para que no se sintiera incómodo.
En plan: hola, Nono. Somos tus nuevos amigos. Bienvenido a nuestro corazón…
– ¿Todavía sois vírgenes? -preguntó él.
Decididamente, el tío estaba obsesionado…
Sor Sonrisas hizo como si nada: -¿De modo que es usted el guardián del castillo?
– Tú, calla. Estoy hablando con la tetona.
Lo sabía, sí, lo sabía. Sabía que después nos reiríamos de esto. Que un día seríamos viejas y que, dado que no nos habríamos tomado en serio lo de la gimnasia del suelo pélvico, nos haríamos pis encima recordando esa noche. Pero en ese momento no me hacía ni pizca de gracia porque… porque al tal Nono se le caía la baba por el lado de la boca en que no tenía la colilla, y era algo de verdad flipante. Ese hilillo de saliva que brillaba a la luz de la luna…
Por suerte justo entonces llegaron Simon y Vincent.
– ¿Nos piramos?
– Buena idea.
– Ahora os alcanzo, voy a buscar mi guitarra.
Te quiero tantoooooo… Dubidubid ú . … Dud ú . …
La voz de Guy Macroux resonaba en todo el pueblo, y nosotras bailábamos entre los coches.
Estos gritoooooos de alegr í iiiia, son para tiiiiiii… .
– Bueno, qué, ¿y ahora adónde vamos?
Vincent rodeó el castillo y se adentró por un sendero oscuro.
– A tomar una última copa. A una especie de after, por llamarlo de alguna manera… ¿Estáis cansadas, chicas?
– ¿Y Nono? ¿No nos habrá seguido?
– Que no, hombre… Anda, olvídate de él… Bueno, qué, ¿venís?
Era un campamento de gitanos. Había unas veinte caravanas a cual más larga, grandes furgonetas blancas, ropa tendida, colchones por el suelo, bicicletas, churumbeles, barreños, neumáticos, antenas parabólicas, televisores, ollas, perros, gallinas y hasta un cerdito negro.
Lola estaba horrorizada: -Son más de las doce, y los niños todavía por ahí en danza. Pobrecitos…
Vincent se reía.
– ¿Te parece que tienen aspecto de ser desgraciados?
Se reían, correteando de un lado a otro, y se precipitaron todos hacia Vincent. Se peleaban por llevarle la guitarra, y las niñas nos cogieron de la mano.
Mis pulseras las tenían fascinadas.
– Van a la romería gitana de Saintes-Maries-de-la-Mer… Espero que se hayan marchado para cuando vuelva la vieja, porque fui yo quien les dijo que podían instalarse aquí…
– Como el capitán Haddock en Las joyas de la Castafiore -se burló Simon.
Un gitano viejo lo abrazó:
– ¡Hombre, hijo, aquí estás otra vez!
Anda que no le habían salido familias nuevas a Vincent… No era de extrañar que pasara de la nuestra.
El resto fue como en las pelis de Kusturica antes de que se le subiera el éxito a la cabeza.
Los viejos cantaban unas canciones súper tristes que te partían el alma, los jóvenes daban palmas, y las mujeres bailaban alrededor de la lumbre. La mayoría eran gordas y tenían mal tipo, pero cuando se movían, todo a su alrededor ondulaba.
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